Mateo 21:23 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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Nuestro Señor Jesucristo (como después Pablo) predicó su Evangelio frente a mucha contención (comp. 1Co 11:16; Flp 1:16); ahora justamente antes de morir, lo vemos enzarzado en controversia. Los grandes contenciosos contra Él eran los principales sacerdotes y los ancianos del pueblo; es decir, los jefes de los respectivos tribunales judíos: los sacerdotes principales presidían en la corte religiosa, y los ancianos del pueblo en la civil. Éstos se unían en su ataque a Cristo, esperando sorprenderle en algo que le hiciese reo ante uno de los dos (o ambos) tribunales. Aquí les tenemos interrumpiéndole mientras enseñaba (v. Mat 21:23). Ni querían recibir instrucción de ellos, ni dejar que otros la recibieran.

I. Tan pronto como llegó a Jerusalén, fue Jesús al Templo aunque ya le habían afrentado el día anterior allí; se ponía así de nuevo en medio de sus enemigos, metiéndose, por decirlo así, en la misma boca del peligro.

II. Estaba enseñando allí. Había dicho que el Templo es casa de oración (v. Mat 21:13), y aquí le tenemos predicando. Orar y predicar deben ir juntos y ninguno de los dos debe usurpar el tiempo del otro. Para tener comunión íntima con el Señor, no sólo hemos de hablarle en oración, sino que también, y antes, hemos de escucharle en su Palabra, para ver lo que nos dice y lo que hemos de decir de Él a otros. En especial, los ministros del Señor han de dedicarse asiduamente a la oración y al ministerio de la palabra (Hch 6:4).

III. Cuando Cristo estaba enseñando al pueblo vinieron los principales sacerdotes y los ancianos del pueblo a pedirle que mostrase sus credenciales o autorización para ello. Con todo, del mal supo el Señor sacar bien, pues le dio ocasión de rechazar las objeciones que tenían contra Él; y cuando sus adversarios creyeron tener el poder suficiente para hacerle callar, fue Él quien con su sabiduría les hizo callar a ellos. Veamos:

1. Cómo le asaltaron con una insolente demanda: ¿Con qué autoridad haces estas cosas? ¿Y quién te dio esta autoridad? (v. Mat 21:23). Preguntan primero con qué clase de autoridad (lit.) hacía aquello, y después quién le había dado esa autoridad. Como dice Broadus: «Primero indagan la índole de la autoridad, y después preguntan su fuente». Si hubiesen tenido en cuenta sus milagros, y el poder que demostraba en ellos, no habrían tenido necesidad de hacer estas preguntas. Quienes toman sobre sí la tarea de ejercer alguna autoridad, es preciso que se formulen a sí mismos esta pregunta: «¿Quién me ha dado a mí esta autoridad?» Quienes corren antes de darles la señal, en vano se esfuerzan en llegar a la meta, pues correr antes de tener la garantía equivale a verse privados de las bendiciones que comporta. Cristo había demostrado de forma convincente que era un maestro enviado de Dios (Jua 3:2); sin embargo ahora cuando este punto estaba tan plenamente garantizado y clarificado, le vienen con esta pregunta: (A) Para hacer ostentación de la autoridad que tenían. Por eso le dicen: ¿Quién te dio esta autoridad? Con ello insinúan que no podía tener ninguna autoridad, porque no la había recibido de ellos. Es corriente entre los que más abusan de su poder, ser los más estrictos e insistentes en afirmarlo, y hacer ostentación de placer y regodeo en el ejercicio continuo de dicho poder, por muy aparente que sea este. (B) Para enzarzarle y tenderle una trampa: Si rehusaba contestar a estas preguntas podían decirle al pueblo que su silencio era la tácita confesión de usurpar un poder que no le competía; si decía que su autoridad venía de Dios, volverían a pedirle que les hiciera una señal del Cielo, o le acusarían de blasfemo por tomar en vano el nombre de Dios.

