Mateo 14:22 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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Tenemos ahora el relato de otro milagro que Cristo obró para alivio de sus discípulos, cuando vino a ellos andando sobre el mar (v. Mat 14:25).

I. Después de alimentar a las multitudes, y mientras las despedía (v. Mat 14:22), Jesús obligó en seguida a sus discípulos a entrar en la barca e ir delante de Él a la otra orilla. Jua 6:15 nos da una razón específica por la que Jesús se dio prisa a marcharse en seguida de la multitud: Estaban tan afectadas por la señal que Jesús había hecho, que iban a venir para apoderarse de Él y hacerle rey. Como en otras ocasiones, Cristo no estaba dispuesto a dar pábulo a la falsa idea que la gente se había formado de Él, confundiendo los tiempos y las sazones (Hch 1:7).

1. Cristo despidió a la multitud después de saciarla y no cabe duda, con palabras de aliento, de consuelo y de amonestación.

2. Obligó a sus discípulos a entrar en la barca, porque mientras no se fuesen, sería difícil que la multitud se marchase. Es probable que ellos se mostrasen lentos en partir, y por eso les obligó en seguida a hacerlo.

II. Cristo se retiró a solas (v. Mat 14:23).

1. Subió al monte a solas. Con frecuencia iba en busca de la soledad, dándonos así ejemplo, pues no puede ser provechoso siervo de Dios en público quien no sabe buscar el rostro de Dios en privado. La soledad en comunión con Dios es el gran manantial de riquezas espirituales; quien no sabe estar solo, demuestra estar vacío. La gente confunde soledad con aislamiento. La presente inopia espiritual y humana se debe, en gran parte, a que casi todos buscan la compañía y el bullicio del mundo como compensación engañosa del gran vacío que sienten en su interior.

2. Subió a orar. Esa era su ocupación en la soledad. Lejos del mundanal ruido, cuando todo calla en derredor nuestro, antes de comenzar nuestro trabajo diario, o después de haberlo acabado, es el tiempo de entrar en el aposento y a puerta cerrada, orar al Padre que está en lo secreto (Mat 6:6), según la norma que Él mismo nos dejó. Cuando los discípulos se fueron al mar, Él se fue al monte a orar.

3. Allí estuvo por largo tiempo Él solo: Y cuando llegó la noche, estaba allí solo y, por el contexto, parece ser que estuvo así orando hasta la madrugada: hasta la cuarta vigilia de la noche (v. Mat 14:25). Llegó la noche, una tempestuosa noche, pero Él continuaba constante en la oración (Rom 12:12). Cuando el Señor ensancha nuestro corazón (Sal 119:32), es el tiempo de alargar nuestra oración.

III. La miserable situación en que se encontraban entonces los pobres discípulos: Y la barca estaba ya en medio del mar, azotada por las olas (v. Mat 14:24).

1. Habían llegado al centro del lago, donde las tormentas súbitas son frecuentes, como en esta ocasión. También el creyente suele disfrutar de buen tiempo al comienzo de su travesía espiritual, pero son frecuentes después las tormentas que hemos de arrostrar antes de llegar al puerto, a las playas de la eternidad. Tras períodos de calma son frecuentes los de tormenta.

2. Los discípulos estaban ahora en el lugar al que Jesús les había mandado; sin embargo, se encontraron con esta tormenta. No es cosa nueva para los discípulos de Cristo encontrarse con tormentas en el camino de su deber, y ser enviados al mar cuando el Maestro prevé la tempestad que se les avecina; pero, no lo tomemos a mal, pues el objetivo de Cristo es, en estos casos, manifestarse a los suyos con las gracias más admirables que les tiene reservadas para estas ocasiones.

3. Esto fue muy desalentador para los discípulos, ahora que no tenían consigo al Maestro, como lo habían tenido anteriormente en otra tormenta (Mat 8:23-27). Por aquí vemos que Jesús entrena primero a sus discípulos para menores dificultades, y después para mayores, a fin de enseñarnos gradualmente a vivir por fe.

4. Aunque el viento era contrario, y la barca estaba azotada por las olas, no se volvieron atrás, sino que se esforzaron por seguir adelante, ya que Jesús les había ordenado ir delante de Él a la otra orilla (v. Mat 14:22). Aunque las aflicciones y las dificultades puedan perturbarnos en el cumplimiento de nuestro deber, no debemos consentir que nos aparten de él.

