Mateo 16:13 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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Conversación privada que Cristo mantuvo con sus Apóstoles acerca de Sí mismo. Esto sucedió en la región de Cesarea de Filipo, pues en aquel rincón apartado, no había ocasión de que acudiesen a Él tantas gentes como en otros lugares, y esto le dio la oportunidad de tener con sus discípulos esta conversación privada.

I. Jesús comienza preguntándoles qué pensaba la gente acerca de Él: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre? (v. Mat 16:13).

1. Se llama a Sí mismo el Hijo del Hombre, es decir, el Mesías prometido, como se ve ya desde Dan 7:1-28 (v. Mat 8:20; Mat 9:6; Mat 12:8; Mat 13:41); era, pues, un título glorioso, aunque connotaba también el hecho de la Encarnación. Por otra parte, cuando Pablo habla de la humillación del Hijo de Dios al ser enviado a este mundo no le llama «el Hijo del Hombre», sino «nacido de mujer» (Gál 4:4) como los demás mortales (Job 14:1).

2. Investiga cuáles son los sentimientos del pueblo acerca de Él: ¿Quién dicen los hombres …? No pregunta: ¿Quién dicen los escribas y fariseos?, sino los hombres en general, la gente del pueblo a la cual los fariseos despreciaban (Jua 7:49); el vulgo conversaba con los discípulos con mayor familiaridad que con el Maestro y por eso, a través de ellos podía Jesús investigar mejor qué era lo que la gente decía de Él. Cristo aún no había declarado paladinamente quién era, sino que había dejado que la gente sacase las conclusiones pertinentes de las obras que hacía (Jua 10:24-25).

3. A esta pregunta, los discípulos responden: Unos, que Juan el Bautista, etc. (v. Mat 16:14). Vemos que había diferentes opiniones, pues la gente tiende a ver una misma cosa con «el color del cristal con que se mira». La verdad es una pero cada persona lleva dentro de sí la fuente de sus propios prejuicios; por eso, los juicios son equivocados. Al ser Jesús una persona que no podía pasar desapercibida, cada uno estaría dispuesto a expresar su opinión acerca de Él. Hay opiniones muy «honorables», que pueden estar lejos de la verdad. Cada día vemos que son muchos los millones de hombres que tienen a Jesucristo en alta estima, pero no le conocen según lo que la Palabra de Dios nos dice de Él. Toda esa gente pensaba que Jesús era uno de los profetas antiguos, resucitado, no reencarnado.

(A) Unos, que Juan el Bautista. Así pensaba Herodes (Mat 14:2), y quienes rodeaban al monarca estarían inclinados a pensar como él.

(B) Otros, que Elías; al interpretar, sin duda, de esta manera, la profecía de Mal 4:5: «He aquí que yo os enviaré el profeta Elías, antes que venga el día grande y terrible de Jehová» (comp. Isa 61:2).

(C) Y otros, que Jeremías, o alguno de los profetas. Esto demuestra qué idea tan alta tenían de los profetas. Antes que admitir que la persona que llevaba a cabo tan extraordinarias obras fuese Jesús de Nazaret, un paisano de ellos, preferían decir: «No es el Mesías, sino alguno de los profetas».

II. Después de oír de labios de los discípulos lo que la gente pensaba de Él, Jesús se dirige ahora enfáticamente a ellos y les dice: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? (v. Mat 16:15). Ellos tenían de Jesús mejor información que la gente del pueblo, por su continua convivencia con Él. Quienes saben de Cristo más que el común de las gentes, deberían ser consecuentes con ese conocimiento, y estar mejor dispuestos para dar de Jesús un testimonio convincente.

Los discípulos estaban estudiando con el Maestro a fin de ser aptos para instruir después a otros (2Ti 2:2) y, por eso, era necesario que ellos mismos tuviesen un conocimiento correcto de la verdad fundamental del cristianismo. Por eso es conveniente que cada uno de nosotros se haga a sí mismo, y con frecuencia, la misma pregunta: ¿Quién digo yo que es Jesús, y cómo lo confirmo con mi conducta? El estado espiritual de una persona depende de sus convicciones acerca de la persona y de la obra de nuestro Señor Jesucristo.

