Mateo 7:21 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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Aquí tenemos la conclusión de este largo y excelente sermón cuyo objetivo es mostrar la indispensable necesidad de la obediencia a los mandatos de Jesús.

I. Cristo muestra, con una clara amonestación, que una profesión exterior de la religión, por muy notable que parezca, no nos llevará al Cielo, a no ser que se corresponda con una conducta consecuente (vv. Mat 7:21-23).

1. El Señor establece la siguiente norma: No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos … (v. Mat 7:21). No sirve confesar a Cristo como Señor nuestro, sólo de palabra y con la lengua, y dirigirnos a Él de esa manera, y profesar seguirle de ese modo. ¿Podemos imaginar que eso es suficiente para llevarnos al Cielo, o que el que conoce y demanda el corazón, se va a contentar con meras manifestaciones sin realidad interior? Los cumplimientos entre los hombres son reglas de urbanidad, correspondidas igualmente con cumplimientos; pero no se consideran como verdaderos servicios (incluso existe un refrán que dice: cumplimiento es cumplo y miento). Y ¿vamos a pensar que tales «cumplimientos» tengan algún valor para Cristo? Esto no nos debe impedir el invocar al Señor y dar testimonio valiente de Él, sino el quedarnos en la forma de piedad sin el poder (2Ti 3:5). Para nuestra felicidad es necesario hacer la voluntad de Cristo, que es hacer la voluntad del Padre que está en los cielos. ¿Y cuál es la voluntad del Padre? Que creamos en Cristo, que nos arrepintamos del pecado, que vivamos una vida santa, que nos amemos unos a otros. En una palabra, Su voluntad es nuestra santificación (1Ts 4:3). Decir y hacer son dos cosas distintas, que muchas veces no van juntas en la conducta humana: el que dijo: Sí, señor, voy, no movió un pie (Mat 21:30); pero Dios ha unido estas dos cosas en Su santo mandamiento ¡no las separe el hombre!

2. La apelación del hipócrita contra el rigor de esta ley, al ofrecer otras cosas en lugar de la obediencia (v. Mat 7:22). Señor Señor dicen importunándole y tomándose gran confianza al dirigirse a Cristo con ese nombre; Señor, ¿no sabes que, (A) profetizamos en tu nombre? Sí; puede que sea verdad; Balaam y Caifás fueron también impulsados a profetizar; y Saúl se encontró contra su voluntad entre los profetas; pero esto no les salvó. Estos profetizaron en Su nombre, pero Él no les envió; hicieron uso de Su nombre, y eso fue todo. (B) ¿Que en tu nombre echamos fuera demonios? También eso es posible. Judas echaba fuera demonios y, a pesar de eso, era hijo de perdición. Es posible que alguien eche demonios fuera de otros y, con todo, tenga dentro un demonio y hasta sea el mismo diablo. (C) ¿Que en tu nombre hicimos muchos milagros? Los dones de lenguas y de sanaciones pueden recomendar a una persona ante el mundo, pero es la genuina santidad la que es aceptada por Dios. La gracia y el amor son un camino más excelente que el trasladar montañas o hablar en lenguas humanas y angélicas (1Co 13:1-2). La gracia puede conducir al Cielo a una persona sin que obre milagros, pero el hacer milagros nunca llevará al Cielo a una persona sin gracia. No tenían muchas buenas obras a las que apelar; no habían hecho obras de piedad ni amor, pues una sola de ellas les habría servido mejor que los muchos milagros. El don de hacer milagros, como otros dones, han cesado ahora casi del todo, y ya no apelan a ellos hoy los hombres, pero, ¿no se empeñan todavía los corazones carnales en buscar otros pretextos igualmente débiles, con los que nutrir sus infundadas esperanzas? Guardémonos de descansar en privilegios y realizaciones exteriores, no sea que nos engañemos a nosotros mismos.

3. El rechazo, por frívola, de semejante apelación. El mismo que da la ley (v. Mat 7:21) es ahora el Juez de acuerdo con dicha ley (v. Mat 7:23): Nunca os conocí y, por consiguiente, apartaos de mí, hacedores de iniquidad. Obsérvase, (A) por qué, y sobre qué base, les rechaza a ellos y a sus apelaciones; porque son hacedores de iniquidad. Es posible que una persona tenga un gran nombre como persona piadosa y, con todo, sea hacedora de iniquidad. Tal persona recibirá una mayor condenación; (B) cómo lo expresa: Nunca os conocí. Eso insinúa que, si en algún tiempo les hubiese conocido, en la forma en que el Señor conoce los que son suyos, le hubieran ellos pertenecido y les hubiera Él amado, les habría conocido y amado y le habrían pertenecido hasta el fin; pero nunca les conoció, porque siempre conoció que eran hipócritas. Los que, en el servicio de Cristo, no van más lejos de una profesión externa, no le son aceptos ni los reconocerá como suyos en el gran día. ¡Véase desde qué ilusión tan alta pueden los hombres caer a una miseria tan honda! ¡Cómo pueden ir al Infierno a través de las puertas mismas del Cielo! En el tribunal de Dios, la profesión de religión no va a salvar a alguien que continúe en la práctica del pecado; por consiguiente, todo el que invoque el nombre de Cristo debe apartarse de toda iniquidad.

