Lucas 24:13 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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El delicioso episodio que sigue, sólo se halla brevísimamente resumido en Mar 16:12, pero Lucas nos lo ha conservado con todo lujo de detalles. Ocurrió el mismo día de la resurrección del Señor. Uno de los dos discípulos aquí mencionados era Cleofás (v. Luc 24:18). Al ser éste un nombre al parecer común es muy problemático tratar de identificarlo con el esposo de la «María» de Jua 19:25, sin negar que pueda ser el mismo. En cuanto al otro, se han barajado muchas hipótesis sin fundamento (¡hay quienes han tratado de identificarlo con el propio Lucas!). Sin duda, eran discípulos asociados con los apóstoles.

I. Vemos a estos dos discípulos caminando a Emaús y «hablando entre sí de todas aquellas cosas que habían acontecido» (vv. Luc 24:13-14). Emaús distaba «sesenta estadios», es decir, unos once kilómetros, «de Jerusalén» (v. Luc 24:13). El tema que les ocupaba no era sólo la muerte del Señor, sino las noticias de su resurrección que los ángeles habían comunicado a las mujeres, y el informe subsiguiente de las mujeres a los discípulos entre los que estos dos es seguro que se hallaban (vv. Luc 24:22-24). Parece ser que discutían perplejos sobre las probabilidades de tal resurrección.

II. De improviso, y de incógnito, se les acerca el propio Señor. «Sucedió que, mientras hablaban y discutían entre sí, Jesús mismo se acercó y se puso a caminar con ellos» (v. Luc 24:15), como un forastero que, al ver que iban por el mismo camino que Él, les haría saber que se sentía a gusto yendo en compañía de ellos. Conforme a su promesa, dondequiera que dos de los suyos se hallan tratando de las cosas de Dios, Cristo se unirá a ellos como un tercero en compañía y concordia. Así que estos dos debilitados antes en su fe y en su amor, quedaron fortalecidos como «cordel de tres hilos que no se rompe fácilmente» (Ecl 4:12). Ellos discutían entre sí sobre Cristo, y Él viene a poner fin a las dudas de ellos. Todos cuantos de veras buscan a Cristo, con toda certeza le hallarán. Pero aun teniendo a Cristo con ellos no le reconocieron al principio: «Mas los ojos de ellos estaban velados (lit. eran retenidos), para que no le conociesen» (v. Luc 24:16). Si comparamos esto con el versículo Luc 24:31 y con Mar 16:12, nos percataremos de que este impedimento fue ordenado por el propio Señor a fin de que se expresasen con mayor libertad.

III. Vemos a continuación la conversación que Cristo mantuvo con ellos, mientras no le reconocían, aunque Él sí les reconocía a ellos.

1. La primera pregunta que Cristo les hace es acerca de la tristeza que se traslucía en el rostro de ellos: «Y les dijo: ¿Qué discusiones son éstas que tenéis entre vosotros mientras camináis? Y se pararon con aspecto sombrío» (v. Luc 24:17, lit.). Vemos pues:

(A) Que su aspecto era sombrío. Habían perdido a su Maestro y, en su aprensión, estaban desilusionados de las esperanzas que habían puesto en Él. Dispuestos a abandonar la causa que habían seguido, no sabían qué nuevo rumbo tomar. Aunque Jesús había resucitado y ellos tenían suficiente información al respecto, se negaban a creerlo, al pensar quizá que era demasiado hermoso para ser verdadero. Como ellos, también los discípulos de Cristo en todas las edades, están a menudo tristes y sombríos cuando deberían estar contentos y animosos. Pero al menos, hablaban de Cristo. Cuando los creyentes gustan de conversar, no sólo acerca de Dios y su providencia, sino también de Cristo, de su gracia y amor, encontrarán en esas pláticas un excelente antídoto contra el desánimo y la melancolía. Al desahogar las penas se pueden aliviar las cargas. Quienes se comunican a la recíproca los problemas y las pesadumbres, han de comunicarse también los consuelos y las soluciones.