2. Cómo les respondió el Salvador, haciéndoles, a su vez, otra pregunta, con la que podía ayudarles a que ellos mismos contestaran a la suya propia: Yo también os haré una pregunta (v. Mat 21:24). Al declinar darles una respuesta directa, Jesús se evadía de la trampa y los metía a ellos en su misma trampa: El bautismo de Juan, ¿de dónde era? ¿Del cielo, o de los hombres? (v. Mat 21:25). Una de las dos cosas tenía que ser. Esta pregunta no era una mera evasiva; pues si se la contestaban, Él contestaría la de ellos. Si decían, contra su propia conciencia: De los hombres, era fácil replicarles: Bien, Juan no hizo ningún milagro (Jua 10:41) pero Cristo ha hecho muchos. Si decían, como era verdad: Del cielo, entonces se les podía recriminar por no haber escuchado al Bautista, pues éste había dado testimonio de Jesús. Si rehusaban dar respuesta, Cristo quedaba libre de darles explicaciones acerca de la autoridad con que hacía todas aquellas cosas, puesto que preguntaban llevados por el odio y la envidia, y llegaban al extremo de la obstinación en el prejuicio contra la evidencia más clara.

3. Cómo quedaron silenciados y confundidos con estas palabras de Jesús.

(A) Ellos entonces discutían entre sí; no para hallar la solución, sino para ver de salirse con la suya, y dejar en mal lugar a Cristo, y defender sus propios intereses: su prestigio ante el pueblo y su seguridad.

(a) Su prestigio, que correría peligro si reconocían que el bautismo de Juan era del Cielo, ordenado por Dios; porque entonces Cristo podía echarles en cara delante de la gente: ¿Por qué, pues, no le creísteis?

(b) Su seguridad, pues, si decían que el bautismo de Juan era de los hombres, cosa de propia iniciativa, sin llamamiento divino, temían al pueblo como ellos mismos dicen , porque todos tienen a Juan por profeta (v. Mat 21:26). Por aquí se ve: Primero: Que el pueblo abrigaba, acerca de Juan, sentimientos que los líderes no compartían. Este pueblo, del cual los líderes habían dicho que no conocía la ley y que eran unos malditos (Jua 7:49), parece ser que había recibido todas, o algunas, bendiciones del Evangelio. Segundo: Que los principales sacerdotes y los ancianos temían al pueblo, lo cual era una prueba de que no obraban como debían. Si hubiesen conservado su integridad y cumplido con su deber, habrían conservado su autoridad y no tendrían por qué temer al pueblo. Tercero: Que es corriente, especialmente, en el común de la gente, ser celosos por el honor de lo que consideran sagrado y divino. De ahí que las más aceradas discusiones han sido siempre acerca de las cosas santas. Esto es lo que expresa la frase latina: Odium theologicum = el odio teológico; es decir, el odio con que los teólogos se miran mutuamente, por el hecho de sostener opiniones encontradas acerca de las cosas de Dios. Aquí viene muy bien la consideración con que se abre el famoso libro atribuido a Tomás de Kempis, La Imitación de Cristo: «¿De qué te sirve discutir acerca de la Trinidad, si careces de humildad, por donde desagradas a la Trinidad?» Cuarto: Que los principales sacerdotes y los ancianos se guardaban de negar paladinamente la verdad no por temor de Dios, sino por temor a los hombres. Hay muchas personas que serían todavía peores de lo que son, si tuviesen el coraje necesario para ello.

(B) Cómo replicaron a Jesús, y abandonaron la discusión, pues confesaron: No lo sabemos (v. Mat 21:27). Podían haber dicho, si fuesen sinceros: No queremos decirlo. Pero aun así, ¡qué vergüenza tan grande para los grandes maestros de Israel! (comp. Jua 3:10). Al no querer confesar el conocimiento que tenían, se vieron constreñidos a confesar su ignorancia. Obsérvese, de paso, que al decir: No lo sabemos, decían una solemne mentira, porque bien sabían ellos que el bautismo de Juan era de Dios. Hay muchos que tienen más vergüenza de mentir que de cometer el pecado de mentir, y por eso, no tienen escrúpulos en callarse lo que saben que es falso según sus propios pensamientos, porque de esa manera nadie puede desaprobarlos en lo que se callan.

(C) De este modo, Cristo quedó incólume de la trampa en que habían intentado meterle, y se justificó al rehusar contestar a la pregunta que le habían hecho: Tampoco yo os digo con qué autoridad hago estas cosas. No merecían que Jesús continuase discutiendo con ellos acerca de su autoridad, pues personas de tal condición no se dejan convencer de la verdad. Los que detienen con injusticia la verdad (Rom 1:18), merecen que se les niegue el conocimiento de ulteriores verdades que vienen investigando: Quitadle, pues, el talento, y dádselo al que tiene diez (Mat 25:28). Los que no quieren ver, no podrán ver.

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