II. Jesús muestra, mediante una parábola, que el oír todas estas cosas no nos va a hacer dichosos, a no ser que pongamos empeño en ponerlas por obra; pero si las oímos y las ponemos por obra, seremos realmente dichosos (Jua 13:17).

1. Los oyentes de Jesús aparecen aquí divididos en dos grupos: unos que oyen y ponen en práctica lo que oyen; otros que oyen y no ponen por obra lo que oyen.

(A) Hay algunos que oyen las palabras de Cristo y las ponen por obra. ¡Demos gracias a Dios de que hay tales personas, aunque sean relativamente pocas! Oír a Cristo no consiste meramente en prestarle oídos, sino en obedecerle de corazón. Ya es un favor el oír sus palabras: Bienaventurados esos oídos (Mat 13:16, Mat 13:17). Pero, si no practicamos lo que oímos, estamos recibiendo la gracia de Dios en vano. Todas las palabras de Jesús, no sólo las leyes que nos ha dado sino las verdades que nos ha revelado, las hemos de poner por obra. No basta con oír las palabras de Cristo y entenderlas, oírlas y recordarlas, oírlas y hablar de ellas, repetirlas, discutirlas etc., sino que hemos de oírlas y hacerlas. Haz esto, y vivirás. Sólo los que oyen y hacen son dichosos (Luc 11:28; Jua 13:17) y de la familia de Cristo (Mat 12:50).

(B) Hay otros que oyen las palabras de Cristo y no las ponen por obra. La religión de estas personas se queda meramente en oír y no pasa más adelante. Oyen las palabras de Dios, como gente que hubiese hecho justicia, pero no las ponen por obra (Isa 58:2; Eze 33:30-31). Se siembra la semilla, pero no brota nada. Los que oyen las palabras de Cristo y no las ponen por obra es como si se sentasen a mitad de camino hacia el Cielo, y eso no les va a conducir a su destino dichoso.

2. Estos dos grupos de oyentes, y sus casos respectivos, quedan aquí representados en sus verdaderos caracteres bajo la comparación de dos edificadores: uno de ellos era prudente y edificó sobre roca; así que su casa resistió todos los embates. El otro era insensato y edificó sobre arena; así que su casa se derrumbó. El objetivo de esta parábola es enseñarnos que el único medio para asegurar una eternidad feliz es oír y poner por obra las palabras del Señor Jesús; eso es asegurarse la buena parte, sentándose a los pies de Jesús, como María, para oír Su palabra y someterse a ella. ¡Habla, Señor, que tu siervo escucha! Los detalles de esta parábola nos enseñan varias buenas lecciones: (A) Que cada uno tenemos que edificar una casa, y que esa casa es nuestra esperanza para el Cielo. Nuestra principal y constante preocupación debería ser afianzar nuestro llamamiento y nuestra elección (2Pe 1:10). Hay muchos que nunca se preocupan de esto; nada tan lejos de sus pensamientos; están edificando para este mundo como si hubiesen de vivir aquí siempre, y no piensan en edificar para el mundo venidero. Todos los que profesan una religión, preguntan de alguna manera: ¿Qué debo hacer para ser salvo? Es decir, cómo ir al Cielo finalmente, y tener entretanto una esperanza bien fundada para ello. (B) Que ha sido provista para nosotros una roca sobre la que podamos edificar dicha casa, y que esa roca es Cristo. Él es nuestra esperanza (1Ti 1:1).

