Romanos 7:7 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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Estos versículos son considerados como una de las porciones más difíciles de las Escrituras Sagradas. Las múltiples interpretaciones que se han dado de este pasaje pueden reducirse a tres: 1) Pablo hace una especie de historia de la humanidad pecadora, desde el estado de inocencia (o desde la caída de Adán, según otros) hasta la redención llevada a cabo por Cristo. Es la opinión preferida por los católicos, con la excepción de grandes eruditos como Prat y Cornely. 2) Pablo se refiere a sí mismo (o, en general, al judío, según otros), antes de su conversión, esforzándose por cumplir la Ley, pero sin lograrlo. El versículo Rom 7:9 significaría la llegada del niño israelita al uso de razón. Es la opinión de Prat, Cornely (que invoca a su favor a S. Agustín y a S. Jerónimo) y de otros muchos católicos. 3) Pablo se refiere a sí mismo (aunque su caso puede extenderse a todo creyente), ya convertido, pero en su lucha trágica, por medio de sus fuerzas naturales, con las demandas de la Ley, las cuales sólo se pueden satisfacer con la gracia de Dios (vv. Rom 7:24, Rom 7:25) y por el poder del Espíritu Santo (Rom 8:2.). El versículo clave es el versículo Rom 7:9, bien entendido, pues él explica todo lo que sigue y da su base a esta tercera opinión, la única que hace justicia al texto sagrado.

1. Como Pablo había dicho (v. Rom 7:5) que la Ley era la instigadora de la concupiscencia, se pregunta ahora (v. Rom 7:7), de modo similar a como lo ha hecho en otros pasajes de la Epístola: «¿Qué diremos, pues? ¿Es pecado la Ley?» Y, con la misma expresión de otras veces, responde como indignado: «¡De ninguna manera!» ¿Cómo podría ser pecado una Ley dada por el mismo Dios? En los versículos Rom 7:7-14, Pablo muestra:

(A) La gran excelencia de la Ley en sí misma (v. Rom 7:12): «La ley es santa, y el mandamiento (es) santo, justo y bueno». Las leyes reflejan la calidad y el carácter del legislador. Dios, el dador de la Ley, es santo, justo y bueno; por tanto, sus mandamientos reflejan estas perfecciones de Dios. «La ley es espiritual», no sólo porque llega hasta el espíritu, sino, principalmente, porque es un freno contra las tendencias pecaminosas de la carne.

(B) La función beneficiosa de la Ley al descubrir el pecado que existe en el interior del hombre (v. Rom 7:7): «Yo no conocí el pecado sino por la ley; porque tampoco habría sabido lo que es la concupiscencia, si la ley no dijera: No codiciarás». Así como sólo lo recto descubre lo torcido, así también sólo mediante el conocimiento de la ley puede llegarse a un conocimiento, a una convicción de pecado, que pueda conducir al arrepentimiento y a la conversión. Nótese que el apóstol cita de Éxo 20:17 el último de los preceptos del Decálogo, que es el que tiene que ver con los malos deseos del corazón; estos deseos son los que prestan su malicia específica a los actos externos. De ahí, la insistencia de Jesús en el pecado «interior» en el Sermón del monte (Mat 5:17.); de ahí, el fracaso del joven rico (Mat 19:20-22); de ahí, el fracaso del fariseo Saúlo, intachable (Flp 3:6) en su cumplimiento exterior de la Ley, bien aprendida a los pies de Gamaliel, por lo que «vivía en aquel tiempo sin la ley» (v. Rom 7:9), no sin la letra de la Ley, sino sin que el espíritu de la Ley (conforme se halla en el décimo mandamiento) le hubiese llegado al corazón. El fariseo Saulo se sentía tan bueno y tan complacido en su propia justicia como el fariseo de la parábola en Luc 18:11, Luc 18:12. Tenía la cáscara de la Ley, pero no el fruto. Mas, «al venir el mandamiento (v. Rom 7:9), añade Pablo (no a sus ojos, sino a su espíritu), el pecado revivió; ya existía, pero no salía a la luz, como no se descubre el polvo de una habitación hasta que le da el sol de lleno; y yo morí». ¿Acaso estaba vivo espiritualmente antes de llegarle al corazón el mandamiento? ¡No, por cierto! Para entender este «morí» (muerte ejecutada por la propia Ley; véanse los vv. Rom 7:10, Rom 7:11) es menester compararlo con el «vivía» del mismo versículo (¡y aquí está la clave de toda esta porción!): Al darle de lleno en el corazón la luz espiritual de la Ley (comp. Sal 119:105), por el poder del Espíritu Santo, Pablo se dio cuenta, por primera vez, de que todas sus justicias eran como trapos de inmundicia (Isa 64:6) y que su pasada satisfacción en el cumplimiento exterior de la Ley no tenía ningún fundamento. Su pecaminosidad interior se alzó ante él con todo su vigor, revivió, y en la misma medida, él se sintió muerto, no al pecado, sino por el pecado, mediante una Ley que se lo dio a conocer, pero no le dio el poder para vencerlo.

