Significado de JESÚS, VIDA Y MINISTERIO Según La Biblia | Concepto y Definición

JESÚS, VIDA Y MINISTERIO Significado Bíblico

¿Qué Es JESÚS, VIDA Y MINISTERIO En La Biblia?

En el Evangelio de Marcos la historia de Jesús comienza de manera repentina cuando se presenta ante el profeta del desierto, Juan el Bautista, en el Río Jordán para ser bautizado. Lo único que se menciona acerca de Su origen es que fue al río “[desde] Nazaret” (Mar 1:9). “Jesús de Nazaret” fue un título que lo acompañó hasta el día de Su muerte (Jua 19:19 NVI).
Sus orígenes
El Evangelio de Mateo demuestra que aunque Nazaret era el hogar de Jesús cuando acudió ante Juan para que lo bautizara, no había nacido allí sino en Belén, la “ciudad de David” (como correspondía al Mesías judío), como descendiente de la familia real davídica (Mat 1:1-17; Mat 2:1-6). Este niño nacido en Belén, que vivió como adulto en Nazaret, fue descrito en forma sarcástica por sus enemigos como “nazareno” (Mat 2:23). El juego de palabras tenía la intención de mofarse, por un lado, del origen poco conocido de Jesús, y por el otro, de destacar el marcado contraste (a los ojos de muchos) entre Su supuesta santidad (como la de los nazareos del AT) y Su costumbre de estar en compañía de pecadores, prostitutas y cobradores de impuestos (Mar 2:17). El Evangelio de Lucas brinda información sobre el trasfondo de Juan el Bautista, que muestra cómo la familia de Juan y la de Jesús estaban unidas tanto por parentesco como por las circunstancias (Luc 1:5-80). Lucas añade que Nazaret era el hogar de los padres de Jesús (Luc 1:26-27). También confirma el testimonio de Mateo de que la familia pertenecía al linaje de David. Lucas presentó el censo romano como motivo del regreso a la ciudad ancestral de Belén justo antes del nacimiento de Jesús (Luc 2:1-7). Más biógrafo que Marcos y Mateo, Lucas brinda atisbos de Jesús cuando era un bebé de 8 días (Luc 2:21-39), un muchachito de 12 años (Luc 2:40-52) y un hombre de 30 que iniciaba Su ministerio (Luc 3:21-23). Recién cuando completó esta breve biografía, Lucas agregó la genealogía (Luc 3:23-38), que confirma como al pasar la ascendencia davídica de Jesús (Luc 3:31; comp. Luc 1:32-33), mientras enfatiza por sobre todo Su solidaridad con la raza humana al ser descendiente “de Adán, hijo de Dios” (Luc 3:38). La reflexión sobre el bautismo de Jesús en el Evangelio de Juan se centra en el reconocimiento de Juan el Bautista de que Jesús “es antes de mí; porque era primero que yo” (Jua 1:30; comp. v. Jua 1:15). Esta declaración permitió que el evangelista transformara el relato del origen de Jesús en una confesión teológica al ubicar la existencia de Jesús en la creación del mundo e incluso antes (Jua 1:1-5). A pesar de Su ascendencia real y de Su preexistencia celestial como Verbo eterno e Hijo de Dios, en términos humanos, Jesús fue de origen humilde y así lo veía la gente de Su época. Cuando enseñaba en Nazaret, los pobladores preguntaban: “¿No es este el carpintero, hijo de María, hermano de Jacobo, de José, de Judas y de Simón? ¿No están también aquí con nosotros sus hermanas?” (Mar 6:3; comp. Luc 4:22). Cuando enseñaba en Capernaum, preguntaban: “¿No es este Jesús, el hijo de José, cuyo padre y madre nosotros conocemos? ¿Cómo, pues, dice este: ‘Del cielo he descendido’?” (Jua 6:42). Aunque los Evangelios de Mateo y Lucas mencionan la concepción milagrosa de María y el nacimiento virginal de Jesús, esto no era de conocimiento público cuando Él estaba en la tierra, “pero María guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (Luc 2:19; comp. v. Luc 2:51).
