No temas en nada lo que vas a padecer. He aquí el diablo echará algunos de vosotros en la cárcel, para que seas probados. . . Sé fiel hasta la muerte y yo te daré la corona de la vida. (Apoc. 2: 10).
Patmos, una isla árida y rocosa del mar Egeo, había sido escogida por las autoridades romanas para desterrar allí a los criminales; pero para el siervo de Dios esa lóbrega residencia llegó a ser la puerta del cielo. Allí, alejado de las bulliciosas actividades de la vida, y de sus intensas labores de años anteriores, disfrutó de la compañía de Dios, de Cristo y de los ángeles del cielo, y de ellos recibió instrucciones para guiar a la iglesia de todo tiempo futuro… Entre los riscos y rocas de Patmos, Juan mantuvo comunión con su Hacedor. Repasó su vida pasada, y, al pensar en las bendiciones que había recibido, la paz llenó su corazón. . .
En su aislado hogar, Juan estaba en condiciones, como nunca antes, de estudiar más de cerca las manifestaciones del poder divino, conforme están registradas en el libro de la naturaleza y en las páginas de la inspiración. . . En años anteriores sus ojos habían observado colinas cubiertas de bosques, verdes valles, llanuras llenas de frutales; y en las hermosuras de la naturaleza siempre había sido su alegría rastrear su sabiduría y la pericia del Creador. Ahora estaba rodeado por escenas que a muchos les hubiese parecido lóbregas y sin interés; pero para Juan era distinto. Aunque sus alrededores parecían desolados y áridos, el cielo azul que se extendía sobre él era tan brillante y hermoso como el de su amada Jerusalén. En las desiertas y escarpadas rocas, en los misterios de la profundidad, en las glorias del firmamento, leía importantes lecciones. Todo daba testimonio del poder y la gloria de Dios. . .
Al mirar las rocas recordaba a Cristo: la Roca de su fortaleza, a cuyo abrigo podía refugiarse sin temor. Del apóstol desterrado en la rocosa Patmos subían los más ardientes anhelos de su alma por Dios, las más fervientes oraciones.
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