El Yugo desigual comercial

No os unáis en yugo desigual con los incrédulos” (2Co_6:14).

Consideremos ahora el yugo desigual en su aspecto comercial, tal como lo vemos en el caso de las sociedades comerciales.

Si bien no presenta un aspecto tan serio como el que acabamos de considerar —pues en éste uno puede librarse con mayor facilidad que en el conyugal—, no deja de ser un obstáculo positivo al testimonio del creyente. Cuando un creyente se une en yugo desigual con un incrédulo con fines comerciales —al margen de que el socio incrédulo sea o no un pariente—, o cuando llega a ser socio de una empresa del mundo, abandona virtualmente su responsabilidad individual.

De ahí en adelante, todos los actos de esa razón social serán también sus propios actos, y es completamente evidente que no se puede hacer que una firma comercial establecida sobre principios mundanos, actúe sobre la base de principios celestiales.

Todos se reirían de semejante idea, puesto que ello sería un positivo obstáculo para el éxito de las operaciones. Los socios mundanos se sentirán completamente libres para adoptar los recursos que les parezcan convenientes a fin de llevar adelante sus negocios, y tales medios empleados bien pueden ser —por no decir que serán— contrarios al espíritu y a los principios del reino de Dios, donde está el creyente, y de la Iglesia de la cual forma parte. Por eso, un cristiano asociado a un incrédulo se hallará continuamente en una posición sumamente penosa.

Él podría servirse de su influencia para buscar cristianizar el modo de conducir los asuntos; pero los demás lo obligarían a manejar los negocios de la misma manera que lo hacen todos, y así no tendría más remedio que derramar sus lágrimas en secreto por su anómala y difícil posición, o bien retirarse, sufriendo una gran pérdida pecuniaria para sí y para su familia.

Si el ojo fuera sencillo, no tendría ninguna duda acerca de cuál de las dos soluciones tendría que adoptar; pero,

¡Ay, el mismo hecho de haberse colocado en tal posición demuestra la falta de un ojo sencillo!;

El hecho de hallarse en ella demuestra la falta de discernimiento espiritual para poder apreciar el valor y la autoridad de los principios divinos, que de otro modo no dejarían de hacer salir a un cristiano de tal asociación.

Un hombre que tuviera el ojo sencillo, no podría colocarse bajo el mismo yugo con un incrédulo con el propósito de ganar dinero. Este hombre no tendría que tener ante sí ningún otro objeto que la gloria de Cristo; y este objeto jamás podría ser alcanzado por una transgresión positiva de un principio divino. Esto simplifica todo el asunto. Si el hecho de que un cristiano se haya hecho socio de una casa de comercio mundana, no glorifica a Cristo, ello, sin duda, no puede sino favorecer los designios del diablo. No existe una posición intermedia entre ambos extremos. Pero es claro que Cristo no es glorificado por ello, pues su Palabra dice:

“No os unáis en yugo desigual con los incrédulos” (2Co_6:14).

Tal es el principio que no puede ser violado sin perjudicar el testimonio y sin hacer perder bendiciones espirituales. Es cierto que la conciencia de un cristiano que peca en este asunto puede buscar aliviarse de diversas maneras; puede tener recursos para diversos subterfugios; puede esgrimir diversos argumentos para persuadirse de que todo está bien. Se dirá que «podemos ser muy devotos y espirituales, en lo que concierne a lo personal, aun cuando nos encontremos, por asuntos comerciales, unidos bajo un mismo yugo con un incrédulo». Esto se verá que no puede ser más que una falacia, cuando se lo somete a la prueba de la práctica cotidiana.

Un siervo de Cristo se verá trabado de mil maneras por su asociación mundana.