Bien, esa es la pregunta. Y a ella responde Pedro en nombre de los demás. Nótese que, cuando Jesús preguntó qué opinaba la gente, contestaron ellos, los discípulos en general; pero cuando les pregunta a ellos directamente, es Pedro el que toma la palabra, por su temperamento impulsivo, que le llevaba a expresar prontamente lo que pensaba ante las grandes preguntas, aunque no siempre respondiese correctamente. En todos los grupos de personas, suele haber alguien que destaca por su fervor y su osadía, y se adelanta a hablar antes que los demás. Tal era Pedro.

La respuesta de Pedro es corta, pero es completa, verdadera y oportuna: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente (v. Mat 16:16). Esta es la correcta conclusión a la que las palabras y las obras de Cristo conducían. La gente le llamaba profeta (Jua 6:14; Jua 9:17), pero los discípulos le reconocen como el Cristo, el Mesías o Ungido de Dios (Isa 61:1). Ya era gran cosa reconocer una dignidad tan grande en una persona cuyas apariencias externas eran tan contrarias a la idea que la gente tenía del Mesías. Él mismo se llamaba ahora «el Hijo del Hombre», pero Pedro reconoce en Él al Hijo del Dios vivo y verdadero. Confesémosle también nosotros de la misma manera, para compartir la misma bienaventuranza de Pedro. Observemos que Cristo aprueba la respuesta de Pedro (vv. Mat 16:17-19):

1. Como creyente (v. Mat 16:17). Cristo se muestra satisfecho con la respuesta de Pedro, tan clara y explícita y le dice de dónde le ha venido tan alto conocimiento. Era, sin duda, la primera vez que una confesión semejante tenía un acento tan claramente trinitario.

(A) Pedro era feliz por ello: Dichoso eres, Simón (en el orig. Simeón, como en otras ocasiones), hijo de Jonás (o, más probablemente, de Juan, a la vista del texto correcto de Jua 1:42; Jua 21:15). Pedro había nombrado al Padre de Cristo, y Cristo nombra al padre de Pedro. Tanto el significado de Jonás = paloma, como el de Juan = Dios agració, llevan su simbolismo, pues la paloma es símbolo del Espíritu Santo, el cual nos guía a toda verdad, y la gracia de Dios nos permite descubrir dicha verdad. Sin embargo la más apta consideración que se desprende del texto es la comparación del origen humano de Pedro, la cantera de la que había sido sacado = un origen común y vulgar, con la verdad tan alta que acababa de confesar, y que le prestaba una dignidad que no le venía por nacimiento, sino por el favor divino (Jua 1:13); era la libre y soberana gracia de Dios la que llenaba el foso entre su nacimiento vulgar y su noble confesión. Tras recordarle esto, Jesús le proclama bienaventurado, por la fe que había profesado. Los verdaderos creyentes son verdaderamente dichosos, pues aquellos a quienes Cristo llama bienaventurados, no pueden dejar de serlo. ¡Feliz de veras es el que tiene de Cristo un conocimiento correcto!

(B) Dios quedaba glorificado con ello: Porque no te lo reveló carne ni sangre. Esta luz no podía provenir del nacimiento ni de la educación, sino del Padre celestial. La fe salvífica es un don de Dios (Efe 2:8) y, por ello, dondequiera que esta fe se encuentre es obra de Dios. Pedro era pues dichoso porque el Padre celestial se lo había revelado. La dicha verdadera va ligada a la gracia y al favor de Dios, de modo que sólo es, en realidad, desdichado el que, por carecer de la gracia de Dios, es de veras desgraciado.

2. Como apóstol (vv. Mat 16:18-19). Cristo va a honrar a los discípulos y, en especial, a los ministros que así le honran. Las solemnes palabras de Jesús a Pedro, en respuesta al homenaje de pleitesía que éste le había tributado, son como la cédula regia, o carta constitucional divina, que ha de configurar el ser mismo de la Iglesia futura, que el tekton (albañil-carpintero) de Nazaret se dispone a constituir. En esta cédula regia podemos observar:

(A) La autoridad de quien la firma y sella: Y yo te digo (v. Mat 16:18). La cédula es puesta en las manos de Pedro de manos del Fundador y Cabeza de la Iglesia. La constitución de la Iglesia es puesta en manos de Pedro, como representante de una agencia cuyos objetivos se especifican aquí claramente, tanto como su permanencia.