IV. El auxilio que Cristo les presta en tal situación (v. Mat 14:25). Aquí tenemos un ejemplo más:

1. De su bondad, pues se fue hacia ellos, como quien se había percatado del caso y estaba preocupado por ellos. Cuando un creyente, o una iglesia, se encuentra en situación de extrema gravedad, llega la oportunidad (y hay que impetrarla en oración ferviente) de que Cristo le visite y se manifieste en favor de él.

2. De su poder, pues vino a ellos andando sobre el mar. Este es un ejemplo admirable del soberano dominio que Cristo ejerce sobre toda criatura. No necesitamos preguntar cómo lo hizo, nos basta con el hecho para reconocer su gran poder. Él puede emplear el medio que le plazca para salvar a los suyos de todo peligro.

V. Luego se nos refiere lo que pasó entre Cristo y sus discípulos cuando éstos le vieron acercarse. El episodio tiene dos momentos distintos:

1. Primero, con los discípulos en general. Aquí se nos narra:

(A) El miedo que les entró: Al verle andar sobre el mar, se turbaron y decían: ¡Es un fantasma! (v. Mat 14:26), cuando debieron decir: ¡Es el Señor! Pues no podía ser otro. Incluso las manifestaciones más claras del auxilio divino son a veces ocasión de susto y perplejidad para los hijos de Dios, ya que solemos asustarnos tanto más cuanto menos daño se nos hace. La aparición de un espíritu o lo que nuestra fantasía nos presenta como una aparición, no puede menos de asustar a cualquiera; pero cuanto más fervorosa sea nuestra comunión con el Padre de los espíritus, Dios, y cuanto más nos esforcemos en permanecer en su amor, mayor será la capacidad que poseeremos para superar esos temores. En medio de una tormenta, la cosa más insignificante contribuye a incrementar el miedo y producir sustos. El mayor peligro de las aflicciones exteriores reside en la fuerza que tienen para perturbarnos interiormente, ya que, al perder la serenidad, se pierde el control mental y el equilibrio emocional.

(B) La forma en que Cristo acalló los temores de ellos (v. Mat 14:27). Demoró su auxilio durante la tormenta, pero se apresuró a socorrerles cuando se asustaron, pues esto era más peligroso. La tormenta cesó de atemorizarles, cuando Él les habló diciendo: ¡Tened ánimo! Yo soy ¡No temáis! Les hizo rectificar su error sobre la aparición, al decirles: Yo soy. No necesitaba manifestarles su propio nombre, sino que bastaba con decir: Yo soy, pues ellos conocían su voz, ya que eran ovejas suyas (Jua 10:4), como le reconoció después por la voz María la Magdalena (Jua 20:16). Bastó para apaciguarles saber quién era el que habían visto. El conocimiento de la verdad, especialmente el conocimiento de Cristo, abre las puertas del consuelo y de la paz interior. Les anima a no temer, precisamente porque es Él. Si los discípulos de Cristo no aciertan a mantener el gozo durante una tormenta es culpa de ellos, pues deberían oír la voz de Cristo que les dice: ¡Tened ánimo! La frase ¡No temáis! tiene dos direcciones: (a) «No tengáis miedo de mí, ahora que sabéis que soy yo». Cristo nunca puede aterrorizar a quienes Él se manifiesta; cuando se le conoce bien, desaparece el temor (1Jn 4:18). (b) «No temáis la tempestad, los vientos y las olas; no temáis cuando estoy tan cerca de vosotros. Yo soy el que mayor interés tiene por vosotros, y no voy a consentir estar cerca de vosotros y ver cómo perecéis.» Nada puede aterrorizar a quienes tienen consigo a Cristo, y pueden decir: Yo soy de mi amado, y conmigo tiene su contentamiento (Cnt 7:10). Somos de Cristo; por tanto ni de la muerte hemos de aterrorizarnos, porque también la muerte es posesión nuestra, para que no nos domine (1Co 3:22-23).

