Mateo 27:33 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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Llegamos ahora a la crucifixión misma del Señor Jesús. Veamos:

I. El lugar donde le crucificaron.

1. Cuando llegaron a un lugar llamado Gólgota (v. Mat 27:33), cerca de Jerusalén, el cual era probablemente el lugar común de ejecución. En este lugar donde los mayores criminales eran sacrificados a la justicia del gobierno, fue sacrificado Jesús a la justicia de Dios. El nombre del lugar significa en arameo «calavera». Algunos han pensado que era un lugar donde echaban calaveras para denotar que era un cementerio, pero esto iba contra la ley de los judíos, que no permitía dejar al descubierto huesos humanos. Más bien, era, con toda probabilidad, un montículo en forma de un cráneo humano. De todos modos, el nombre es un buen símbolo del triunfo de Cristo sobre la muerte, al morir sobre el lugar de la Calavera.

2. Le crucificaron (v. Mat 27:35), en la forma que hemos explicado ya. Que el recuerdo de su crucifixión quede clavado en nuestra mente y en nuestro corazón, por los refinados sufrimientos que Jesús padeció por salvarnos de todo mal. Al ver la clase de muerte que por nosotros sufrió, podemos considerar la clase de amor que nos tuvo.

II. Como si la crucifixión no fuese de suyo una muerte horrible, añadieron a ella toda clase de tratos abusivos.

1. Le dieron a beber vinagre mezclado con hiel (v. Mat 27:34). Era costumbre dar a los ajusticiados una mezcla de vino e incienso, a fin de adormecerlos y que no sintiesen demasiado dolor por el suplicio. Pero en la copa que propinaron a Cristo, mezclaron el vinagre (o el vino, más probablemente) con hiel, para hacerlo más amargo. Lo probó, porque era amargo, pero no quiso beberlo, porque no quería adormecerse, sino sentir en toda su fiereza los tormentos de tal muerte, para sentir así más vivamente el aguijón de la muerte, y para que nosotros quedásemos con ello libres de todo lo que el pecado comporta.

2. Repartieron entre sí sus vestidos, echando suertes (v. Mat 27:35; v. Sal 22:18). Le habían desnudado previamente, exponiéndolo a la pública vergüenza, sin el paño que el decoro de pintores y escultores suele ponerle. Lo sufrió por nosotros, para que fuésemos vestidos de Su gloria. Los enemigos podrán despojarnos de los vestidos, pero no pueden despojarnos de nuestros mejores consuelos, pues no pueden arrebatarnos el manto de alabanza (Isa 61:3). Al ser cuatro los soldados que llevaron a cabo la ejecución hicieron cuatro partes del vestido exterior (v. Jua 19:23), pero no dividieron la túnica interior, porque, al ser sin costura (Jua 19:24), a ninguno le habría servido de nada. Así que echaron suertes sobre ella. Quizás oyó alguno de ellos que alguien había sido curado con sólo tocar la orla de Su manto, y pudieron pensar que aquellas ropas tendrían efectos mágicos. Sin embargo, lo más probable es que se atuviesen solamente a la costumbre común de repartirse los vestidos como propina por su trabajo. Con esto, se cumplía lo profetizado por David en el Sal 22:18: Repartieron entre sí mis vestidos, y sobre mi ropa echaron suertes. Así se despojó Jesús de Sus glorias, para repartirlas entre nosotros.

Después de esto, los soldados se sentaron y le guardaban allí (v. Mat 27:36). Su intención era, sin duda, vigilarle de cerca; el verbo griego es muy fuerte, pues indica una acción positiva para impedir que alguien se lo llevase (¿temían quizá que algún ser sobrenatural acudiese a rescatarle?) No necesitaba, en realidad, vigilancia, pues lo que le ataba a la cruz era Su amor hacia nosotros más que los clavos materiales con que le crucificaron. Además la Providencia de Dios dispuso que aquellos soldados se quedasen bien cerca del Señor, a fin de que fuesen testigos de las admirables lecciones que, desde aquella elevada y solemne cátedra, enseñó el Salvador y que obligaron al centurión a confesar: Verdaderamente, éste era Hijo de Dios (v. Mat 27:54).