(B) Que Cristo les pregunta acerca del tema de su conversación: «¿Qué discusiones son éstas que tenéis entre vosotros …?» Aunque el Señor había salido ya de su estado de humillación, condesciende tiernamente a interesarse por los problemas de los suyos. El Señor Jesucristo toma buena cuenta de la tristeza y del pesar de sus discípulos, y es afligido con las aflicciones de ellos. Con esto nos enseña a conversar amablemente, y poner verdadero interés en los asuntos y problemas de nuestros prójimos. No les va bien a los cristianos la morosidad o la timidez, sino que han de deleitarse en las buenas compañías. También nos enseña el Señor aquí a ser compasivos. Cuando vemos a nuestros amigos en apuros y tristeza deberíamos, como Cristo aquí, aportar el consuelo y el remedio que estén en nuestra mano.

2. En respuesta a la pregunta de Cristo, contestan ellos con otra pregunta: «¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no te has enterado de las cosas que en ella han acontecido en estos días?» (v. Luc 24:18). Cleofás habla cortésmente. Debemos ser corteses con quienes nos preguntan cortésmente. Notemos que eran días de peligro para los discípulos de Cristo; con todo, Cleofás no sospecha de este forastero, ni piensa que sirva de espía para denunciarles. Todos sus pensamientos están ocupados en los padecimientos y en la muerte de Cristo, y se asombra de que alguien no tenga la mente ocupada en lo mismo. Como si dijese: «¡Cómo! ¿Eres tú tan forastero en Jerusalén, que no te has enterado de lo que le han hecho a nuestro Maestro?» Y se muestra dispuesto a informar sin tapujos a este forastero acerca del Señor. No iba a permitir que ningún ser humano estuviese ignorante de lo que le había acontecido a Jesús. Es curioso sobremanera que estos discípulos, que tan dispuestos estaban a informar al forastero, ¡iban a ser informados por Él! Así pasa con todo el que tiene y usa lo que tiene: se le dará más. Por lo que Cleofás dice, la muerte de Cristo ha sido el suceso más importante de la semana en Jerusalén, por eso, no puede imaginarse que haya alguien en la ciudad tan retirado de la sociedad como para no tener ni idea de algo tan extraordinario.

3. Como respuesta, Jesús aparenta no saber a qué se refiere Cleofás, y vuelve a preguntar: «¿Qué cosas?» (v. Luc 24:19). Con esta pregunta, el Señor aparecía todavía más como forastero. Parece como si Jesús, «por el gozo puesto delante de Él» (Heb 12:2), tuviese en poco los padecimientos pasados. ¡Cómo no iba a saber Él qué cosas eran las que habían acontecido aquellos días, cuando eran tan amargas, tan penosas, y le habían acontecido a Él! Sin embargo, pregunta: «¿Qué cosas?» Quiere informarse de ellas por los labios de ellos, y luego les explicará Él el significado y objetivo de esas cosas.

4. Ellos, entonces, le dieron un informe completo, aunque resumido, acerca de Cristo. Obsérvese cómo le refieren los pormenores:

(A) Tenemos aquí un compendio de la vida y del carácter de Jesús: Se trataba de Jesús nazareno, que fue un varón profeta (lit.) un maestro de parte de Dios, como lo confirmó con sus muchos milagros, prodigios gloriosos de gracia y de misericordia, de modo que había sido poderoso en obra y en palabra delante de Dios y de todo el pueblo (v. Luc 24:19). Gozaba de gran aceptación por parte de Dios, y de gran reputación en todo el país. Hay muchos que gozan de reputación ante la gente, pero no tienen aceptación delante de Dios, pero Jesús había sido acepto a Dios y a los hombres. Quienes no conociesen esto eran verdaderos forasteros en Jerusalén.

