Santiago 1:19 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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La sección comienza con una advertencia que tiene que ver con «la predicación del Evangelio» (NVI) o «palabra de la verdad», que Santiago ha mencionado en el versículo Stg 1:18. La conexión se advierte mejor aún a partir del versículo Stg 1:21, que comienza con un «por lo cual». Para que la Palabra de Dios surta su efecto, no basta con oírla; es menester ponerla por obra.

1. Viene primero la advertencia (vv. Stg 1:19, Stg 1:20): «Mis queridos hermanos: tomad buena nota de lo siguiente: Toda persona debería estar pronta para escuchar, reflexiva (lit. lenta) antes de hablar, serena (lit. lenta) antes de enojarse; porque el hombre encolerizado no se comporta con la rectitud que Dios requiere» (NVI). Es cierto que esta versión es más bien una paráfrasis, pero es tan acertada que casi sobra todo comentario. El consejo tiene el tinte y el tono de la literatura sapiencial, especialmente de Proverbios, sin desdeñar el apócrifo Eclesiástico (sigla: Ecli.), que Santiago conocería muy bien (v. Pro 1:5, Pro 1:6; Pro 10:19; Pro 13:3; Pro 29:20; Sir 5:11; Sir 20:5-8. Recomiendo, para la lectura de los apócrifos, la Biblia de Jerusalén). Más sobre la ira, puede verse en Pro 14:29; Pro 16:32; Pro 29:22; Eclesiástico Sir 1:22; Sir 27:30.

2. A continuación, Santiago presenta las disposiciones con que se ha de recibir la Palabra de Dios. Estas disposiciones son dos: pureza y humildad, según las expone en el versículo Stg 1:21: «Por lo cual, despojaos de toda suciedad moral y de la maldad que tanto abunda, y recibid con humildad (lit. con mansedumbre; es decir, con la debida sumisión) la palabra que ha sido sembrada (comp. con Mar 4:14; 1Pe 1:23) en vosotros y que tiene poder para salvaros (v. Rom 1:16)» (NVI). La idea se halla ya en Jer 31:33 (comp. con 2Co 3:3). (A) Para que la palabra del Evangelio se abra paso hasta el fondo del corazón, es menester que el Espíritu Santo convenza de pecado al oyente. También el creyente necesita de esta convicción, ya que, sin ella, no puede proceder a la confesión del pecado que obstaculiza su comunión con Dios (v. 1Jn 1:9). El apego al pecado impide prestar atención a la verdad (v. 2Ti 4:3, 2Ti 4:4). (B) No basta despojarse de la suciedad; es tambien preciso inclinar el oído con sumisión: lo que el apóstol llama «la obediencia de la fe» (v. Rom 1:5; Rom 16:26). El autosuficiente no puede recibir la palabra que salva, puesto que no se considera necesitado de salvación (v. Jua 3:17-21; Jua 9:39-41).

3. Procediendo al núcleo doctrinal de la sección, dice Santiago en los versículos Stg 1:22-25: «No os contentéis meramente con escuchar la palabra, pues entonces os engañaríais a vosotros mismos. Poned en práctica lo que dice. Quien se contenta con escuchar la palabra, pero no pone por obra lo que la palabra dice, es semejante al que se mira la cara en un espejo y, después de mirarse, se marcha e inmediatamente se olvida de su propia fisonomía. Pero el que se fija atentamente en la ley perfecta, la que da libertad, y continúa llevándola a la práctica, no como quien se olvida de lo que ha oído sino como quien lo cumple de veras, éste será dichoso obteniendo bendición en lo que haga» (NVI).

(A) Comienza Santiago y dice que no hemos de ser meros oyentes de la palabra, sino que hemos de poner manos a la obra. El término para oyente es aquí akroataí (en plural), que significa el que forma parte de un auditorio al que se dirige un predicador, orador o lector. Esta necesidad de poner por obra la Palabra, sin contentarse con oírla, se halla ya en Deu 15:5; Deu 30:8.; Eze 33:31, Eze 33:32, y es enfáticamente enseñada por el Señor Jesús (v. Mat 7:24, Mat 7:26; Mat 12:50; Luc 6:47-49; Luc 8:21; Jua 13:17) y por el apóstol Pablo (v. por ej., Rom 2:13).

(B) El autor sagrado explica esta enseñanza (vv. Stg 1:23, Stg 1:24) por medio de una bella y sencilla ilustración: La del hombre que se mira la cara en un espejo, pero se marcha enseguida descuidando las manchas del rostro que el espejo le ha mostrado. Bien puede compararse la Palabra de Dios a un espejo, ya que … por medio de la ley es el conocimiento del pecado» (Rom 3:20). La Palabra de Dios le dice a cada uno, como Natán a David (2Sa 12:7): «¡Tú eres ese hombre!» Pero, para que la Palabra surta su efecto, es menester que uno vea en ella su propio rostro y no el del vecino; y, después de ver su propio rostro, que se pare a reflexionar y se decida a quitar las manchas y rectificar las deformaciones que el espejo le haya mostrado.

