Lucas 17:1 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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I. Vemos que dar ocasión de tropiezo o escándalo es un gran pecado (vv. Luc 17:1-2). Dada la condición humana, es «imposible, es decir, inevitable, que no vengan tropiezos (griego skándala)»; por ello, hay que estar en guardia para no poner ante nadie ningún tropiezo que le haga caer, porque «¡ay de aquel por quien vienen!» La sentencia contra los que incitan a pecar (con estímulos, falsas razones o malos ejemplos) a otros es terrible: «Mejor le sería que se le atase al cuello una piedra de molino y se le arrojase al mar» para perecer así, porque el peso de su culpabilidad es mayor que el de una gran piedra de molino. Esto implica un «¡ay!»: 1. A los perseguidores que produzcan cualquier daño al menor de los pequeñuelos de Cristo. 2. A los seductores, que corrompen las verdades de Cristo y perturban así la mente de los discípulos de Cristo. 3. A los que viven escandalosamente y, de esta manera, debilitan las manos y entristecen el corazón de los hijos de Dios.

II. Vemos después que el perdón de las ofensas es un gran deber: (v. Luc 17:3): «Tened cuidado de vosotros mismos». La frase puede conectarse con lo que antecede, con lo que sigue, o con ambos contextos a la vez, puesto que el que no reprende ni perdona está también poniendo un tropiezo delante de su hermano.

1. «Si tu hermano peca, repréndele» (v. Luc 17:3. En Mat 18:15. se hallan más detalles). En vez de callar o resentirse, se nos manda hacer que el hermano reconozca su falta, pero hacerlo con humildad y mansedumbre (v. Gál 6:1), lo cual requiere elevada espiritualidad y, por eso, escasea tanto el correcto cumplimiento de esta norma divina: o se hace la vista gorda o se reprende con humor destemplado y, muchas veces, en público cuando debería comenzarse por hacerlo en privado. El que reprende ha de ser también prudente en sus juicios, no sea que haya tomado a mal algo que se ha cometido sin mala intención o por ignorancia; entonces, quien debe pedir perdón al otro es el que se pone a reprender, aun cuando lo haga por las buenas.

2. «Y, si se arrepiente, perdónale.» Perdónale y olvida la ofensa; no vuelvas a rumiarla ni a mencionarla, pues eso demostraría que no hubo verdadero perdón. No se nos dice aquí lo que se ha de hacer si no se arrepiente, pero sí en Mateo, donde se especifican los pasos que hay que dar en este caso.

3. El deber de perdonar no se agota con la primera ofensa: «Y si peca contra ti siete veces al día, y vuelve a ti siete veces al día [nótese esta importante variante en Lucas] diciendo: Me arrepiento; perdónale» (v. Luc 17:4). Una ofensa repetida siete veces en un solo día parece ser algo indignante y fruto de una manifiesta negligencia; pero, si el ofensor muestra un sincero arrepentimiento, el deber de perdonar continúa de igual manera. Cristo quería poner de relieve que los suyos habían de ser seguidores de su propio ejemplo e imitadores de Dios (v. Efe 4:32; Efe 5:1; Col 3:13), de espíritu perdonador, dispuestos a pensar bien si no hay evidencia de ofensa (v. 1Co 13:7) y a no guardar resentimiento ni tener espíritu de venganza.

III. A continuación, el Señor, al tomar pie de un ruego de sus Apóstoles, les muestra el poder de la fe, aunque ésta sea pequeña en cantidad, pero genuina en calidad.

1. Vemos primero la petición de los discípulos: «Auméntanos la fe» (v. Luc 17:5). Los Apóstoles mismos reconocían la pequeñez de su fe y veían la necesidad que tenían de la gracia del Señor para que su fe se incrementase y fortaleciese. Los creyentes deberíamos desear con todo fervor el aumento de nuestra fe. Notemos que los Apóstoles le hicieron esta petición al Señor cuando Él acababa de exhortarles al perdón de las injurias. Como si le dijeran: «Señor auméntanos la fe; de lo contrario, nunca podremos cumplir con un deber tan difícil como ese». La fe en la gracia perdonadora de Dios nos capacitará para vencer las grandes dificultades que nos salen al encuentro cuando debemos perdonar a nuestros hermanos.