Jesús y el Dios de Israel
Aun luego de los trascendentales sucesos en torno al bautismo de Jesús en el Río Jordán, que descendiera sobre Él el Espíritu de Dios en forma de paloma y la voz anunciara desde el cielo: “Tú eres mi Hijo amado; en ti tengo complacencia” (Mar 1:10-11), Su identidad como Hijo de Dios permaneció oculta para quienes lo rodeaban. No contamos con evidencia de que alguien más aparte de Jesús y tal vez Juan el Bautista escuchara la voz o viera la paloma. Resulta irónico que el primer indicio luego del bautismo de que Él era más que tan solo “Jesús de Nazaret” no provino de Su familia ni de Sus amigos ni de los líderes religiosos de Israel ¡sino del diablo!
Dos veces el diablo lo desafió: “Si eres Hijo de Dios, di a esta piedra que se convierta en pan” (Luc 4:3) y (en el pináculo del templo en Jerusalén): “Si eres Hijo de Dios, échate de aquí abajo” (Luc 4:9). Jesús no intentó defender ni hacer uso de Su calidad de Hijo de Dios sino que apeló a una autoridad a la que cualquier judío devoto habría apelado: las Santas Escrituras, y por medio de ellas, al Dios de Israel. Al citar tres pasajes de Deuteronomio, Jesús centró la atención no sobre sí sino sobre el “Señor tu Dios” (Luc 4:8; comp. Mar 10:18; Mar 12:29-30). Aparentemente Jesús usó este relato de Su propia experiencia para enseñar a Sus discípulos que ellos también debían vivir “de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mat 4:4), que no debían tentar “al Señor tu Dios” (Luc 4:12) y debían obedecer la consigna “Al Señor tu Dios adorarás, y a él solo servirás” (Luc 4:8).
Dos aspectos de este relato de la tentación inciden de modo especial sobre la totalidad del ministerio de Jesús. Primero, el carácter teocrático de Su mensaje continuó en la proclamación que Él comenzó en Galilea al regresar a Su hogar luego de estar en el desierto: “El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado; arrepentíos, y creed en el evangelio” (Mar 1:15; comp. Mat 4:17). Marcos llamó a esta declaración “las buenas nuevas de Dios” (Mar 1:14 NVI). El Evangelio de Juan presenta a Jesús recordándoles vez tras vez a quienes lo escuchaban que Él no había venido para glorificarse ni autoproclamarse sino para dar a conocer “al Padre”, “al que me envió” (Jua 4:34; Jua 5:19; Jua 5:30; Jua 6:38; Jua 7:16-18; Jua 7:28; Jua 8:28; Jua 8:42; Jua 8:50; Jua 14:10; Jua 14:28). Segundo, el tema de la propia identidad de Jesús siguió siendo mencionado ante todo por los poderes de maldad. Así como el diablo desafió a Jesús en el desierto como “Hijo de Dios”, también durante el transcurso de Su ministerio los demonios (o los poseídos por demonios) lo confrontaron con palabras como: “¿Qué tienes con nosotros, Jesús nazareno? […] Sé quién eres, el Santo de Dios” (Mar 1:24) o “¿Qué tienes conmigo, Jesús, Hijo del Dios Altísimo?” (Mar 5:7).

