lecturas 18 de abril de 2010

domingo 18 Abril 2010
III Domingo de Pascua

San Francisco Solano, San Perfecto, Beata Savina Petrilli , San Ricardo Pampuri, Beata María de la Encarnación

Leer el comentario del Evangelio por
Juan Pablo II : « ¿Me amas? »

Lecturas

Hechos 5,27-32.40-41.
Los hicieron comparecer ante el Sanedrín, y el Sumo Sacerdote les dijo:
«Nosotros les habíamos prohibido expresamente predicar en ese Nombre, y
ustedes han llenado Jerusalén con su doctrina. ¡Así quieren hacer recaer
sobre nosotros la sangre de ese hombre!».
Pedro, junto con los Apóstoles, respondió: «Hay que obedecer a Dios antes
que a los hombres.
El Dios de nuestros padres ha resucitado a Jesús, al que ustedes hicieron
morir suspendiéndolo del patíbulo.
A él, Dios lo exaltó con su poder, haciéndolo Jefe y Salvador, a fin de
conceder a Israel la conversión y el perdón de los pecados.
Nosotros somos testigos de estas cosas, nosotros y el Espíritu Santo que
Dios ha enviado a los que le obedecen».
llamaron a los Apóstoles, y después de hacerlos azotar, les prohibieron
hablar en el nombre de Jesús y los soltaron.
Los Apóstoles, por su parte, salieron del Sanedrín, dichosos de haber sido
considerados dignos de padecer por el nombre de Jesús.

Salmo 30,2.4.5-6.11-12.13.
Yo te glorifico, Señor, porque tú me libraste y no quisiste que mis
enemigos se rieran de mí.
Tú, Señor, me levantaste del Abismo y me hiciste revivir, cuando estaba
entre los que bajan al sepulcro.
Canten al Señor, sus fieles; den gracias a su santo Nombre,
porque su enojo dura un instante, y su bondad, toda la vida: si por la
noche se derraman lágrimas, por la mañana renace la alegría.
Escucha, Señor, ten piedad de mí; ven a ayudarme, Señor».
Tú convertiste mi lamento en júbilo, me quitaste el luto y me vestiste de
fiesta,
para que mi corazón te cante sin cesar. ¡Señor, Dios mío, te daré gracias
eternamente!

Apoc. 5,11-14.
Y después oí la voz de una multitud de Angeles que estaban alrededor del
trono, de los Seres Vivientes y de los Ancianos. Su número se contaba por
miles y millones,
y exclamaban con voz potente: «El Cordero que ha sido inmolado es digno de
recibir el poder y la riqueza, la sabiduría, la fuerza y el honor, la
gloria y la alabanza».
También oí que todas las criaturas que están en el cielo, sobre la tierra,
debajo de ella y en el mar, y todo lo que hay en ellos, decían: «Al que
está sentado sobre el trono y al Cordero, alabanza, honor, gloria y poder,
por los siglos de los siglos».
Los cuatro Seres Vivientes decían: «¡Amén!», y los Ancianos se postraron en
actitud de adoración.

Juan 21,1-19.
Después de esto, Jesús se apareció otra vez a los discípulos a orillas del
mar de Tiberíades. Sucedió así:
estaban juntos Simón Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Natanael, el de Caná
de Galilea, los hijos de Zebedeo y otros dos discípulos.
Simón Pedro les dijo: «Voy a pescar». Ellos le respondieron: «Vamos también
nosotros». Salieron y subieron a la barca. Pero esa noche no pescaron nada.