3. El título que pusieron sobre Su cabeza (v. Mat 27:37). No sólo solía la causa de la ejecución ser proclamada verbalmente, sino también escrita sobre la cabeza del ajusticiado, para notificar el crimen por el que había sido llevado al patíbulo. En el caso de Jesús, el título era el siguiente, con base en los cuatro evangelios: Este es Jesús nazareno, el Rey de los judíos. Es curioso que, en Él, no se alega ningún crimen que hubiera cometido; tampoco se dice que Él pretendiese ser rey de los judíos; que fuera Jesús, el Dios Salvador, no era crimen, por cierto; que fuera Rey de los judíos tampoco era crimen, sino una gran verdad, pues se esperaba que el Cristo fuera el Rey de Israel. De modo que lo que se puso como causa de Su muerte, resultó ser un título de máxima gloria; con ello, se intimaba con toda claridad que era alguien a quien debieron someterse de buena voluntad en vez de darle muerte en medio de los mayores tormentos y de las más crueles afrentas. Pilato, el juez de aquel tribunal, lejos de acusar a Cristo como criminal, lo proclamó Rey, y eso por tres veces, pues el título estaba escrito en las tres grandes lenguas del Imperio (Jua 19:20): en hebreo, el idioma de la religión; en griego, el lenguaje de la cultura; y en latín, la lengua del poder. Con esto, Dios cumplía Sus propios objetivos, que sobrepasan con mucho a los de los hombres.

4. Los compañeros de suplicio (v. Mat 27:38): Entonces crucificaron con Él a dos ladrones, uno a la derecha y otro a la izquierda: al mismo tiempo, en el mismo lugar y bajo la misma guardia; dos salteadores, como dice literalmente el original. Es probable que este fuera el día fijado para que fuesen ajusticiados. Con todo, así se cumplía la profecía de Isa 53:12: «fue contado con los pecadores».

(A) Fue un baldón para Él ser crucificado con ellos, pues al participar de los sufrimientos de tan grandes criminales, es como si hubiera participado en sus grandes crímenes. Fue contado con los pecadores en Su muerte, para que nosotros seamos contados entre los santos en la vida eterna.

(B) Para mayor baldón, fue crucificado en medio de ellos (Jua 19:18 «y Jesús en medio»), como si fuese el peor de los tres, el malhechor principal, puesto que, donde hay tres, el medio es el lugar para el jefe y el campeón. Todas las circunstancias contribuyeron a Su deshonor, como si el gran Salvador fuese el gran pecador. También se le añadía, con esto, un gran tormento moral, pues estaba en posición apta para escuchar los quejidos, los estremecimientos y las blasfemias de estos malhechores. Pero así estaba cercano a las grandes miserias el que había venido a expiar los grandes pecados (v. Isa 53:4-5).

5. Las blasfemias y los denuestos con que le cargaron cuando pendía de la cruz. Podría pensarse que, después de crucificarle, ya no tenían nada que hacerle, pues ya habían hecho lo peor. Un hombre que muere de esta manera, aun cuando haya sido el más infame de los mortales, siempre merece nuestra compasión. Sin embargo, por lo que se ve, ni uno solo de los amigos que hacía pocos días gritábanle: Hosanna, se atreve ahora a mostrarle ninguna señal de respeto.

(A) La gente que pasaba por allí le denostaba (v. Mat 27:39). Su condición extrema y su paciencia suprema no les ablandaba el corazón. Los que, con sus gritos, habían exigido que se le crucificase, con sus denuestos parecían confirmar lo justo de la sentencia, cuando la falta absoluta de pruebas antes, y la digna majestad con que sufría ahora el suplicio, mostraban la tremenda injusticia de su condenación. Consideremos:

(a) Quiénes le denostaban: los que pasaban; los viandantes que pasaban por el camino cercano, y estaban imbuidos de los prejuicios que los principales sacerdotes, los escribas y los ancianos habían conseguido sembrar entre la multitud. Cosa difícil es tener buena opinión de personas a quienes todos parecen empeñados en difamar, ya que la gente se inclina a pensar y decir lo que los demás dicen y piensan, y a lanzar piedras contra el tejado más frágil.

(b) El gesto con que acompañaban sus denuestos: meneaban la cabeza, con gesto de burla (v. Sal 22:17), como si dijesen: ¡Por fin, has caído! ¡De poco te han valido los milagros que hacías!

(c) Los escarnios e improperios que le dirigían:

Primero, le echaban en cara que pretendía destruir el templo (v. Mat 27:40). Habían esparcido esta calumnia entre el pueblo para concitar contra Él el odio general, pues nada podía avivar tanto el odio contra Él como una pretensión semejante contra el lugar sagrado: «Tú que derribas el templo, ese vasto y fuerte edificio, prueba tus fuerzas para desclavarte y descender de la cruz, salvándote a ti mismo; si tanto es el poder de que te jactabas, ejercítalo ahora, pues este es el tiempo oportuno para demostrar tus fuerzas». Veían que fue crucificado en debilidad, sin percibir que vive por el poder de Dios (2Co 13:4).