(B) Añaden una breve narración de los padecimientos y de la muerte del Señor: «Y cómo le entregaron los principales sacerdotes, así como nuestros gobernantes, a sentencia de muerte y le crucificaron» (v. Luc 24:20). Podemos notar lo parsimonioso de esta declaración, sin lanzar juicios severos contra los que habían cometido tal crimen al crucificar al Señor de la gloria.

(C) Dan a entender la desilusión que ellos mismos han sufrido con todo esto, como motivo de la tristeza que les embarga: «Pero nosotros esperábamos que Él era el que iba a liberar mediante rescate (lit.) a Israel» (v. Luc 24:21). ¿Y no es Él quien redime a Israel? ¿No ha pagado con su muerte el precio de la redención de Israel? Pero ellos no se daban cuenta de ello, por su corazón tardo en creer. Esperaban de Él grandes cosas y, decepcionados ahora en sus esperanzas, la tristeza les quebrantaba el corazón. Si hubiesen creído a las mujeres, estarían contentos y más dispuestos que nunca a confiar en el que había efectuado ya la redención de Israel.

(D) A continuación, expresan su asombro: «Ciertamente, y además de todo esto hoy es ya el tercer día desde que esto ha acontecido» (v. Luc 24:21). Como si dijesen: «Éste es el día en que se esperaba que resucitase y se mostrase públicamente en honor, después de haberse mostrado durante tres días en deshonor; pero nada sucede». Con todo, se ven obligados a admitir que hay informes de que ha resucitado, pero parecen tomar dichos informes muy a la ligera. «Y también nos han asombrado unas mujeres de entre nosotros, las que de madrugada fueron al sepulcro; y como no hallaron su cuerpo, vinieron diciendo que también habían visto visión de ángeles, los cuales dicen que Él vive» (vv. Luc 24:22-23). Ellos, sin embargo, piensan que son fantasías de mujeres, sentimentales e impresionables. Reconocen que también algunos de los apóstoles habían visitado el sepulcro y lo habían hallado vacío (v. Luc 24:24); «pero a Él no le vieron» añaden , como si dijesen: «No le vieron; por tanto, tenemos motivos para temer que no haya resucitado, porque de haber resucitado seguramente que se habría mostrado a ellos. Nuestras esperanzas quedaron clavadas en la Cruz y sepultadas en su tumba».

5. Al llegar a este momento, el Señor Jesús, aunque no había sido reconocido de ellos por el rostro, se manifiesta a ellos de palabra:

(A) Les reprocha por la debilidad de su fe en las Escrituras del Antiguo Testamento: «Entonces Él les dijo: ¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer!» (v. Luc 24:25). Los llama insensatos, no en el sentido de impíos (comp. con Sal 14:1), sino de débiles. Su insensatez consiste en su tardanza para creer, como pasa a quienes los prejuicios les impiden examinar imparcialmente los hechos y las razones y, en especial, por la tardanza en creer las Escrituras; en particular, las de los profetas. Si estuviésemos más familiarizados con las Sagradas Escrituras, con las instrucciones, los consejos y las exhortaciones que en ellas encontramos, no estaríamos expuestos a las perplejidades que con tanta frecuencia nos atormentan.

(B) Les muestra a continuación que Jesús debía entrar en la gloria a través de los padecimientos de su Pasión, y que no había otra alternativa en los designios de Dios: «¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas, y que entrara en su gloria?» (v. Luc 24:26). El «escándalo de la Cruz» era algo que los discípulos no podían digerir. Pero Él les muestra ahora dos cosas que ayudan a superar dicho «escándalo»: (a) «Era necesario que el Mesías padeciera estas cosas». Por consiguiente, sus padecimientos no eran una objeción contra su mesianidad, sino más bien una prueba contundente de la misma: No habría podido ser Salvador sin haber sido Sufriente. (b) «De este modo debía entrar en su gloria», como lo hizo por su resurrección y ascensión a los cielos. Se llama «su gloria»: la que había tenido junto al Padre desde antes de la fundación del mundo (v. Jua 17:5), pero ahora acrecentada por su obediencia hasta la muerte, y muerte de cruz (v. Flp 2:8-9). Con esto nos enseñaba que hemos de estar dispuestos a llevar, como Él la corona de espinas antes de llevar, con Él, la corona de gloria (1Pe 5:4).