Parábolas de Jesús

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Milagros de Jesús

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Sermones de Jesús

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El misterio de la persona de Jesús surgió de declaraciones de este tipo, pero Jesús no parecía desear que el interrogante sobre Su identidad se revelara de manera prematura. Él acalló a los demonios (Mar 1:25; Mar 1:34; Mar 3:12); y cuando sanó a los enfermos, con frecuencia dijo a la gente que no lo comentara con nadie (Mar 1:43-44; Mar 7:36 a). Cuanto más pedía silencio, más rápido se diseminaba la noticia de Su poder sanador (Mar 1:45; Mar 7:36 b). Las multitudes parecían haber decidido que tenía que ser el Mesías, el ungido descendiente del rey David que esperaban para que los liberara del dominio romano. Si Jesús en verdad quería aparecer como Mesías, los Evangelios lo presentan como un Mesías extrañamente reacio. En cierto momento, cuando la multitud trató de “llevárselo a la fuerza y declararlo rey, se retiró de nuevo a la montaña él solo” (Jua 6:15 NVI). Rara vez, si lo hizo, se refirió a sí mismo con la designación de Mesías o Hijo de Dios. Sin embargo, tenía una manera de usar el “Yo” enfático cuando era gramaticalmente innecesario y un hábito de referirse a sí mismo de forma indirecta y misteriosa como el “Hijo del Hombre”. En el idioma arameo que hablaba Jesús, “Hijo del hombre” significaba tan solo “un cierto hombre” o “alguien”. Si bien no hizo afirmaciones mesiánicas explícitas y evitó los títulos honoríficos que prontamente aplicaban los judíos al Mesías, Jesús habló y actuó con la autoridad de Dios mismo. Él dio vista a los ciegos y capacidad de oír a los sordos; hizo caminar a los paralíticos. Cuando tocaba a los impuros, los dejaba limpios. Incluso resucitó muertos. Al enseñar a las multitudes que lo rodeaban, no dudó en decir con audacia: “Oísteis que fue dicho […] Pero yo os digo” (Mat 5:21-22; Mat 5:27-28; Mat 5:31-34; Mat 5:38-39; Mat 5:43-44). Fue tan innovador con las tradiciones aceptadas que creyó necesario aclarar desde un principio: “No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir” (Mat 5:17).
Fue inevitable que semejante discurso y conducta generaran interrogantes sobre Su identidad.
La multitud que lo escuchaba “se admiraba de su doctrina; porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas” (Mat 7:28-29). A pesar de Su reticencia (o tal vez debido a ella), tuvo muchos seguidores al inicio de Su ministerio. Debía levantarse antes de que amaneciera para encontrar tiempo y espacio para la oración personal (Mar 1:35). Tanto lo oprimían las multitudes que en cierta oportunidad les enseñó desde un bote alejado de la orilla del Mar de Galilea (Mar 4:1). Cuando un grupo de personas quiso que Él sanara a un paralítico, la apretada concurrencia en la casa donde estaba Jesús los obligó a descender al hombre a través de un hueco abierto en el techo (Mar 2:4). Todos necesitaban lo que sabían que Jesús podía darles. No había forma de que Él pudiera satisfacer todas esas necesidades al mismo tiempo.
La misión de Jesús
La principal misión de Jesús era alcanzar a las ovejas descarriadas de Israel. Debido a su negligencia en cuanto a la ley, los líderes religiosos se habían convertido en enemigos de Dios; pero Dios amó a Sus enemigos. La convicción de Jesús era que tanto Él como Sus discípulos debían amarlos (Mat 5:38-48). Cierta vez desafiaron a Jesús por compartir la mesa con marginados de la sociedad (conocidos por parte de los judíos religiosos como “pecadores”) en casa de Leví, el recaudador de impuestos de Capernaum. Jesús respondió a las críticas diciendo: “Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores” (Mar 2:17). En otra oportunidad, cuando las autoridades religiosas murmuraban que “este a los pecadores recibe, y con ellos come” (Luc 15:2), Jesús narró tres parábolas sobre el inagotable amor de Dios por los “perdidos” y sobre el sin igual gozo de Dios cuando esos perdidos son hallados (parábolas de la oveja perdida, la moneda perdida y el hijo pródigo; Luc 15:3-32). Declaró que Dios se regocijaba al recuperar a uno de esos pecadores (recaudadores de impuestos, prostitutas, pastores, soldados y otros despreciados por los santurrones de Israel) más que con el gozo “por noventa y nueve justos que no necesitan de arrepentimiento” (Luc 15:7; comp. vv. Luc 15:25-32). Esa exuberante celebración de la misericordia divina, expresada en las acciones de Jesús o en las historias que narró, a los líderes religiosos de Galilea y de Jerusalén seguramente les pareció un marcado descenso de los antiguos niveles éticos y una riesgosa transigencia hacia la santidad de Dios.