Segundo, le echaban en cara el que se llamara el Hijo de Dios; «si lo eres, desciende de la cruz». Ahora emplean los mismos términos que el diablo usó cuando le tentó en el desierto (v. Mat 4:3, Mat 4:6): «si eres el Hijo de Dios …». Piensan que, ahora o nunca, debe demostrar que es el Hijo de Dios, y olvidan que lo había demostrado suficientemente con los milagros que había hecho, y rehusando esperar la suprema prueba que Él había profetizado: Su propia resurrección. Esto ocurre muchas veces por juzgar las cosas con el aspecto que presentan al presente, sin el debido recuerdo del pasado ni la paciente expectación de lo que está anunciado para el futuro.

(B) Por su parte, los principales sacerdotes, los escribas y los ancianos, no contentos con lo que habían conseguido del pueblo para que escarnecieran a Jesús, también ellos mismos le escarnecían (v. Mat 27:41). Deberían haber estado en el templo para cumplir con sus deberes religiosos, puesto que era el primer día de la fiesta de los panes sin levadura, pero estaban en el lugar de la ejecución escupiendo su veneno contra el Señor Jesús. Así se desacreditaron ellos para escarnecer a Cristo ¿y temeremos nosotros desacreditarnos uniéndonos al pueblo de Dios para honrarle?

Dos cosas le echaban en cara los principales sacerdotes y los ancianos:

(a) Que no podía salvarse a sí mismo (v. Mat 27:42). Primero, daban por supuesto que no podía salvarse a sí mismo y, por tanto, que no tenía el poder que se había atribuido, cuando la realidad es que no quería salvarse, sino morir para que nosotros pudiésemos ser salvos. Segundo, dan a entender que, puesto que ahora no podía salvarse a sí mismo, todas sus pretensiones de salvar a otros eran puro simulacro y mera ilusión. Tercero le echan en cara hacerse Rey de Israel. Mucha gente estaría satisfecha con el Rey de Israel, si descendiese de la cruz. Pero el asunto está zanjado: si no hay cruz, no hay Cristo ni hay corona. Quienes quieran reinar con Él, han de estar dispuestos a sufrir con Él, porque Cristo y Su cruz están juntamente clavados en este mundo. Cuarto, le retaban a que bajase de la cruz, pero Su amor inmutable le resolvía a quedarse arriba y le fortalecía para vencer esta tremenda tentación, de forma que no flaqueara ni se desanimase. Quinto, prometen que, si descendía de la cruz, creerían en Él. Pero, cuando anteriormente le habían pedido una señal, les respondió que la señal que les daría no consistiría en bajar de la cruz, sino, lo que era mucho más difícil, subir del sepulcro. Por otra parte prometerse que creerían en Él si aceptaba las condiciones que ellos le ponían, no sólo era un claro ejemplo de lo perverso y engañoso que es el corazón humano (Jer 17:9), sino también un pobre subterfugio de su perversa obstinación. El encuentro con Dios sólo puede realizarse en los términos que el mismo Dios propone; y si no se cree a la Palabra de Dios, tampoco se creerá ante el milagro más portentoso (v. Luc 16:31).

(b) Que Dios, Su Padre, no quería salvarle (v. Mat 27:43): Ha puesto su confianza en Dios; líbrele ahora si le quiere; porque ha dicho: Soy Hijo de Dios. En efecto, quienes llaman a Dios su Padre y, con ello, profesan ser Sus hijos, tienen puesta su confianza en Él (Sal 9:10). Con esto sugieren que se había engañado a sí mismo y había engañado a otros; porque, si hubiese sido el Hijo de Dios no habría sido abandonado a este miserable estado. Al hablar de este modo, intentaban: Primero vilipendiarle, y hacer creer a los que allí se hallaban que este Jesús era un engañador y un impostor. Segundo, aterrorizarle y conducirle a la desesperación y a la desconfianza en el amor y el poder del Padre.

(C) Para completar el cuadro de escarnio y humillación, lo mismo le injuriaban también los ladrones que estaban crucificados con Él (v. Mat 27:44). Ellos no recibían tales escarnios después de su crucifixión, como si fueran santos en comparación con Él; sin embargo, también ellos se unían al coro general de insultos. En Luc 23:39, leemos que uno de ellos le injuriaba diciendo: Si tú eres el Cristo sálvate a ti mismo y a nosotros, pero Mateo parece insinuar que, al principio, los dos le injuriaban. Esta injuria le venía a Cristo de quienes menos podría pensarse, viendo que estaban en el mismo suplicio.