(C) El vocablo griego con que Santiago expresa (v. Stg 1:22) el engaño de sí mismo que se halla implicado en oír la Palabra y no ponerla por obra es paraloguizómenoi, que significa una falsa argumentación, es decir, un sofisma o silogismo incorrecto, con que el sujeto se engaña a sí mismo, sin percatarse (por no querer reconocerlo) de la falacia de su raciocinio. Th. Manton explica admirablemente la forma en que se fabrica tal engaño, y hacer notar que nuestra conciencia desempeña tres oficios: de legislador, de testigo y de juez (comp. con Rom 2:14-16). Como reflejo de la ley en nuestro interior, nos ofrece los principios de conducta. Como testigo de oficio, nos dice si hemos faltado en algo o no contra la norma de conducta. Como juez, pronuncia sentencia en el juicio, ya sea excusándonos (absolución) o acusándonos (condenación). Las tres funciones pueden compararse a las premisas y conclusión de un silogismo; por ejemplo:

(Principio) El creyente espiritual se interesa en estudiar la Biblia.

(Hecho) Yo siento poco interés en el estudio de la Biblia.

(Conclusión) Luego yo no soy un creyente espiritual.

«Ahora bien, dice Brown, todo engaño de sí mismo se halla en una de esas proposiciones. A veces, la conciencia no acierta a ver la norma en los principios mismos; otras veces, fracasa en testificar correctamente de los hechos; otras veces, en su función de juez, demora dar su veredicto o lo esconde en un rincón». Se extiende ampliamente Brown en detallar casos particulares, pero cada lector puede hacerse su propio «test», si desea conocer hasta qué punto se está engañando a sí mismo en algún punto de doctrina o de práctica.

(D) Al oidor negligente, que se despreocupa de lo que la Palabra le pone delante de los ojos, contrapone Santiago (v. Stg 1:25) el oidor diligente: «el que se fija atentamente en la ley perfecta, la de la libertad» (lit.). Aunque ya hemos dado todo el versículo Stg 1:25 según lo trae la NVI, que clarifica estupendamente el sentido, conviene analizar tambien la letra del texto sagrado para adquirir una mayor comprensión del asunto que toca:

(a) Para lo de fijarse atentamente, Santiago usa el vocablo griego parakúpsas. Este verbo ocurre también en Luc 24:12; Jua 20:5, Jua 20:11 y 1Pe 1:12, y significa «inclinarse para mirar», con el matiz de interesarse vivamente por observar algo. El verbo está en participio de aoristo, y da a entender que no es menester continuar mirando, sino, después de una observación atenta, pasar a actuar en consecuencia con lo visto.

(b) Aunque es cierto que la Ley antigua era en sí perfecta (v. Sal 19:7-10 y todo el Sal 119:1-176), la expresión que Santiago añade: «la de la libertad», da a entender claramente que el autor sagrado intenta añadir un nuevo matiz. Por otra parte, en un hombre que, a diferencia de Pablo, era estricto observante de la Ley (v. Hch 21:17., para leerlo «entre líneas»), no puede pensarse que se refiriese a la libertad del Evangelio en los mismos términos en que lo hace Pablo en Romanos y en Gálatas. Además, cuando Santiago escribía esto, no existía ninguna parte del Nuevo Testamento escrito y sólo circulaban los llamados logia o «dichos de Jesús», entre los que, sin duda, destacaban (¡especialmente, en los ambientes judíos!) los del Sermón del monte (Mt. caps. Mat 5:1-48; Mat 6:1-34; Mat 7:1-29). A mi juicio, nadie como Salguero ha hecho un comentario tan magistral a estas frases de Santiago:

«El Evangelio, comparado con la Ley antigua, es llamado la ley perfecta, porque, al contrario de la Ley mosaica, conduce a la perfección, es decir, perfecciona la misma Ley mosaica (cf. Mat 5:17). Además, es llamado la ley de la libertad, porque nos libra realmente de la servidumbre de la Ley mosaica, del pecado, de la muerte, y nos hace hijos de Dios. La Ley antigua era, por el contrario, un yugo de esclavitud (cf. Hch 15:10; Gál 4:3.; Gál 5:1), impotente para borrar el pecado, y que impulsaba a los hombres a servir a Dios más con el temor que con el amor (cf. 2Co 3:17)».

(c) En el mismo versículo Stg 1:25, continúa diciendo Santiago que el diligente no resulta oyente de olvido, sino hacedor de obra, y que será dichoso en su acción. Lo de oyente (u oidor) y lo de hacedor ya no hace falta comentarlo más, pero hay dos vocablos cuyo análisis será provechoso:

El primero es epilesmonés, de olvido; procede del verbo epilanthánomai, que significa «olvidar por falta de atención». Esto nos ofrece una buena lección de psicología, pues, en efecto, el olvido es efecto, con frecuencia, de la falta de atención; y la falta de atención es producto de la falta de interés. Muchos niños que no recuerdan los principales ríos de su país, recuerdan a maravilla los equipos de fútbol de primera (y aun de segunda) división. La diferencia está únicamente en el distinto interés que ponen en lo uno y en lo otro. ¿Cómo memorizamos la Palabra de Dios? Vale la pena examinarnos sobre este punto.

El segundo vocablo es acción (gr. poiései), que la RV. traduce «en lo que hace»; y la NVI, en consonancia con el futuro será, «en lo que haga». Ahora bien, el idioma griego distingue bien entre poíesis, «el hacer» mismo, y poíema, «lo hecho» (v. Efe 2:10 «hechura suya»). Esto quiere decir, ni más ni menos, en el caso presente, que el hacedor de la Palabra de Dios, no sólo será dichoso en lo que haga y en la recompensa que por ello le otorgue Dios, sino también en su propio hacer, esto es, en su conducta de cumplimiento de la ley perfecta, la de la libertad (comp. con Sal 1:1-3; Sal 119:1. y, especialmente, el bellísimo v. Sal 119:54 RV 1977 . V. tambien Jua 13:17).

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