2. Segundo, con Pedro en particular (vv. Mat 14:28-31). Vemos:

(A) El coraje de Pedro y la aprobación de Cristo:

(a) Muy atrevido fue Pedro, al aventurarse a ir hacia Cristo sobre las aguas (v. Mat 14:28): Señor, si eres tú, mándame ir a ti sobre las aguas. La osadía era el gran don de Pedro; y eso es lo que le hizo adelantarse a los demás en sus expresiones de amor a Cristo, aunque otros amaran a Cristo igualmente. Fue, en efecto, un ejemplo de su amor al Maestro el desear llegarse rápidamente a Él. En cuanto supo quién era, se sintió impaciente por estar a su lado. No le dijo: Mándame ir sobre las aguas, como si desease experimentar en sí mismo el milagro; sino: Mándame ir a ti, pues su deseo primordial era estar con Jesús. El amor verdadero capacita para atravesar, lo mismo por agua como por fuego, para llegarse a Cristo. Quienes deseen beneficiarse de Cristo como Salvador han de allegarse así a Él con fe. Si, por algún momento, parece que Jesús abandona a los suyos, es para que se le reciba con acrecentado amor. También es un ejemplo de precaución y de obediencia a la voluntad de Cristo, el decirle: Si eres tú, mándame ir a ti. Es prudente al pedir una garantía. Por eso, no le dice: Si eres tú, voy a ti. Los ánimos más osados deben esperar a recibir un claro llamamiento del Señor antes de lanzarse a tareas que comportan riesgos, ya que la precipitación en tales casos es señal de osada presunción más bien que de firme confianza. Es igualmente ejemplo de la fe y resolución de Pedro el aventurarse a lanzarse al agua cuando Cristo se lo mandó. ¿Qué dificultad o peligro podía resistir a una fe y a un amor así?

(b) Muy amable fue el Señor, al complacer a Pedro en la petición que éste le hizo (v. Mat 14:29). Cristo sabía que tal deseo nacía de su corazón que le amaba sinceramente, y tuvo a bien satisfacerlo; así lo hace también con todos los que le aman de veras, complaciéndose en las peticiones de ellos, aunque estén mezcladas con diversas debilidades, pues Él sabe sacar de todo el mejor partido posible. Le pidió el Señor que viniera hacia Él, dándole así a Pedro la garantía que éste deseaba, puesto que lo deseaba con firme resolución de poner toda su confianza en Cristo. Y así marchaba Pedro sobre las aguas con el poder de Cristo. Poseídos de este poder también nosotros podemos elevarnos del suelo y vernos libres del peso del mundo que tiende a hundirnos en sus atractivos: Esta es la victoria que vence de una vez al mundo, nuestra fe (1Jn 5:4). No había ningún peligro para Pedro andando sobre las aguas mientras tenía los ojos puestos en Jesús, pues allí estaban para sostenerle abajo los brazos eternos (Deu 33:27).

(B) La cobardía de Pedro, y el reproche que Jesús le dirigió, al mismo tiempo que acudía a socorrerle. (Cristo le pidió que fuese a Él sobre las aguas, no sólo para que experimentara el poder de Jesús al andar sobre ellas, sino también para que desconfiara de sí mismo al ver que comenzaba a hundirse bajo ellas.) Pedro tuvo miedo (v. Mat 14:30). La fe más fuerte y el coraje más bravo pueden sufrir depresiones de temor. Quienes pueden sinceramente confesar: Señor, creo, deben añadir: Señor, ven en ayuda de mi incredulidad (Mar 9:24).

(a) La causa de este miedo: Al percibir el fuerte viento. Mientras tuvo Pedro los ojos fijos en Cristo, en su poder y en su palabra, anduvo sobre las aguas sin peligro alguno; pero tan pronto como percibió el peligro del viento, le entró miedo y ya no se acordó del otro caso en que el viento y el mar habían obedecido a Cristo (Mat 8:27). Cuando nos fijamos en las dificultades con los ojos del cuerpo, más que en las promesas divinas con los ojos de la fe estamos en peligro de sucumbir atemorizados. Como alguien ha ilustrado sencillamente: Nunca veréis un ratón que se vuelva a mirar la escoba del ama de casa que le persigue, sino al agujero por donde pueda escapar.

(b) El efecto de este miedo: Comenzó a hundirse. Cuando la fe le sostenía, se mantuvo sobre el agua; pero, tan pronto como su fe vaciló, perdió el equilibrio. El hundimiento de nuestros espíritus se debe a la debilidad de nuestra fe: Somos guardados por el poder de Dios mediante la fe (1Pe 1:5). Fue gran misericordia de parte de Cristo que no le dejó hundirse al vacilar su fe, descendiendo a las profundidades como piedra (Éxo 15:5), sino que le dio tiempo para gritar: ¡Señor, sálvame! Tal es el cuidado que Cristo tiene de los suyos; los verdaderos creyentes, por débiles que sean, sólo comienzan a hundirse, nunca se hunden del todo.