Así pues, al haber tomado a su cargo el Señor Jesús satisfacer al honor de Dios por el deshonor que todos nosotros le hemos causado con nuestros pecados, sufrió en Su honor todos estos escarnios, sometiéndose a las mayores indignidades que pudo haber experimentado el peor de los hombres, por haber sido hecho pecado y maldición por nosotros los hombres (2Co 5:21; Gál 3:13).

III. Llegamos ahora al más extremado tormento que sufrió el Señor Jesús durante toda Su Pasión: el desamparo por parte de Su Padre, en medio de todas estas injurias e indignidades que sufría por parte de los hombres. Respecto a lo cual, obsérvese:

1. De qué forma fue simbolizado este desamparo: mediante un eclipse de sol completamente extraordinario y milagroso, por cuanto sucedió en luna llena, cuando es físicamente imposible que haya eclipse de sol. Este eclipse duró tres horas (v. Mat 27:45). La luz de una extraordinaria estrella anunció el nacimiento de Cristo (Mat 2:2); por eso, era apropiado que las tinieblas de un eclipse extraordinario notificasen Su muerte, ya que Él era la Luz del mundo. Este sorprendente eclipse tenía por objeto tapar las bocas de estos blasfemos que escarnecían a Cristo pendiente de la cruz. Aun cuando no se cambiaron sus corazones al menos enmudecieron sus bocas, perplejos ante lo que ocurría, hasta que, pasado el eclipse, endurecieron su corazón como Faraón en cada una de las plagas, para volver a sus escarnios, según da a entender el versículo Mat 27:47. Pero el principal objetivo de este eclipse era: (a) simbolizar el actual conflicto de Cristo con el poder de las tinieblas, venciéndolas en su propio terreno; (b) simbolizar también la oscuridad en que se hallaba su propio corazón ante el desamparo del Padre. Dios hace salir su sol sobre malos y buenos (Mat 5:45); sin embargo, retiró la luz del sol a Su propio Hijo, cuando fue hecho pecado por nosotros. Mientras la tierra le negaba una gota de agua, el cielo le negaba un rayo de luz. Al haber de sacarnos de las tinieblas a su luz admirable (1Pe 2:9), Él mismo en lo más profundo de Sus sufrimientos, hubo de andar en tinieblas, sin disfrutar de la luz de la comunión con Dios (comp. con 1Jn 1:5.). Durante las tres horas que duraron estas tinieblas, no leemos que pronunciase una sola palabra; la soledad era tan pavorosa y apabullante que, sólo después de emerger de las sombras, pudo pronunciar un grito de angustia.

2. Cómo se quejó de este desamparo (v. Mat 27:46): Cerca de la hora novena, a la hora precisa en que solía hacerse en el templo la oración principal de cada día (Hch 3:1), y en la penumbra que seguía a la gran crisis, Jesús gritó, diciendo: Dios mío, Dios mío, ¿a qué me has desamparado? Esto es lo que dice claramente el original, no ¿por qué? Cristo no se rebela contra el hecho, sino que interroga sobre el motivo. ¡Extraña queja, salida de la boca de nuestro Señor Jesús, en quien el Padre tenía siempre Su complacencia! Sí, el Padre le amaba, porque ponía Su vida por las ovejas (Jua 10:17); sin embargo, este Padre le abandonaba ¡en medio de Sus grandes sufrimientos! De seguro que jamás hubo una angustia tan profunda en toda la Historia de la Humanidad, pues nadie jamás ha podido sentirse tan desamparado y por un motivo tan grave. Observemos ahora:

(A) De dónde tomó tal queja: del Sal 22:1. Esta palabra, como aquella otra: «En tus manos encomiendo mi espíritu» están tomadas de los Salmos de David, para enseñarnos el uso que hemos de hacer de la Palabra de Dios para guiarnos en la oración y tener ayuda en nuestra debilidad (Rom 8:26).

(B) En qué tono la expresó: a gran voz, lo cual indica la extrema intensidad de su dolor y angustia, la fuerza que quedaba aún en su naturaleza, y el anhelo de su espíritu al expresarla.