2. Cristo les asegura sobre la eficacia maravillosa de una fe que sea genuina (v. Luc 17:6): «Si tuvierais fe como un grano de mostaza, tan pequeña como esa insignificante semilla, pero tan picante y acre como la mostaza, una fe que diese vigor y fuerza a todas las demás gracias, nada de lo que pueda conducir a la gloria de Dios a la edificación de la Iglesia, y a vuestro propio provecho espiritual, sería demasiado difícil para vosotros, pues incluso podríais decir a este sicómoro: Desarráigate y plántate en el mar, y os obedecería». Así como nada hay imposible para Dios (Luc 1:37; Luc 18:27 y, probablemente, Mat 19:26; Mar 10:27), así también, «todo es posible para el que cree» (Mar 9:23).

IV. Que, por mucho que hagamos en el servicio del Señor siempre hemos de mantenernos en humildad. Incluso los Apóstoles, que hicieron por Cristo mucho más que otros, no debían pensar que el Señor les era deudor de algo. Porque:

1. Eran siervos de Dios. Todos nosotros somos esclavos de Dios, quien nos ha dado todo cuanto somos y tenemos; por tanto todo nuestro tiempo y todas nuestras fuerzas deben emplearse al servicio de Él.

2. Como siervos de Dios, debemos emplear con diligencia todo el tiempo en el cumplimiento de nuestros deberes, sin permanecer ociosos y sin fruto (2Pe 1:8) en el servicio de nuestro Amo y Señor. Hasta el criado que pasa el día arando o apacentando el ganado, al volver él del campo, no se sienta a descansar, sino que se dispone a servir a la mesa a su señor (vv. Luc 17:7-8).

3. Nuestro principal interés ha de centrarse en cumplir el deber que tenemos en relación con el Señor, y dejar en Sus manos el tiempo, el modo y la medida de los consuelos que tenga a bien otorgarnos, ya que ningún criado puede esperar que su amo le diga enseguida: «Pasa y siéntate a la mesa». Sólo podemos descansar y sentarnos a la mesa cuando hayamos servido a nuestro Señor. Si llevamos a cabo con toda diligencia nuestro trabajo, la recompensa vendrá a su debido tiempo.

4. Es natural y razonable que Cristo sea servido antes que nosotros: «Sírveme hasta que haya comido y bebido; y después de esto, puedes comer y beber tú».

5. Cuando los siervos de Cristo hayan de servir a su Señor deben primeramente ceñirse, es decir, liberarse de todo lo que pueda atarles y pesarles. Sin embargo, el Señor Jesucristo no insistió en que los Apóstoles hicieran esto por Él, sino que más bien fue Él quien se ciñó para lavarles los pies a ellos (Jua 13:4.), pues no había venido a ser servido, sino a servir (Mat 20:28).

6. Los siervos de Cristo no han de pensar que merecen algo por lo que hacen en servicio del Señor; ni siquiera merecen que se les de las gracias (v. Luc 17:9). No hay obras buenas nuestras que, de suyo, puedan merecer ninguna atención de parte de Dios, pues «todas nuestras obras justas son como trapos de inmundicia» (Isa 64:6).

7. Todo cuanto hagamos por Cristo es únicamente el cumplimiento de un deber, no un favor que se le presta. Nada hay de supererogatorio en hacer todo lo que nos ha sido ordenado (v. Luc 17:10); ¡ay, si pudiésemos decir que hemos cumplido con todo lo que nos ha sido ordenado! ¡En cuántas cosas quedamos por debajo del nivel debido y, especialmente, en el primero y gran mandamiento de amar a Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con toda nuestra mente y con todas nuestras fuerzas!

8. Los mejores y más santos siervos del Señor han de confesar con toda humildad que son «siervos inútiles». No quiere decir con esto el Señor que seamos sin provecho o que no sirvamos para nada, sino que, por mucho que hagamos, no le damos a Dios más de lo que tiene, ni más de lo que Él mismo nos ha dado, ni más de lo que estamos obligados a darle; en otras palabras, que nunca podemos hacer a Dios deudor nuestro. Por consiguiente, no hemos de llamarnos a nosotros mismos siervos útiles, sino que hemos de llamar servicio provechoso el que a Él le tributamos.

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