(C) Les explicó después las Escrituras del Antiguo Testamento, y les mostró cómo se habían cumplido en Jesús de Nazaret (v. Luc 24:27): «Y comenzando desde Moisés y siguiendo por todos los profetas, se puso a explicarles en todas las Escrituras lo referente a Él». Les mostró así que los padecimientos sufridos por Él en aquellos días, eran el cumplimiento de las Escrituras. En todos los libros de la Biblia hallamos cosas referentes a Cristo; no se puede ir muy lejos en la lectura de la Palabra de Dios, sin topar con quien es la Palabra personal del Padre (Jua 1:1, Jua 1:14): alguna profecía, o promesa, oración o tipo; un hilo de oro en la gracia del Evangelio enhebra toda la trama del Antiguo Testamento. También se nos enseña aquí que las cosas referentes a Cristo deben ser explicadas. En el Antiguo Testamento aparecen oscuramente, conforme convenía a tal dispensación; pero ahora que el velo que las cubría ha sido removido, el Nuevo Testamento ilumina las revelaciones del Antiguo. Jesucristo mismo es el mejor expositor de las Escrituras, especialmente de las que le conciernen a Él. Al estudiar las Escrituras, debemos hacerlo con método, pues el foco de la revelación aumenta progresivamente desde el principio, y es conveniente observar cómo «Dios, habiendo hablado en muchos fragmentos (lit.) y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, al final de estos días (lit.) nos ha hablado en el Hijo» (Heb 1:1-2). Hay quienes estudian la Biblia y comienza por donde debían acabar, lo cual es desastroso.

IV. Finalmente vemos en qué forma se manifestó Jesús a estos dos discípulos. ¡Qué precio tan alto pagaríamos por tener una copia del mensaje que Cristo les predicó por el camino y de la exposición que les hizo de las Sagradas Escrituras! Los discípulos quedaron tan encantados con la plática de Jesús, que la jornada se les hizo demasiado corta; y así «llegaron a la aldea adonde iban» (v. Luc 24:28), es decir, a Emaús. Entonces:

1. Invitaron cortésmente a Jesús a que se quedara con ellos: «Él hizo como que iba más lejos». Nótese que no dijo que fuera más lejos, sino que aparentó como que iba a pasar de largo, y de largo habría pasado, si no le hubieran invitado a quedarse. Quienes deseen hospedar a Cristo, han de invitarle e importunarle a que se quede con ellos, pues con eso mostramos cuánto nos agrada y nos conviene su compañía. «Mas ellos le constriñeron diciendo: Quédate con nosotros, porque atardece, y el día ya ha declinado» (v. Luc 24:29). Los que han experimentado el gozo y el provecho de la comunión íntima con el Señor, no pueden menos de codiciar más su compañía y rogarle insistentemente que se quede con ellos, no sólo durante el día, sino especialmente al atardecer de la vida, cuando se alargan las sombras, y la cercanía de la noche, de la muerte (v. Jua 9:4), nos avisa de que debemos prepararnos para venir al encuentro de nuestro Dios (Amó 4:12).