(C) Cuál era la queja: Dios mío, Dios mío ¿a qué me has desamparado? El evangelista nos ha conservado las palabras mismas de Jesús en el arameo, con una ligera variación en el nombre de Dios, pues aquí está en hebreo, mientras que en Marcos aparece en arameo también: Elí, Elí, ¿lamá sabactani? El griego en que está, a continuación, traducida, matiza estupendamente el sentido del verbo al usar enkatélipes, que literalmente significa «abandonar, dejando a uno sujeto y encerrado», sin escape. No es extraña la admiración que transpiran las palabras del Apóstol, cuando dice en Flp 2:8 «obediente hasta la muerte ¡y muerte de cruz!»

(a) Nuestro Señor Jesucristo, en medio de Sus sufrimientos fue, por algún tiempo, desamparado por Su Padre. Así lo expresó Él mismo, para que no quedase duda alguna sobre el hecho. ¡Profundísimo misterio! Sin que el Padre cesase de amarle, ni Él al Padre, el Padre, con todo, le desamparó: le entregó en manos de Sus más crueles enemigos, y allí le dejó sin intentar librarle de tales manos. Ningún ángel fue enviado desde arriba para librarle, ningún amigo surgió desde abajo para aliviarle. Cuando su alma estuvo antes conturbada, oyó una voz del Cielo para confortarle (Jua 12:27-28) cuando, en Su agonía del huerto, se sintió triste y despavorido, apareció un ángel para darle fuerzas. Pero ahora no tenía ni lo uno ni lo otro. Dios ocultó completamente Su rostro de Él. ¿Por qué? Cristo estaba siendo hecho pecado y maldición por nosotros (2Co 5:21; Gál 3:13). ¡Nada menos que eso! Tengamos bien en claro que Jesucristo, en Su naturaleza humana, no sólo fue víctima por el pecado, no sólo pagó la pena por el pecado, sino que, sin culpa personal («no conoció pecado») sufrió en Sí el efecto directo e inmediato de la culpa: ¡la muerte espiritual, que consiste en la ausencia de la comunión con Dios! ¡El Infierno en su más íntima esencia! Dios el Padre le amaba como a Hijo, pero le odiaba como a Sustituto.

(b) Éste fue, como acabamos de insinuar, el más grave de todos los sufrimientos de Cristo, y por eso fue aquí donde pronunció su más dolorida queja. Hasta entonces, el Padre había estado cerca de Él; ahora se alejaba de Él, no física, sino moralmente. Ésta es la notable diferencia entre el abandono físico y el desamparo moral: la lejanía física es compatible con el consuelo moral, pero no hay nada que cause tanto dolor como la cercanía física sin consuelo, sin ayuda, sin amparo.

(c) Sin embargo, aun en medio de este extremo desamparo, todavía dice Cristo: «Dios mío, Dios mío; aunque me desamparaste, todavía eres mío». Sin esta profunda convicción, Jesús no habría podido seguir adelante en su resolución de no descender del madero; pero eso le animó a permanecer clavado hasta el final.

(D) Véase ahora cómo sus enemigos se mofaron impíamente de su dolorida queja (v. Mat 27:47): Algunos de los que estaban allí decían, al oírlo: A Elías llama éste. No es fácil determinar quiénes decían esto, si los soldados romanos o los judíos que presenciaban la escena. Lo primero es mucho más probable, tanto porque los soldados conocerían las expectaciones judías acerca de Elías, cuanto porque para el oído de un judío la primera vocal de Elí suena de un modo muy distinto de la de Elías. Esto nos lleva a pensar cuántas veces las objeciones contra la Palabra de Dios se deben a graves malentendidos. También deducimos de aquí lo natural que es el que las más piadosas prácticas de los mejores hombres sean ridiculizadas por los incrédulos burlones. Así pasó con las palabras de Jesús, a pesar de que jamás hombre alguno habló como este hombre (Jua 7:46).

IV. Veamos ahora el pobre consuelo que le fue concedido en Su agonía.

1. Uno de los que estaban allí corrió a ofrecerle una esponja empapada en vinagre (v. Mat 27:48). A pesar de todo, y al tener en cuenta el pretérito imperfecto, parece ser que un bondadoso soldado le dio misericordiosamente lo que se usaba como bebida refrescante. Jua 19:28 explica que le fue dada, después que Él dijo: Tengo sed. Antes había rehusado la pócima adormecedora, pero ahora recibió con agrado este ligero refresco, cuando estaba próximo a expirar.

2. Otros, por el contrario, continuaron con su propósito de mofarse y burlarse de Él: Deja, veamos si viene Elías a salvarle (v. Mat 27:49). «Deja, es decir, no le prestes ninguna ayuda ni consuelo; allá se las arregle él con Elías».

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