(C) El mal uso que la naturaleza corrompida del hombre caído hace de la Ley. En efecto, el apóstol tiene buen cuidado en aclarar que no es precisamente la Ley la que mata espiritualmente, sino el pecado en singular (gr. he hamartía), no los actos de transgresión, sino la interior corrupción pecaminosa, que, al ser puesta al descubierto por el mandamiento (vv. Rom 7:7-13), se valió de ese mismo mandamiento para quebrantarlo conscientemente, tanto más cuanto que el fruto prohibido provoca la tentación (comp. con Gén 3:6). Por eso, exclama Pablo (v. Rom 7:13): «¿Luego lo que es bueno (el «mandamiento» del v. Rom 7:12), vino a ser muerte para mí? ¡De ninguna manera! Sino que el pecado (comp. con vv. Rom 7:8-11), para mostrarse pecado, esto es, «con toda su abominable pecaminosidad» (NVI), produjo en mí la muerte por medio de lo que es bueno, a fin de que por el mandamiento (por medio de la luz que arroja), llegase al extremo de la pecaminosidad (lit. resultase exageradamente pecador)» Una ilustración, tomada de la vida real, ayudará a entender esto: Un señor poseía un huerto cerrado, con un peral que producía exquisitas peras. Unos niños traviesos disfrutaban saltando las tapias y robando las peras. Un día, el amo los sorprendió robando, por lo que ellos se echaron a temblar. Con todo, el amo no les reprendió, sino que les dijo: ¿Por qué saltáis las tapias para llevaros las peras? Llamad a la puerta de mi casa y llevaos todas las peras que queráis. ¡No volvieron! (histórico). No eran las peras las que les instigaban al robo, sino el hecho de que se las llevaban contra la supuesta voluntad del amo.

2. De aquí pasa Pablo a describir patéticamente la tremenda lucha que se entabla en el corazón del hombre convicto de pecado (y, por tanto, tocado por el poder del Espíritu. V. el contexto anterior), entre el mandamiento, cuya fuerza espiritual ya conoce (v. Rom 7:14), y sus inclinaciones naturales pecaminosas (vv. Rom 7:14-23). Aquí vemos a Pablo:

(A) En sus quejas. Se queja del poder del pecado que todavía permanece en él con sus inclinaciones corrompidas. La ley no tiene poder para justificar ni para santificar, lo cual no es culpa de la ley misma, sino de la debilidad de la carne.

(a) La ley es espiritual, dice Pablo (v. Rom 7:14), pero yo soy carnal (gr. sárkinos, de carne). Es cierto que sárkinos no tiene el sentido peyorativo de sarkikós (lo carnal, en oposición a lo espiritual), como se ve por 2Co 3:3, donde tiene buen sentido, pero aquí viene a equivaler a sarkikós. Que esta equivalencia es posible se muestra por 1Co 3:1, 1Co 3:3, donde ambos términos aparecen como sinónimos. «Vendido al poder del pecado» (v. Rom 7:14, comp. con Rom 6:16.) significa «estar esclavizado, aprisionado, por el poder del pecado». Pero, ¿es que Pablo no se consideraba, al escribir esto, espiritualmente maduro, «perfecto», hasta el punto de exhortar a otros a imitarle (Flp 3:15, Flp 3:17)? Sí, por cierto. Por eso, se considera a sí mismo «más que vencedor» (Rom 8:37). Pero lo que Pablo quiere poner de relieve en esta porción es que esta victoria no puede ganarse por las fuerzas naturales, mediante el esfuerzo propio para cumplir la Ley.