Se cuenta con escasa evidencia de que Jesús haya incluido a los no judíos entre los “pecadores” a quienes había sido enviado. Más allá de la referencia en Luc 4:25-27 a Elías y Eliseo, y a Su ministerio entre los extranjeros, Jesús negó de manera explícita haber sido enviado a gentiles o a samaritanos (Mat 15:24; Mat 10:5-6). Sin embargo, el principio “no […] a justos, sino a pecadores” hizo extensiva las buenas nuevas del reino de Dios a los gentiles luego de la resurrección de Jesús. Incluso durante Su tiempo en este mundo, Jesús respondió a la iniciativa de los gentiles que buscaban Su ayuda (Mat 8:5-13; Luc 7:1-10; Mar 7:24-30; Mat 15:21-28), y en ocasiones de una manera que avergonzó a Israel (Mat 8:10). Dos veces recorrió Samaria (Luc 9:51-56; Jua 4:4): una vez permaneció en un pueblo samaritano por dos días, llamando a la fe a una mujer samaritana y a otros habitantes del pueblo (Jua 4:5-42), y otra vez convirtió a un samaritano en el héroe de una de Sus parábolas (Luc 10:29-37).
Nada de esto estaba pensado para hacerle ganar amigos entre los sacerdotes de Jerusalén o entre los fariseos de Israel. Describió visiones de que “vendrán muchos del oriente y del occidente, y se sentarán con Abraham e Isaac y Jacob en el reino de los cielos; mas los hijos del reino serán echados a las tinieblas de afuera” (Mat 8:11-12). Predijo también que doce galileos sin demasiada educación un día se sentarían “en doce tronos para gobernar a las doce tribus de Israel” (Mat 19:28 NVI; comp. Luc 22:28-29). Advirtió con severidad a los líderes religiosos que estaban en peligro de blasfemar contra el Espíritu al atribuir al poder del diablo el ministerio que el Espíritu hacía a través de Él (Mat 12:31). La cuestión se complicó debido a la preocupación de Su familia sobre Su seguridad y Su cordura (Mar 3:21), y Su consiguiente declaración de que los discípulos eran Su nueva familia, basada en la obediencia a la voluntad de Dios (Mar 3:31-35).
La denominada “controversia de Beelzebú” desencadenada por Su actividad sanadora y salvadora, sentó un precedente nefasto para la relación de Jesús con las autoridades de Jerusalén, e hizo que el arresto, el juicio y la ejecución fueran prácticamente inevitables (Mar 3:20-30). Desde entonces, Jesús comenzó a hablar en parábolas a fin de que la verdad sobre el reino de Dios resultara clara para Sus seguidores pero oculta para aquellos que estaban ciegos a la belleza de esa verdad y sordos a Su llamado (Mar 4:10-12; nótese que se dice que Jesús habló por parábolas por primera vez en Mar 3:23, en respuesta inmediata a la acusación de que estaba poseído por demonios). Además comenzó a dar a entender, a veces por medio de analogías o parábolas (Mar 10:38; Luc 12:49-50; Jua 3:14; Jua 12:24; Jua 12:32) y a veces con lenguaje explícito (Mar 8:31; Mar 9:31; Mar 10:33-34), que sería arrestado y enviado a juicio por los líderes religiosos de Jerusalén, que moriría en una cruz y resucitaría de entre los muertos luego de tres días. Desde un comienzo, Él había definido Su misión, al menos en parte, como la del “siervo del Señor” (ver, por ej., la mención de Isa 61:1-2 en Luc 4:18-19). A medida que Su ministerio avanzaba hacia la culminación, Jesús (Mar 10:45; Mar 12:1-11) enfocó Su atención más y más en el sufrimiento vicario del Siervo (Isa 52:13-15; Isa 53:1-12). También se vio a sí mismo como el Pastor afligido de Zac 13:7 (Mar 14:27) y, al final, en el rol del Dios justo sufriente de los salmos (por ej. Mar 15:34; Luc 23:46; Jua 19:28). Antes de ser arrestado, representó Su muerte inminente a los discípulos al compartir con ellos el pan y la copa de la Pascua, explicando que el pan era Su cuerpo que sería partido y que la copa de vino era Su sangre que sería derramada para que fueran salvos. Solo Su muerte podría garantizar la venida del reino que había proclamado (Mat 26:26-29; Mar 14:22-25; Luc 22:14-20; comp. 1Co 11:23-26).