2. Cristo aceptó la invitación: «Entró, pues, a quedarse con ellos» (v. Luc 24:29). Él ha prometido: «Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo» (Apo 3:20). Y, una vez que entró, luego se manifestó a ellos (vv. Luc 24:30-31). Podemos suponer que allí continuó la plática que había tenido con ellos durante el camino, mientras se preparaba la cena, lo cual se haría pronto para una mesa seguramente frugal. Pero todavía no le conocían, hasta que se dio a conocer a ellos mediante un gesto inconfundible: «Y aconteció que estando sentado con ellos a la mesa tomó el pan y lo bendijo; y partiéndolo, les dio» (v. Luc 24:30). Ya sea que la mansión fuera la propia casa de estos discípulos, o que se tratara de una especie de «pensión», como opinan algunos, lo cierto es que a estos discípulos hubo de extrañarles que este «forastero» hiciese de anfitrión y pronunciase la bendición que competía al que ocupaba la cabecera de la mesa. Como dice Lenski: «La imaginación ha convertido esto en el Sacramento. Un sacramento extraño, en verdad, interrumpido en su primer acto y nunca completado». En efecto, estos discípulos no habían asistido a la institución de la Cena del Señor en el Aposento Alto; por tanto, no podían interpretar en este sentido el partimiento del pan en las manos del Salvador. Fue, sin duda, su manera peculiar de hacer la bendición del pan lo que abrió los ojos de estos discípulos. Así, pues, esta cena no fue ni una cena milagrosa, como en la multiplicación de los panes, ni una cena «sacramental», como en la institución de la Cena, sino una cena ordinaria. La compañía de Jesús les duró así solamente lo que duró el partimiento del pan, pero con eso aprendemos que, cuandoquiera nos sentemos a comer pan, hemos de creer que el Señor es nuestro divino Huésped y que se halla a la cabecera de nuestra mesa; hemos de tomar los alimentos como bendecidos por su mano, comer y beber para su gloria, y contentarnos con gratitud con lo que Él haya provisto para nosotros. «Entonces les fueron abiertos los ojos [una vez más notamos que un poder divino les había velado los ojos] y le reconocieron» (v. Luc 24:31). Se disipó la neblina, se les retiró el velo, y ya no tuvieron dudas de que se hallaban ante su Maestro. Él pudo haber tomado la forma de otro; pero ningún otro podía haber tomado la forma de Él; por tanto, no había duda de que era Él. Véase cómo, por medio de su gracia y de su Espíritu, se nos da a conocer Jesús. La obra queda completa cuando se iluminan los ojos de nuestro corazón (Efe 1:18). Si tenemos la revelación del Hijo, pero carecemos de la iluminación del Espíritu, todavía estamos en la oscuridad.

3. Inmediatamente, Jesús desapareció de la vista de ellos (v. Luc 24:31. Lit. se volvió invisible para ellos). Tan pronto como ellos recibieron un rayo de luz de la gloria del Resucitado, Él se marchó no precisamente de la presencia de ellos, sino, como se advierte claramente en el original, de la vista de ellos. Podemos pensar que, de acuerdo con su estado glorioso, entró, por decirlo de algún modo, en otra dimensión. (Es opinión del que esto escribe que no es imposible la presencia física de Jesús a nuestro lado, aunque sea invisible a los ojos de la carne. Nota del traductor.)

V. En los versículos siguientes, tenemos la reflexión de estos dos discípulos sobre lo que acababa de acontecerles, así como el informe que de ello dieron a sus hermanos de Jerusalén.

1. La reflexión que cada uno de ellos expresó sobre el influjo que la conversación de Jesús había ejercido en ellos: «Y se dijeron el uno al otro: ¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros, mientras nos hablaba en el camino, cuando nos abría las Escrituras?» (v. Luc 24:32). Con esto vemos que no estaban revisando notas del sermón, sino recordando el fuego que ardía en el corazón de ellos cuando les explicaba las Escrituras. Hallaron poder en el mensaje, aun antes de reconocer al predicador. Les puso las cosas llanas y claras y, lo que es más, les metió en el alma un calor divino junto a la luz que iluminaba la mente de ellos. ¡Qué ejemplo para todo predicador del Evangelio! Ahora se percataban de que nadie, sino Jesús mismo, pudo ser el que les estuvo hablando durante todo el viaje. Véase aquí:

(A) Qué clase de predicación es la que puede hacer bien a los oyentes: una predicación llana y clara como la de Cristo, «mientras nos hablaba en el camino»; y bíblica: «cuando nos abría las Escrituras». Los ministros de Jesucristo deben hacer de la Biblia el tema de su predicación, para que la gente saque de la Escritura la fuente de su conocimiento y la fundación de su fe, así como la norma de su vida.

