Mateo 9:18 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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Dos episodios históricos referidos conjuntamente: la resurrección de la hija de Jairo y la curación de la mujer que padecía flujo de sangre. Esto último es introducido como un paréntesis mientras el Señor se dirigía a casa de Jairo; pues los milagros de Cristo fluían de Él con tal exuberancia, que a veces se entretejían como plantas cuyas semillas se siembran con mucha prodigalidad. Es de notar que Jesús fue solicitado a obrar estos milagros precisamente mientras hablaba estas cosas que preceden (v. Mat 9:18), y constituyen así la mejor respuesta a las cavilaciones de los fariseos, así como una agradable interrupción puesta a la desagradable ocupación de discutir, la cual, aunque a veces es necesaria e inevitable, con gusto la dejará todo buen discípulo de Cristo para dedicarse a servir a Dios y hacer el bien a otros.

I. Se le acercó un dirigente de la sinagoga y se postró ante Él (v. Mat 9:18). ¿Acaso ha creído en Él alguno de los gobernantes? dirán los fariseos (Jua 7:48). Pues, sí; ahí tenéis uno. Este dirigente tenía una hijita de doce años; la muerte de esta niña que sería la alegría de la casa, fue ocasión de que este hombre se llegase a Cristo. En la aflicción hemos de acudir al Señor; la muerte de un familiar nos habría de conducir a Cristo, que es la vida. Obsérvese, respecto a este dirigente:

1. Su humildad al dirigirse a Cristo. Vino al Señor cuando se vio abrumado por el dolor. No es ninguna vergüenza para los más encopetados dirigentes el acudir personalmente a Jesucristo. Este dirigente se postró ante Jesús; es decir, le adoró. Quienes deseen recibir de Cristo su favor, deben dar a Cristo su honor.

2. Su fe en esta ocasión: Mi hija acaba de morir. En esta frase expresa Mateo el episodio cuyos detalles aparecen con mayor distinción en Marcos y Lucas. Aunque cualquier otro médico habría llegado ya demasiado tarde, este hombre creía que Jesús nunca llegaba demasiado tarde, porque Él es médico después de la muerte, pues es la resurrección y la vida. «Ven y pon tu mano sobre ella, y vivirá» añade . Esto estaba totalmente fuera de los poderes de la naturaleza, pero dentro de los poderes de Cristo, que tiene vida en sí mismo y da vida a los que quiere (Jua 5:21, Jua 5:26). No podemos atrevernos hoy a ir al Señor con una petición semejante. Mientras hay vida, hay esperanza y lugar para una oración similar; pero cuando alguno de nuestros allegados muere, el caso está ya determinado. Sin embargo cuando Jesús estaba en este mundo y obraba toda clase de milagros, una confianza tal, no sólo era permitida, sino también recomendable.

II. Cristo se mostró inmediatamente dispuesto a acceder al ruego de este hombre: Se levantó Jesús, y le siguió con sus discípulos (v. Mat 9:19). No sólo estaba dispuesto a concederle lo que deseaba y resucitar a su hija, sino también a complacerle, yendo a su casa para realizar el milagro. Seguramente que nunca dijo a la descendencia de Jacob: En vano me buscáis (Isa 45:19). Y obsérvese que, cuando Jesús le siguió, también lo hicieron sus discípulos, a quienes había escogido por compañeros constantes; no lo hizo por pompa o para ser más visto, sino para que fuesen testigos de Sus milagros quienes habían de ser después predicadores de Su doctrina.

III. La curación de la pobre mujer con flujo de sangre. La llamo «pobre mujer», no sólo porque su caso era digno de compasión, sino porque, aunque había tenido algunos bienes de este mundo, había gastado todos sus bienes, a manos de médicos, sin provecho alguno (Mar 5:26), de modo que su miserable condición se veía doblemente agravada, puesto que se había empobrecido por ver si encontraba remedio para su enfermedad y, además, no había encontrado alivio a pesar de tanto dispendio. Esta mujer estaba enferma de flujo de sangre desde hacía doce años (v. Mat 9:20) y, por si fuera poco, esta enfermedad, además de tanto gasto sin ningún alivio, la hacía ceremonialmente inmunda, con lo que quedaba excluida de los atrios de la casa de Dios; pero eso no la excluyó de la proximidad del Señor Jesús: se encomendó al poder de Cristo y recibió de Él la tan deseada curación.