Eso es Cristo en nosotros; debemos fundar nuestras esperanzas de gloria celestial sobre la plenitud de los méritos de Cristo para el perdón de nuestros pecados, el poder de Su Espíritu para la santificación personal, y la eficacia de su intercesión para el suministro de todo el bien que Él nos ha conseguido. La Iglesia está edificada sobre esta Roca, y así lo está todo creyente. Él es roca fuerte, estable e inamovible; bien podemos aventurarnos a colocar sobre ella todo cuanto somos y tenemos, y no quedaremos avergonzados de nuestra esperanza. (C) Que hay un remanente, personas que, al oír y practicar las palabras de Cristo, edifican sus esperanzas sobre esta Roca. Edifican sobre Cristo quienes se preocupan constantemente de someterse a todas las normas de Su santa religión, y así dependen enteramente de Él en cuanto a todo lo que reciben de Dios, así como en todo lo que son y hacen de aceptable a Dios, y tienen todas las cosas por basura, por pérdida, por amor de Cristo y para ganar a Cristo, siendo hallados en Él (Flp 3:7-9). Edificar sobre roca requiere cuidado esfuerzo y fatiga; quienes desean afianzar su llamamiento y elección han de poner diligencia. Son prudentes edificadores los que comienzan a edificar de tal forma que puedan acabar (Luc 14:30) y, por tanto, ponen buenos cimientos. (D) Que hay muchos que profesan abrigar la esperanza de ir al Cielo, pero menosprecian esta Roca, y edifican sus ilusiones sobre arena. Todo lo que no sea Cristo es arena movediza. Los hay que edifican sus esperanzas sobre la prosperidad material, como si eso fuera una señal segura del favor de Dios (Ose 12:8). Otros, sobre la profesión exterior de la religión. Se llaman cristianos, fueron bautizados, van a la iglesia, oyen la Palabra de Dios, dicen sus oraciones y no hacen daño a nadie; pero todo ello es arena, demasiado débil para sostener hasta el Cielo el elevado edificio de sus esperanzas. (E) Que se avecinan tormentas, las cuales pondrán a prueba el fundamento sobre el que están basadas nuestras esperanzas. Lluvias, vientos e inundaciones van a embestir contra la casa; a veces, la prueba acaece ya en este mundo; cuando viene la aflicción o la persecución por causa de la Palabra (Mat 13:21) entonces puede verse quiénes se limitaron a oír la Palabra y quiénes la pusieron por obra. Con todo, la mayor tormenta es la del juicio después de la muerte; será entonces cuando todo lo demás nos fallará, excepto las esperanzas colocadas sobre buen fundamento, las cuales se tornarán en disfrute inalienable de la gloria celestial y eterna. (F) Que las esperanzas edificadas sobre la Roca que es Cristo, se sostendrán firmes y sostendrán al edificador cuando venga la tormenta. Sus consuelos no decaerán, sino que le servirán de fuerza y de cántico, como ancla del alma, segura y firme. Cuando se aproxime el último encuentro, esas esperanzas le quitarán todo miedo a la muerte y al sepulcro, será aprobado por el Juez; aguantará la prueba del gran día; y será coronado de gloria imperecedera (2Co 1:12; 2Ti 4:7-8). (G) Que las esperanzas que los insensatos edificadores ponen sobre cualquier otra cosa que no sea Cristo, se derrumbarán y con toda certeza les fallarán en un día de tormenta. Se apoyará él en su casa, pero no permanecerá ella en pie (Job 8:15). Se va a derrumbar en la tormenta, cuando más la necesite él, pensando que con ella estaba bien guarecido. ¡Qué desilusión tan grande para el edificador! La pérdida y la vergüenza son muy grandes. Cuanto más altas había puesto sus esperanzas tanto más profunda ha sido su ruina. La ruina mayor es la que les espera a los falsos profesantes.

III. Los últimos dos versículos nos refieren las impresiones que el discurso de Cristo produjo en los oyentes. La gente se quedaba atónita de su doctrina; es de temer que pocos de ellos fueron impulsados por ello a seguirle; pero de momento, se llenaron de asombro. Es muy posible, y hasta frecuente, que la gente admire la buena predicación, y sin embargo, permanezca en su ignorancia e incredulidad; quedan atónitos, pero no santificados. La razón de su asombro era que les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas. Los escribas presumían de tener tanta autoridad como cualquier maestro, y tenían su apoyo en los privilegios y ventajas de que disfrutaban; pero hablaban como meros repetidores, como niños de escuela que repiten su lección, no como maestros de lo que enseñan; así que la Palabra no salía de ellos con vida ni fuerza alguna. En cambio, Cristo hablaba como un juez que da su sentencia; sus lecciones eran leyes; sus palabras, mandatos. Cristo, en la ladera de su monte, mostró una autoridad mucho mayor y más genuina que los escribas en la cátedra de Moisés. Así también, cuando Cristo enseña en nuestro corazón por medio de Su Espíritu, enseña con autoridad. Dice: ¡Sea la luz! y la luz es (Gén 1:3).

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