(B) La mano del que edifica la Iglesia: Yo … edificaré mi Iglesia. Cristo es el arquitecto de su Iglesia. La construcción de la Iglesia es una obra que perdura hasta la consumación de los siglos (Mat 28:20) y Cristo usa a sus ministros como arquitectos subalternos que, con el poder y la gracia de Él, sobreedifican sobre el único fundamento (1Co 3:11.); por eso, han de mirar cómo edifican: si es sobre el verdadero fundamento, y si es con sólidos y valiosos materiales, o con algo que consume el fuego o se lleva el viento.

(C) El fundamento sobre el que edifica su Iglesia: Sobre esta roca. Jesús que había expuesto la parábola de Mat 7:24-27, no iba a edificar sobre arena, sino sobre roca, a fin de que su Iglesia resistiera todos los embates a lo largo de los siglos. ¿Quién es esta roca? Unas breves observaciones nos ayudarán a interpretar este controvertido pasaje: (a) No cabe duda de que Cristo, al hablar en arameo, repetiría dos veces la palabra Kefa, que proféticamente le había puesto como sobrenombre a Simón, hijo de Jonás la primera vez que le vio (Jua 1:42). Este sobrenombre expresaba una faceta de la persona de Pedro, en cuanto que, al confesar la divinidad del Señor, era, no sólo una piedra viva (1Pe 2:4-5), edificada sobre la piedra principal del ángulo (Efe 2:20; 1Pe 2:6), sino la «Roca-confesante». Sobre este Kefa (el primero) y sobre los demás apóstoles también, quedaría cimentada la Iglesia de Cristo (Efe 2:20; Apo 21:14), pero nótese que Cristo no dice: y sobre ti edificaré mi Iglesia, porque no era sobre su persona sino sobre la confesión que Pedro acababa de hacer, sobre lo que la Iglesia sería edificada; esto es evidente por lo que dice Cristo cinco versículos después, ya que llama a Pedro Satanás cuando, en vez de hablar según Dios, hablaba según los hombres, con el mismo método de Satanás, cuando éste trató de impedir que Cristo siguiese el plan que le había trazado el Padre (Mat 4:1-11). Resta decir que de este versículo no se puede deducir ningún primado de jurisdicción de Pedro todo el Nuevo Testamento está en contra de esto, sin olvidar 1Pe 5:1. ; menos aún, que fuese Pedro obispo de Roma (¿dónde estaba, cuando escribió Pablo a los romanos al ser así que el gran apóstol tenía mucho cuidado de no meterse en las labores de otros?) y menos todavía, que el actual obispo de Roma sea también Kefa «por sucesión apostólica», cuando lo es por una interminable sucesión de sofismas. Lo realmente bíblico es que la confesión de Pedro: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente (v. Mat 16:16) es, con la justificación por la fe el articulus stantis el cadentis Ecclesiae; el artículo de fe, con cuya afirmación o negación se alza o cae respectivamente la Iglesia porque el cristianismo es Cristo. Si Cristo no es el Hijo de Dios, el cristianismo es un puro engaño, si se quita esa piedra, todo el edificio se viene abajo.

(D) El edificio que Cristo construye es la Iglesia, su Iglesia; esta es la primera de las dos veces que Jesús la menciona (la otra es Mat 18:17, donde connota a la comunidad local) y, aquí significa la congregación de todos los verdaderos creyentes desde el día de Pentecostés por eso, Jesús habla en futuro , hasta el día en que venga a recogerla de este mundo (1Ts 4:17). La palabra griega ekklesía, que aparece en este versículo comporta un número indeterminado de personas, que han sido llamadas del mundo para que se separen de lo mundano y se consagren al Señor. No puede haber congregación (reunión de una grey) sin que haya antes segregación (separación de una grey). Pedro fue el principal ministro del Señor para formar la primera comunidad cristiana tanto de judíos (el día de Pentecostés; Hch 2:1-47), como de gentiles (en casa de Cornelio, Hch 10:1-48).