Al amanecer, Jesús estaba en la orilla, aunque los discípulos no sabían que
era él.
Jesús les dijo: «Muchachos, ¿tienen algo para comer?». Ellos respondieron:
«No».
El les dijo: «Tiren la red a la derecha de la barca y encontrarán». Ellos
la tiraron y se llenó tanto de peces que no podían arrastrarla.
El discípulo al que Jesús amaba dijo a Pedro: «¡Es el Señor!». Cuando Simón
Pedro oyó que era el Señor, se ciñó la túnica, que era lo único que llevaba
puesto, y se tiró al agua.
Los otros discípulos fueron en la barca, arrastrando la red con los peces,
porque estaban sólo a unos cien metros de la orilla.
Al bajar a tierra vieron que había fuego preparado, un pescado sobre las
brasas y pan.
Jesús les dijo: «Traigan algunos de los pescados que acaban de sacar».
Simón Pedro subió a la barca y sacó la red a tierra, llena de peces
grandes: eran ciento cincuenta y tres y, a pesar de ser tantos, la red no
se rompió.
Jesús les dijo: «Vengan a comer». Ninguno de los discípulos se atrevía a
preguntarle: «¿Quién eres», porque sabían que era el Señor.
Jesús se acercó, tomó el pan y se lo dio, e hizo lo mismo con el pescado.
Esta fue la tercera vez que Jesús resucitado se apareció a sus discípulos.
Después de comer, Jesús dijo a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas
más que estos?». El le respondió: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero».
Jesús le dijo: «Apacienta mis corderos».
Le volvió a decir por segunda vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?». El le
respondió: «Sí, Señor, sabes que te quiero». Jesús le dijo: «Apacienta mis
ovejas».
Le preguntó por tercera vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?». Pedro se
entristeció de que por tercera vez le preguntara si lo quería, y le dijo:
«Señor, tú lo sabes todo; sabes que te quiero». Jesús le dijo: «Apacienta
mis ovejas.
Te aseguro que cuando eras joven, tú mismo te vestías e ibas a donde
querías. Pero cuando seas viejo, extenderás tus brazos, y otro te atará y
te llevará a donde no quieras».
De esta manera, indicaba con qué muerte Pedro debía glorificar a Dios. Y
después de hablar así, le dijo: «Sígueme».

Extraído de la Biblia, Libro del Pueblo de Dios.

Leer el comentario del Evangelio por

Juan Pablo II
Homilía en París el 30/05/80

« ¿Me amas? »

«¿Amas?… ¿Me amas?». Para siempre, hasta el final de su vida, Pedro
tenía que seguir su camino acompañado de esta triple pregunta: «¿Me amas?»
Y medir todas sus actividades según la respuesta que entonces había dado:
cuando fue convocado ante el Sanedrín; cuando lo encarcelaron en Jerusalén,
de cuya prisión no podía salir, y sin embargo, salió. Y… en Antioquia, y
después más lejos todavía, de Antioquia a Roma. Y ya en Roma, cuando
habiendo perseverado hasta el final de sus días, conoció la fuerza de las
palabras según las cuales Otro le conduciría donde él no quería. Y sabía
también que, gracias a la fuerza de esas palabras, en la Iglesia «los
hermanos eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la
vida común, en la fracción del pan y en las oraciones» y que «el Señor
agregaba cada día a la comunidad a los que se habían de salvar» (Hch
2,42.48)… Pedro ya no pudo jamás desprenderse de esta
pregunta: «¿Me amas?» La lleva consigo donde quiera que vaya. La lleva a
través de los siglos, a través de las generaciones. En medio de los nuevos
pueblos y de la nuevas naciones. En medio de la lenguas y de las razas
siempre nuevas. La lleva él solo, y sin embargo, nunca está solo. Otros la
llevan con él… Ha habido y hay muchos hombres y mujeres que han sabido y
saben todavía hoy que toda su vida tiene valor y sentido sólo y
exclusivamente en la medida en que es una respuesta a esta misma pregunta:
«¿Amas?… ¿Me amas?». Han dado y dan su respuesta de manera total y
perfecta –una respuesta heroica- o bien de manera común, ordinaria. Pero en
todo caso saben que su vida, que la vida humana en general, tiene valor y
sentido en la medida que es la respuesta a esta pregunta: «¿Amas?». Es tan
sólo gracias a esta pregunta que la vida vale la pena ser vivida.


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