(B) Qué clase de atención al mensaje es la que da provecho a los oyentes: la que pone ascuas en el corazón, después de ponerlas en la cabeza (v. Rom 12:20). Cuando somos íntimamente afectados por las cosas de Dios, especialmente por el amor que mostró Cristo al morir por nosotros, y sentimos que nuestro corazón es atraído a amarle a Él en justa correspondencia, y resulta todo ello en santos deseos y devociones, y en firmes resoluciones de una conducta digna de un verdadero cristiano, entonces es cuando nuestro corazón arde dentro de nosotros.

2. El informe que llevaron a los hermanos que estaban en Jerusalén (v. Luc 24:33): «Levantándose en aquella misma hora …». Estaban de tal modo transportados de gozo por la manifestación que de Sí mismo les había hecho el Señor, que no pudieron terminar la cena, sino que, a pesar de lo intempestivo de la hora, regresaron a toda prisa a Jerusalén. Ahora que habían visto al Señor, ya no podían descansar mientras no hubiesen llevado a los discípulos las buenas noticias tanto para robustecer la fe de ellos como para consuelo de su espíritu atribulado. Es un deber para quienes han disfrutado de la manifestación del Señor hacer partícipes a otros de su experiencia. Estos discípulos estaban tan llenos de las cosas del Señor, que no podían contener el gozo que les embargaba y se veían constreñidos a compartirlo con sus hermanos en la fe. Y, a continuación vemos:

(A) Cómo les hallaron comentando otra prueba de la resurrección de Jesús. Allí estaban los once apóstoles reunidos, y otros hermanos con ellos, los cuales «decían: Ha resucitado el Señor verdaderamente, y se ha aparecido a Simón» (vv. Luc 24:33-34). Que se apareció a Pedro antes que a los demás discípulos se confirma en 1Co 15:5, donde dice Pablo: «y que se apareció a Cefas, y después a los doce» (nótese que el apóstol cita como número «cerrado» los «doce», aunque sólo hubo doce después de la elección de Matías). También vimos que el ángel ordenó a las mujeres que lo dijesen especialmente a Pedro (Mar 16:7), no precisamente por ser el «jefe» de la Iglesia, sino porque Pedro necesitaba más que los demás este consuelo, por haber negado al Maestro y estar, por consiguiente, desconsolado más que el resto pues no podría quitarse del pensamiento la idea de que, con aquellas negaciones, se había hecho indigno del apostolado. En esta perspectiva ha de leerse también Jua 21:15-17. Seguramente que el mismo Pedro habría referido a los demás esta visión del Señor, no para jactarse de ella, sino para confirmar la fe de los hermanos, los cuales hablan ahora llenos de exultación: «Ha resucitado el Señor verdaderamente, y se ha aparecido, no sólo a las mujeres, sino también a Simón».

(B) Cómo confirmaron el informe que recibían de los discípulos con el relato de lo que a ellos mismos les había sucedido: «Entonces ellos contaban las cosas que les habían acontecido en el camino, y cómo le habían reconocido al partir el pan» (v. Luc 24:35). Las palabras que el Señor les había hablado en el camino, son llamadas aquí «las cosas», porque las palabras de Dios no son meros términos gramaticales, sino realidades eficaces y llenas de contenido (comp. con Heb 4:12). Estas «cosas» nos acontecen muchas veces mientras vamos por el camino, divinas «casualidades», mejor llamadas «providencias», que nos salen al encuentro cuando menos las esperamos.

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