(E) Cristo hace una promesa respecto a la Iglesia que va a edificar: Las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. El sheol (en griego Hades) era el mundo subterráneo, lugar de las almas después de la muerte; sus «puertas» son como las fauces de un monstruo que se traga las cosas terrenales. Estas «fauces» no se tragarán a la Iglesia; siempre, hasta el fin de los siglos, habrá comunidades de verdaderos creyentes en este mundo. Este es el único sentido que concuerda con todo el contexto de la Palabra de Dios, y no se refiere en modo alguno a la futura resurrección gloriosa de los creyentes. En otras palabras, Cristo asegura la inmortalidad de la Iglesia, pero no su infalibilidad, ni siquiera su indefectibilidad como organización. Mientras el mundo permanezca, Cristo tendrá en él una Iglesia suya; no siempre ni en todas partes, tendrá el mismo nivel de pureza y esplendor, pero jamás desaparecerá del todo; podrá sufrir reveses en los particulares encuentros con el mal, pero, en la principal batalla, los verdaderos cristianos son siempre más que vencedores (Rom 8:37).

(F) A continuación, Cristo hace una promesa personal a Pedro (v. Mat 16:19), y después la extenderá al resto de los Apóstoles (Mat 18:18), aunque en este último caso, tiene más bien en cuenta el ejercicio de la disciplina en la comunidad local. A Pedro le dice aquí: Y a ti te daré las llaves del reino de los cielos. En Luc 11:52, Cristo habla de la llave del conocimiento que los intérpretes de la Ley tenían para abrir a otros el sentido de las Escrituras (Luc 24:32). Las llaves del reino de los cielos (no de la Iglesia) estuvieron en las manos de Pedro cuando éste, mediante la predicación de la Palabra al abrir las Escrituras con el poder del Espíritu hizo posible la entrada en el reino (v. Mat 3:2; Mat 4:17) a los que recibieron el mensaje, compungidos de arrepentimiento (Hch 2:37-41); igualmente a los gentiles (Hch 10:34-43).

(G) Finalmente, Cristo pone en manos de Pedro la llave de la disciplina, expresada bajo otra metáfora equivalente: Y todo lo que ates en la tierra, estará atado en los cielos; y todo lo que desates en la tierra, estará desatado en los cielos. Respecto de estos poderes, hemos de observar:

(a) Es Cristo quien los da, pues Él es el que nombra y da ministros a su Iglesia (Efe 4:11). Cristo faculta a sus ministros para predicar con poder y autoridad su Palabra, en tanto en cuanto ellos prediquen la Palabra de Cristo (Luc 10:16). Cuando un ministro fiel del Evangelio predica la Palabra de Dios, no hemos de fijarnos en su persona, sino en su mensaje; es un embajador en nombre de Cristo (2Co 5:20). ¡Escuchémosle!

(b) Son poderes para atar y desatar. Estos términos están tomados del argot rabínico y significan respectivamente prohibir y permitir (obligar y desligar). Como esto es extendido a los demás Apóstoles y, en general, a la Iglesia (Mat 18:18; Jua 20:23), entra dentro de la disciplina eclesiástica el derecho y el deber de admitir y excluir, ligar y desligar, de acuerdo con las claras enseñanzas del Nuevo Testamento (v. por ej. Hch 15:10; 1Co 5:4-13). No se trata, en modo alguno, de la llamada «absolución sacerdotal». Sólo Cristo puede dar la vida; sus ministros sólo pueden desatar al que ya está vivo (Jua 11:44). Los ministros de Cristo ejercen estos poderes de dos maneras: primera, mediante la predicación del Evangelio (llave del conocimiento), con la cual se abren las puertas del reino a los creyentes arrepentidos, y se cierran a los obstinados en su incredulidad (comp. Jua 8:24), segunda, mediante el aludido ejercicio de la disciplina (llave de la disciplina), pues abren la puerta de la iglesia local, por medio del bautismo, a quienes dan pruebas suficientes de una sincera conversión por los frutos que muestran; una vida nueva, y cierran legítimamente las puertas de la iglesia a los herejes y pecadores notorios, pues éstos no están aptamente dispuestos para la comunión en el Cuerpo de Cristo.

