Dios tiene un propósito para cada uno de nosotros; de no ser así, nos habría llevado al cielo en el momento que fuimos salvos.
El Señor quiere influir en otros por medio de nosotros. El propósito de Dios es que seamos un vaso mediante el cual Cristo fluya hacia los demás, alcanzando a quienes sufren y necesitan con desesperación un Salvador. Después de ser salvos, nuestra participación es triple.
Primero, amamos a otros. Jesús dijo claramente que este es uno de los mandamientos más grandes (Mt 22.38, 39).
Segundo, compartimos la buena noticia de la salvación (Hch 1.8). Algunos van al otro lado del mundo para anunciar el evangelio, mientras que otros enseñan a los vecinos de su calle. El Espíritu Santo nos dirigirá a las personas indicadas si estamos dispuestos a obedecer.
Tercero, servimos de diversas maneras: ayudando a los necesitados, compartiendo nuestros recursos y orando por los demás. El Señor Jesús es nuestro ejemplo perfecto de las tres maneras. Toda su vida se caracterizó por su interés por las personas —de quienes lo amaban, y de quienes lo aborrecían. De hecho, la Biblia enseña que se humilló a sí mismo y que se volvió como uno de nosotros para dar su vida en rescate nuestro. No hay amor más grande; no hay un acto de servicio mayor.
La Biblia puntualiza claramente el propósito de Dios para el creyente. Amar a los demás, evangelizar y servir nos dará una gran satisfacción. En realidad, seguimos estando en este mundo, no para escuchar más enseñanza, sino para ponerla por práctica y compartir con otros lo que ya sabemos.
Charles Stanley
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