Su muerte y resurrección
Los relatos de los Evangelios sobre los últimos días de Jesús en Jerusalén corresponden a grandes rasgos a las predicciones que le fueron atribuidas. Aparentemente, Jesús fue a Jerusalén por última vez sabiendo que moriría allí. Aunque la multitud le brindó una bienvenida propia de la realeza, y lo consideraban el tan esperado Mesías (Mat 21:9-11; Mar 11:9-10; Jua 12:13), ninguna evidencia señala que esto fuera el motivo por el cual lo arrestaron. En realidad, lo que provocó que las autoridades actuaran decididamente contra Él fueron su reacción al echar a los cambistas del templo de Jerusalén (Mat 21:12-16; Mar 11:15-17; comp. Jua 2:13-22), así como algunas de Sus declaraciones acerca del templo.
Durante Su última semana en Jerusalén, Jesús predijo la destrucción del templo (Mat 24:1-2; Mar 13:1-2; Luc 21:5-6) y declaró: “Yo derribaré este templo hecho a mano, y en tres días edificaré otro hecho sin mano” (Mar 14:58; comp. Mat 26:61). La intención de Jesús de establecer una nueva comunidad como “templo” o lugar donde habite Dios (ver Mat 16:18; Jua 2:19; 1Co 3:16-17) fue percibida como una verdadera amenaza hacia la antigua comunidad del judaísmo y hacia el templo que lo personificaba. Sobre esta base, fue arrestado y acusado de traidor.
En una audiencia ante el Sanedrín, el concilio judío, Jesús se refirió a sí mismo como el “Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios, y viniendo en las nubes del cielo” (Mar 14:62; comp. Mat 26:64; Luc 22:69). Aunque el sumo sacerdote lo llamó blasfemo y el Sanedrín coincidió en que semejante conducta merecía la muerte, los resultados de la audiencia parecieron haber quedado inconclusos. Si Jesús hubiera sido formalmente juzgado y condenado por el Sanedrín, lo habrían apedreado como a Esteban en Hch 7:1-60, o como la casi lapidación de aquella mujer descubierta en adulterio en el relato registrado en algunos mss. de Jua 8:1-11. Cualquiera haya sido la razón, al parecer el sumo sacerdote y sus seguidores no hallaron acusaciones formales de peso. Si hubieran lapidado a Jesús sin condenarlo de modo apropiado, hubiera sido asesinato, un pecado prohibido por los Diez Mandamientos. (Jua 18:31 se refiere a lo que estaba prohibido a los judíos por su propia ley y no a lo que prohibían los romanos.) El Sanedrín entonces decidió enviar a Jesús a Poncio Pilato, el gobernador romano, con acusaciones que los romanos tomarían con seriedad: “A este hemos hallado que pervierte a la nación, y que prohíbe dar tributo a César, diciendo que él mismo es el Cristo, un rey” (Luc 23:2). De manera que la ejecución de Jesús no se atribuye ni al pueblo judío como un todo ni al Sanedrín, sino a un pequeño grupo de sacerdotes que manipularon a los romanos para que hicieran algo que ellos no podían cumplir dentro del marco de su propia ley. Aunque Pilato declaró inocente a Jesús en tres oportunidades (Luc 23:4; Luc 23:14; Luc 23:22; comp. Jua 18:38; Jua 19:4; Jua 19:6), con una amenaza apenas velada se las ingeniaron para que sentenciara a Jesús: “Si a este sueltas, no eres amigo de César; todo el que se hace rey, a César se opone” (Jua 19:12). En consecuencia, crucificaron a Jesús entre dos ladrones, lo cual cumplió Su propia predicción de que “como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado” (Jua 3:14). La mayoría de los discípulos huyeron cuando arrestaron a Jesús; solo un grupo de mujeres y un discípulo, el “discípulo amado”, estuvieron presentes junto a la cruz cuando murió (Jua 19:25-27; comp. Mat 27:55-56; Mar 15:40; Luc 23:49).