(c) En el ejercicio legítimo de estas llaves, la autoridad de la Iglesia está respaldada por la autoridad de Cristo mismo: el cielo da por atado o desatado lo que los ministros de Cristo aten o desaten en la tierra. Éste es el único sentido posible del texto, incluso desde el punto de vista gramatical; lo contrario equivaldría a conferir unas llaves fantasmagóricas y un poder de atar y desatar que sería nulo si los individuos estaban ya previamente atados o desatados. Sin embargo, esto no significa que la Iglesia sea infalible en la aplicación de estos poderes. Incluso los Apóstoles y evangelistas de la Iglesia primitiva se equivocaron dejándose llevar de las apariencias (basta con el caso de Simón Mago y el posterior de los falsos maestros, aun en tiempo del Apóstol Juan, 1Jn 2:19). Al fin y al cabo, sólo el Señor sabe los que son suyos (2Ti 2:19). No se habla de obrar infaliblemente, sino legítimamente; es decir, de acuerdo con la ley de Cristo, en la que los pastores son jueces, no legisladores; y el juez juzga iuxta allegata el probata = según los hechos alegados y probados, aunque se puede equivocar, puesto que, muchas veces, todas las pruebas parecen estar contra una persona que, en realidad, no es la que ha cometido el crimen. Pero lo que se exige del ministro de Dios es, no que sea infalible, sino que sea fiel (1Co 4:2), como quien ha de dar cuenta al que ve las intenciones de los corazones (1Co 4:5). De este modo, puede ocurrir, que alguien que ha sido excluido de la comunión, sea acogido por el Señor, o viceversa. Si esto sucede al menos que no sea por negligencia o mala voluntad de los que imponen la disciplina (v. Jua 9:35).

III. Como final de esta porción, hallamos el encargo que Cristo da a sus Apóstoles, de que guarden en secreto, de momento, la confesión de Pedro: Entonces mandó a sus discípulos que a nadie dijesen que Él era el Cristo (v. Mat 16:20). Las razones para obrar así son las mismas de siempre. En aquella sazón, era peligroso divulgar que Jesús era el Mesías, ya que la gente pensaba en un libertador politicorreligioso y eso habría suscitado el antagonismo declarado de los líderes judíos, del tetrarca y del mismo emperador. Cristo no quería que sus apóstoles predicasen esta verdad fundamental del cristianismo, hasta que el Espíritu Santo descendiese para confirmar la prueba maestra que el Señor mismo había prometido en la señal de Jonás: el hecho de la resurrección de Cristo (Hch 2:22-36). Cuando Cristo fue glorificado y el Espíritu descendió, entonces Pedro pudo proclamar desde las azoteas lo que había dicho en un rincón de Cesarea de Filipo. Era necesario para los predicadores mismos del Evangelio que fuesen equipados de antemano con el poder del Espíritu (Hch 1:8), para proclamar de un modo convincente algo de lo que ellos solos eran testigos (Hch 10:41). Esto debe servir de advertencia a todos los predicadores del Evangelio: Si no se cuenta con el poder de lo Alto mediante una comunión estrecha con el Señor, por mucho que el predicador gesticule, grite y agote todos los recursos oratorios humanos, será como bronce que resuena o címbalo que retiñe. Este peligro es mayor en los últimos tiempos, en que tantos cristianos profesantes no sufren la sana doctrina, sino que teniendo comezón de oír, acumularán para sí maestros conforme a sus propias concupiscencias (2Ti 4:3). ¿No lo palpamos los ministros de Dios en las mismas congregaciones? Prefieren la «cienciaficción» a la verdad desnuda de la cruz de Cristo y la santidad que ella comporta en la vida cristiana.

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