(b) Por eso, habla como de un doble «yo» que se debate en su interior: El «yo» que subsiste aún en la carne (v. Rom 7:18) y el «yo» nuevo, del hombre interior (v. Rom 7:22); en el primero, no mora el bien (v. Rom 7:18); el segundo se deleita en la ley de Dios (v. Rom 7:22); el primero está esclavizado por el pecado (v. Rom 7:14); el segundo triunfa del poder del pecado, por medio de Jesucristo (v. Rom 7:24). Pero Pablo no ha llegado todavía a la meta (Flp 3:12). La misma altura de su espiritualidad le hacía, como a todos los grandes santos, sentir vivísimamente la oposición que la carne hace al espíritu. Por eso, ponía a su propio cuerpo bajo severa disciplina (1Co 9:27) y advertía a los fieles de Roma sobre la necesidad de ir dando muerte (presente continuativo) a las prácticas de la carne (Rom 8:13, lit.) a fin de progresar en la vida espiritual. Sin la gracia de Dios, a la que hay que recurrir de continuo, sin fiarse jamás de las propias fuerzas, el mayor de los santos puede sucumbir, como David, a los peores pecados. El «yo» pecador es un enemigo muy astuto y solapado (comp. Jer 17:9) y se vale de las mismas virtudes para alcanzar sus negros objetivos. Hay castos por avaricia y hay quienes están orgullosos de su humildad. Nuestra autosuficiencia congénita ofrece al enemigo mil flancos por donde atacar, y el que baja la guardia está perdido.

(c) Esta lucha que Pablo pinta con colores tan vivos, como que la sentía vivamente en sí mismo (vv. Rom 7:15-23. ¡No está haciendo teatro!), le lleva a exclamar (v. Rom 7:24): «¡Desdichado de mí! ¿Quién me rescatará del cuerpo de esta muerte?» (lit.). «El cuerpo de esta muerte» no pone de relieve la mortalidad de nuestro cuerpo, sino la pecaminosidad del «cuerpo de pecado», que mencionó en Rom 6:6. Este cuerpo de pecado era para Pablo una carga insoportable. ¿Quién no le diría al gran apóstol, elevado en éxtasis hasta el paraíso, «¡Dichoso tú!»? Sin embargo, él dice «¡Desdichado de mí!» No mira lo que ya ha alcanzado, sino lo que le queda por alcanzar (v. Flp 3:7-14).

(B) En sus consuelos. Tres cosas le servían de consuelo:

(a) Su conciencia le daba testimonio de que la norma de la ley era para él un buen principio al que con su mente y de corazón daba su consentimiento interior (v. Rom 7:6), señal de que tenía la ley impresa en tablas de carne (comp. con 2Co 3:3). Y no sólo daba su consenso, sino que lo daba con deleite (v. Rom 7:22); no sólo se deleitaba en las promesas, sino también en los preceptos, de la Palabra de Dios. Con su «yo» interior (comp. con Efe 3:16), no sólo se deleitaba, sino que servía (v. Rom 7:25) a la ley de Dios.

(b) La culpa de la corrupción que sentía en sus miembros se debía a una «ley» (v. Rom 7:23), que aquí significa «un sistema o principio de operación» contrario a la normativa, bien definida y aprobada, que tenía en su mente (vv. Rom 7:21, Rom 7:23, Rom 7:25), por lo que no era, en cierto modo, él mismo, su verdadero «yo» el que cometía aquellas travesuras (vv. Rom 7:17, Rom 7:20). No lo dice para excusarse de culpa, sino para huir de la desesperación, al recordar el pacto de gracia que ha provisto perdón para la culpa del pecado y poder contra el poder del pecado.

(c) Pero su mayor consuelo está en el recuerdo constante, tanto de la gracia de Dios, como de su propia miseria; por lo que termina con un grito triunfal, que ampliará después a lo largo de todo el capítulo Rom 8:1-39: «Pero, ¡gracias a Dios por medio de Jesucristo nuestro Señor!» (v. Rom 7:25, lit). Como si dijese: «Por medio de Jesucristo, me veré libre».

3. Queda una pequeña duda acerca del versículo Rom 7:25. A primera vista, parece un anticlímax, después del grito triunfal de la primera parte del mismo versículo, o una repetición innecesaria del tema que ha tratado en los versículos Rom 7:14-23. Pero hay un énfasis en el verbo «sirvo», como un esclavo (gr. douleuo), que no ha salido antes. Dijo (v. Rom 7:14) «estar vendido al poder del pecado», pero aquí vemos que, no sólo era un esclavo comprado por el pecado, sino que actualmente prestaba sus servicios al pecado. ¡Pablo no era impecable! ¡Él mismo lo sabía bien! Aquel «paroxismo» en su discusión con Bernabé (Hch 15:39), por ejemplo, que para la mayoría de nosotros sería como un pecado «venial», fruto de un momento de «santo» acaloramiento, estaría en la memoria de Pablo como un pecado «muy grave». Esta consideración (del traductor) es de gran importancia, cuando un hombre tan eminente como el fallecido Dr. M. Lloyd-Jones llega a asegurar que toda esta porción del capítulo Rom 7:1-25 de Romanos «es la descripción de un cristiano inmaduro que no ha llegado todavía a recibir la segunda bendición ».

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