La historia no finaliza con la muerte de Jesús. Su cuerpo fue colocado en una tumba nueva que pertenecía a un discípulo secreto llamado José de Arimatea (Luc 23:50-56; Jua 19:38-42). Los Evangelios concuerdan en que dos días después, la mañana siguiente al día de reposo, algunas mujeres que permanecían fieles a Jesús se acercaron a la tumba. Descubrieron que la piedra de la entrada estaba corrida y que el cuerpo de Jesús había desaparecido. Según Marcos, un joven que estaba allí (Mar 16:5; tradicionalmente un ángel), dijo a las mujeres que dieran al resto de los discípulos el mensaje de que fueran a encontrarse con Jesús en Galilea, tal como Él se los había prometido (Mar 16:7; Mar 14:28). Los mss. más fidedignos del Evangelio de Marcos culminan el relato allí, y dejan el resto librado a la imaginación del lector. Según Mateo, lo dicho por el joven fue confirmado a las mujeres por el mismo Jesús resucitado. Cuando le llevaron el mensaje a los once discípulos (los doce menos Judas, el traidor), estos fueron a una montaña en Galilea donde Jesús resucitado se apareció a ellos como grupo. Les encomendó que hicieran más discípulos, enseñando y bautizando entre los gentiles (Mat 28:16-20). Según Lucas, el mismo día en que Jesús fue resucitado se apareció a los discípulos que todavía estaban reunidos en Jerusalén, y antes a dos discípulos que caminaban hacia la vecina ciudad de Emaús. Según Juan, en el día de la Pascua se apareció en Jerusalén a una de las mujeres, María Magdalena, luego en el mismo día a los discípulos reunidos, de nuevo una semana más tarde (siempre en Jerusalén) al mismo grupo más Tomás, y una cuarta aparición, en un momento no determinado, junto al Mar de Galilea, donde Jesús representó el llamado inicial a los discípulos dándoles de manera milagrosa una gran jornada de pesca. En Hechos, Lucas añade que las apariciones del Jesús resucitado sucedieron durante 40 días en los cuales Él continuó instruyendo a los discípulos acerca del reino de Dios. Cualquiera haya sido el orden exacto de los hechos, la experiencia de los discípulos al ver a Jesús vivo, transformó a este grupo cobarde y disperso de visionarios desilusionados en el núcleo de un movimiento coherente que pudo desafiar y transformar para siempre al Imperio Romano en unas cuantas décadas.
Si bien la resurrección física de Jesús no puede ser probada, las explicaciones alternativas y “naturalistas” de la experiencia de los discípulos y de la tumba vacía exige sin excepción más credulidad que la confesión tradicional de la iglesia cristiana de que al tercer día Él se levantó de entre los muertos. El testimonio unánime de los Evangelios es que la historia continúa. Marcos lo hace con la promesa de que Jesús reunirá a Su disperso rebaño y los conducirá a Galilea (Mar 16:7). Mateo lo hace más explícito con las palabras finales de Jesús: “Y les aseguro que estaré con ustedes siempre, hasta el fin del mundo” (Mat 28:20 NVI). Lucas lo hace en todo el libro de los Hechos, que describe la difusión del mensaje del reino de Dios y de Jesús resucitado desde Jerusalén hasta Roma. Juan lo hace con su imagen vívida del Espíritu Santo dado a los discípulos directamente de la boca de Jesús (Jua 20:21-22). Cada Evangelio encara el tema de manera diferente, pero el mensaje es siempre el mismo. La historia de Jesús no ha terminado; Él continúa cumpliendo Su misión dondequiera que se confiesa Su nombre y donde se obedecen Sus enseñanzas, y la fe de los cristianos es que Él lo hará hasta que regrese.

J. Ramsey Michaels

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