1. La gran fe que esta mujer depositó en la persona y en el poder de Cristo. Su enfermedad era de tal naturaleza, que su modestia no le permitía hablarle a Cristo públicamente para rogarle que la sanase de ella, como lo hacían otras personas pero creía firmemente que el Señor tenía una plenitud tan abundante de poder curativo, que con sólo tocar el borde de su manto le bastaría para quedar sana. Quizás, en esto, se mezclaba un tanto la fantasía con la fe, pues no había precedente, que se sepa, de esta clase de sanación por parte de Jesús. Pero Cristo no se fijó en la pequeñez de su conocimiento, sino en la fuerza y sinceridad de su fe. En efecto, hay una virtud especial en todo lo que pertenece a Cristo; está tan lleno de gracia, que de su plenitud todos hemos recibido (Jua 1:16).

2. El gran favor de Cristo a esta mujer; no dejó sin efecto sus influjos curativos, sino que permitió que esta tímida mujer le robara, por así decir, una curación de la que nadie más se enteró, aunque ella no pudo pensar que a Jesús le fuese a pasar desapercibida. Ahora ya quedaba satisfecha y dispuesta a marcharse, puesto que ya había obtenido lo que deseaba, pero Cristo no quería dejarla marchar así; los triunfos de su fe debían servir para su honor y alabanza; así, pues, se volvió hacia ella después de descubrir dónde se hallaba (v. Mat 9:22). Es un gran consuelo para los creyentes humildes, que aunque pasen desapercibidos para los hombres, son conocidos de Cristo, quien ve lo más secreto del corazón, tanto en los pensamientos como en los deseos. Así, pues, Jesús, al curar a esta mujer:

(A) Puso alegría en su corazón, al decirle: Ten ánimo, hija. Ella temía ser reprendida por acercarse clandestinamente pero fue animada. La llama hija hablándole con la ternura de un padre, como había hecho con el paralítico (v. Mat 9:2), a quien llamó hijo. La exhorta a que tenga ánimo y, al decirlo, le da ánimo así como con sus palabras de sanación, daba también la sanación.

(B) Puso honor en su fe. Esta gracia da a Cristo más honor que las demás y, por eso, Él le concede también mayor honor: Tu fe te ha sanado (o salvado). Esta mujer tenía más fe que la que ella misma pensaba. Fue curada también espiritualmente, pues la curación que fue efectuada en ella es el fruto y el efecto propio de la fe, el perdón del pecado y la obra de la gracia. Su sanación corporal fue el fruto de la fe, de su fe, y eso hacía que su curación fuese de veras dichosa y consoladora. Los posesos de los que Cristo arrojó los demonios, fueron ayudados por el poder soberano de Cristo; algunas personas fueron ayudadas por la fe de otras (v. Mat 9:2); pero, en fin de cuentas, es tu fe la que te ha salvado.

IV. El estado en que encontró Jesús la casa del dirigente (v. Mat 9:23): Vio a los que tocaban flautas, y la gente que hacía alboroto. La casa estaba llena de confusión y desorden; esto es lo que la muerte produce cuando llega a una casa; y quizá las urgencias que surgen en tales momentos, cuando nuestro difunto tiene que ser convenientemente preparado para la sepultura, son de cierta utilidad para distraernos de la pena que tiende a apoderarse de nosotros y dominarnos por completo. Los vecinos irían acudiendo para expresar a la familia su dolencia por la pérdida del ser querido, para consolar a los padres y para ayudar en los preparativos del funeral, el cual, entre los judíos, no se demoraba mucho. Allí se encontraban también los músicos, siguiendo costumbres paganas, con sus tonadas tristes y melancólicas, propias para aumentar la pena y suscitar las lamentaciones de los asistentes. Cuando se trataba de gente rica, como lo sería la familia de este dirigente, se pagaba a músicos que incitasen a la lamentación; como se pagaba (y aún se paga en algunos lugares) a plañideras alquiladas para este fin. Lo falso de estas lamentaciones se echa de ver cuando notamos cuán deprisa se convierte el llanto en risa (v. Mat 9:24). Lo cierto es que estas señales de dolor eran propias de los que no tienen esperanza (1Ts 4:13). Por aquí se ve que la verdadera religión administra estimulantes, mientras que la irreligión administra corrosivos deprimentes. El paganismo tiende a agravar el dolor que el cristianismo ayuda a suavizar. Los padres, que eran los más directamente afectados por la pérdida, se mantenían en silencio, mientras que la gente y los músicos, cuyas lamentaciones eran forzadas, hacían tanto alboroto. La pena más ruidosa no siempre es la más profunda, los ríos más someros son los que más ruido hacen. El dolor más sincero escapa de ordinario a la observación ajena.