(c) El remedio a que recurrió Pedro en este peligro: el antiguo, probado y bien experimentado remedio de la oración: ¡Señor, sálvame! Vemos primero: El modo de su oración: gritó, con tono ferviente y apremiante. Precisamente cuando nuestra fe se debilita, debe ser más fuerte nuestra plegaria; segundo: El objeto de su oración, que no pudo ser más apropiado para el peligro en que se encontraba: Gritó: ¡Señor, sálvame! Quienes deseen ser salvos no se han de contentar con llegarse a Cristo, sino invocarle a gritos para que les salve; pero no llegaremos a este punto de gritar, hasta que no nos sintamos hundidos, sólo una fuerte convicción de pecado puede conducir a un fuerte grito de socorro (v. Hch 16:30). Hay una leyenda india, según la cual, un joven pidió a Buda que le salvara. Buda le condujo al Ganges y lo sumergió hasta que, faltándole la respiración, procuró desasirse de las manos de Buda. Éste le preguntó: ¿Qué es lo que más deseabas cuando tenías la cabeza bajo el agua? Aire para respirar, contestó el joven. A lo que Buda replicó: Cuando desees la salvación con tanto afán como deseabas el aire, la tendrás.

(d) El gran favor que Cristo hizo a Pedro, cuando éste comenzaba a hundirse. Primeramente, lo salvó del peligro: Al momento Jesús, tendiéndole la mano, lo agarró (v. Mat 14:31). Nótese que el tiempo de Cristo para salvarnos es a la hora en que comenzamos a hundirnos; nos socorre en el punto crítico. La mano de Jesús está siempre extendida para socorrer a todos los creyentes y, así, impedir que se hundan. ¡No tengamos miedo! ¡Él sostendrá a los suyos! Después, le reprendió por su falta de fe: Le dijo: Hombre de poca fe! ¿Por qué dudaste? Cristo reprende y corrige a los que ama (Apo 3:19). Puede haber fe verdadera donde hay poca fe, pues lo que cuenta es, ante todo, la calidad, más que la cantidad, de la fe. Basta una fe tan pequeña como un grano de mostaza para mover montañas (Mat 17:20). Pedro tuvo bastante fe para hacerle andar sobre las aguas, pero no la suficiente para llegar hasta donde estaba Cristo. Todas nuestras dudas y temores que nos desalientan, se deben a la debilidad de nuestra fe; dudamos porque nuestra fe es poca (comp. Stg 1:6). Cuanto más creamos, menos dudaremos. Es cierto que Cristo no echa fuera de sí a los de poca fe, pero también es cierto que no se complace en la fe débil de los más cercanos a Él: «¿Por qué dudaste? ¿Qué razón había para ello?» No hay razón para que los discípulos de Jesús tengan una mentalidad perpleja, ni siquiera en medio de la tormenta, porque Él es siempre nuestra ayuda (Heb 13:6).

VI. Se calmó el viento (v. Mat 14:32), tan pronto como Jesús y Pedro subieron a la barca. Podía Jesús haber continuado andando sobre las aguas, pero prefirió entrar con Pedro en la barca para proporcionar a sus discípulos mayor tranquilidad. Cuando Cristo entra en un alma hace que cesen allí los vientos y las tempestades e impone su paz (Jua 14:27). Da la bienvenida a Jesús y verás qué pronto se acalla el ruido de las olas. El método mejor para permanecer tranquilos es reconocer que Él es Dios con nosotros (Isa 7:14).

VII. La adoración que le tributaron los que estaban en la barca: Vinieron y le adoraron, diciendo: Verdaderamente eres el Hijo de Dios (v. Mat 14:33). Dos bienes resultaron del apuro reciente y de la consiguiente liberación:

1. La fe de ellos en el Señor quedó robustecida. Progresaba el conocimiento que de Él tenían. Después que la fe pasa victoriosamente por una prueba, sale fortalecida mediante el ejercicio y se torna más activa. Entonces llega a la perfección de la seguridad y puede decir: ¡Verdaderamente!

2. Tuvieron la oportunidad de tributarle la gloria debida a su nombre: Le adoraron. Cuando el Señor manifiesta su gloria a favor nuestro, debemos retornársela dándole el debido honor (Sal 50:15). Expresaron su adoración y dijeron: Verdaderamente eres el Hijo de Dios. Quizás esta expresión no tenía aún el profundo sentido de Mat 16:16 pero nos muestra la adoración de los discípulos a Cristo como al Divino Liberador. Vemos, pues, que el objeto de nuestra fe debe ser también motivo de nuestra alabanza. La fe es la base genuina de nuestro culto, y el culto es el producto genuino de nuestra fe.

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