El segundo paso (última parte)

La clave viene en Colosenses también: “arráiguense profundamente en él”. El único modo de no errar, es si él me toma de la mano, apunta al piso y a su pisada, y me ayuda a atinarle. Así de fácil, así de difícil.

Así que me arraigo en él, como una terca raíz que desea crecer y que no puede más que tomar sus nutrientes del suelo y beber de ellos. Como esa necia planta que se niega a morir y que se mete más y más dentro del subsuelo pues los vientos contrarios se placen en desgarrarla.

Me arraigo, me agarro, me cuelgo, me afianzo en él. Él es el camino, él ha hecho las pisadas, él me guiará. Éste no es un viaje donde Jesús se siente como espectador para ver qué hago. Más bien es su modo de recordarme que él hace todo: me da la vida, me da las opciones, me muestra el camino. Él va a mi lado, y de ese modo, puedo dar el segundo paso.

Mi abuelo contaba la anécdota de un niño que se extravía. Se acerca a un señor de traje gris y le pide indicaciones sobre cómo ir a su casa.

—¿Sabes tu dirección?

El niño la recita de memoria. Entonces el señor contesta: —Camina dos cuadras hacia arriba, luego giras a la derecha. Tres calles después, te toparás con un crucero. Gira a tu izquierda para más tarde…
Esto hacen las religiones, las que creen conocer el camino; las que conllevan a hacer listas y listas que jamás se cumplen.

Pero el niño encuentra a un segundo hombre. Le hace la misma petición, luego recita su dirección. El hombre lo toma de la mano y le dice: —Yo te llevo.

Eso hace Jesús. Él es el camino. Él es el guía. Él es la pisada siguiente. Solo me debo dejar llevar.


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