V. La reprensión que Jesús dio a este alboroto y desorden (v. Mat 9:24): Retiraos. Nótese que, a menudo, cuando prevalece la tristeza del mundo (2Co 7:10), es difícil que entre Cristo con sus consuelos celestiales. Quienes se endurecen en su dolor y, como Raquel, rehúsan ser consolados, deberían escuchar a Cristo que dice a sus pensamientos inquietantes: Retiraos. Y a continuación expresa la razón por la que no deberían acongojarse ni inquietarse mutuamente: La niña no está muerta, sino que duerme. 1. Esto era especialmente verdadero en el caso de esta niña, pues inmediatamente iba a ser despertada a la vida; sí que estaba realmente muerta, pero no para Cristo, quien sabía muy bien lo que quería y podía hacer. Esta muerte tenía tan poca continuidad, que bien podía ser comparada al sueño, a un pequeño descanso nocturno. 2. En cierto sentido, eso es también cierto respecto a los que mueren en el Señor (Apo 14:13). (A) La muerte es un sueño. Todas las gentes, y en todas las lenguas, se han puesto de acuerdo en llamarla así, quizá para suavizar el pensamiento de una realidad tan temible y, al mismo tiempo, tan inevitable, y acostumbrarse mejor a ella. Pero no es un sueño del alma, pues la actividad de esta no cesa, sino del cuerpo, que yace en el sepulcro, quieto y silencioso. El sueño es como una muerte breve y la muerte es como un largo sueño. Es, sobre todo, la muerte de los justos la que, de manera especial, es de considerar como un sueño (Isa 57:2), pues ellos duermen en Jesús (1Ts 4:14); más aún, no sólo la vida, sino también la muerte de sus santos es estimada a los ojos de Jehová (Sal 116:15). No es extraño que así sea, pues Pablo enumera entre las posesiones del creyente ¡la muerte! (1Co 3:22), ya que, por ella, no sólo descansan de sus trabajos (Apo 14:13), sino que descansan en la gloriosa esperanza de despertar alegres en la dichosa mañana de la futura resurrección, cuando surgirán a una vida que no tendrá ya fin jamás. (B) Estas consideraciones deben servir para moderar el dolor que sintamos en la muerte de nuestros seres queridos. No digamos que los hemos perdido, sino que han arribado antes que nosotros a las playas de una eternidad feliz. Por eso, el Apóstol define como un absurdo el pensamiento de que los que durmieron en Cristo, hayan perecido (1Co 15:18).

Ahora bien, ¿podría alguien imaginarse que una palabra tan consoladora como esta, salida de los labios de nuestro Salvador, fuese ridiculizada como lo fue? Y se burlaban de Él. Es propio de la incredulidad el burlarse de los dichos y de los hechos del Señor, pues no los puede entender (v. 1Co 2:14). Nosotros debemos adorar en silencio el misterio de las palabras y de los hechos de Dios que escapan a nuestra inteligencia limitada; será un buen ejercicio de humildad, especialmente cuando confiamos demasiado en nuestros propios conocimientos. Añadamos que, a pesar de todo, esta burla que del Señor hacían venía a confirmar la realidad del milagro, pues si la niña no hubiese estado realmente muerta, no habría tenido la gente por qué burlarse de las palabras del Señor.

VI. La resurrección de la niña por el poder de Cristo (v. Mat 9:25). La gente fue echada fuera. Los burladores que se ríen de lo que ven y oyen sin comprenderlo, no son aptos para ser testigos de las maravillosas obras del Señor, la gloria de las cuales no está en que sean pomposas, sino poderosas. Entonces Cristo entró y tomó de la mano a la niña, como para despertarla y ayudarla a levantarse. El sumo sacerdote, que era tipo de Cristo, no podía acercarse a un cadáver (Lev 21:10-11), pero Cristo tocó a la difunta. Comoquiera que tiene poder para resucitar a los muertos está inmune de toda infección y contaminación de parte de un cadáver y, por eso, no estaba temeroso de su contacto. Tomó de la mano a la niña, y ella se levantó. Así con un simple contacto tan fácil y tan efectivo se llevó a cabo el milagro. Las almas en estado de muerte espiritual tampoco se levantan a una nueva vida, a menos que Cristo las tome de la mano por medio del Espíritu Santo, el dedo de Dios. Sin esta ayuda quedarían para siempre muertas en sus delitos y pecados

VII. La publicidad que adquirió este milagro, aunque fue llevado a cabo en privado: Y se difundió esta noticia por toda aquella tierra (v. Mat 9:26); este hecho se convirtió en el comentario de toda la gente. Desgraciadamente, las obras de Cristo son objeto de conversación más bien que de imitación y de aplicación personal. Aunque nosotros estamos muy lejos, en el tiempo, de estos milagros de Jesús, hemos de consolarnos con la palabra que Él dijo: Dichosos los que no vieron, y creyeron (Jua 20:29).

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