Si en lo que atañe a su servicio para Cristo él no encuentra una abierta hostilidad, tendrá que luchar contra los esfuerzos secretos y continuos del enemigo para apagar su ardiente celo y arrojar agua fría sobre todos sus proyectos. Recibirá burlas y desprecios, y se le recordará continuamente el efecto que su entusiasmo y fanatismo producirá en lo que respecta a las perspectivas comerciales de la firma.

Si el creyente emplea su tiempo, sus talentos o sus recursos pecuniarios para lo que cree que es el servicio del Señor, se le dirá que es un necio o un loco, y se le hará entender que el único modo conveniente y razonable de servir al Señor, para un hombre ocupado en el comercio, es «dedicarse a sus negocios y nada más que a sus negocios». Tal es la dedicación exclusiva de los pastores y ministros ocupados en los asuntos religiosos, pues ellos son puestos aparte y se les paga para eso.

Ahora bien, aunque la mente renovada de un cristiano pueda estar totalmente convencida de la falacia de todos estos razonamientos; aunque sea capaz de advertir que esta sabiduría mundana no es sino un débil y raído manto que se arroja sobre las ambiciosas prácticas del corazón, con todo,

¿Quién podría decir hasta qué punto el corazón puede ser influido por tales cosas?

Nos cansamos de una resistencia continua. La corriente se torna demasiado fuerte para nosotros, y vamos cediendo poco a poco a su fuerza y nos dejamos arrastrar por la superficie. Puede que la conciencia intente efectuar algunos últimos movimientos de resistencia; pero la energía espiritual está paralizada, y la sensibilidad de la nueva naturaleza, debilitada, de modo que no hay nada que responder a estos clamores de la conciencia, ningún esfuerzo suficientemente poderoso para resistir al enemigo.

La mundanalidad de un cristiano se liga con las influencias contrarias de afuera; las obras exteriores son atacadas por la tormenta, y la ciudadela de los afectos del alma es vigorosamente asaltada; y, finalmente, tal hombre sucumbe en una vida de completa mundanalidad, realizando así, en su propia persona, el conmovedor lamento del profeta:

Sus nobles fueron más puros que la nieve, más blancos que la leche; más rubios eran sus cuerpos que el coral, su talle más hermoso que el zafiro.

Oscuro más que la negrura es su aspecto; no los conocen por las calles; su piel está pegada a sus huesos, seca como un palo” (Lam_4:7-8).

Ese hombre que un día era conocido como siervo de Cristo —un colaborador para el reino de Dios—, que hacía uso de sus recursos sólo para fomentar los intereses del Evangelio de Cristo, ahora, lamentablemente, no es conocido más que como un astuto e infatigable negociante que hace grandes y ventajosos negocios, de quien el apóstol bien podría decir:

“Demas me ha desamparado, amando este mundo [griego: ton vuv aiôna = al presente siglo]” (2Ti_4:10).

Pero quizás no haya nada que actúe tanto sobre el corazón para inducir a los cristianos a colocarse bajo un mismo yugo comercial con los incrédulos que el hábito de buscar mantener a un mismo tiempo los dos caracteres: el de cristiano y el de negociante. Ésta es una trampa lamentable.

En efecto, tal cosa no existe. Un hombre debe ser o una cosa o la otra. Si soy cristiano, mi cristianismo debe manifestarse como una realidad viviente, en la posición donde me encuentre; y si no puedo manifestarlo donde estoy, no debo permanecer más allí; pues si continúo en una esfera o posición en la cual la vida de Cristo no puede manifestarse, no poseeré muy pronto nada de cristianismo más que el nombre, sin realidad —la forma exterior sin el poder interior—, la cáscara sin la almendra.

Yo debo ser siervo de Cristo no sólo el domingo, sino también del lunes por la mañana al sábado por la noche.

No sólo debo ser siervo de Cristo en una asamblea pública, sino también en mi lugar de trabajo, en mis ocupaciones temporales, cualesquiera que sean.

Mas no puedo ser un verdadero siervo de Cristo si he puesto mi cuello bajo yugo con un incrédulo pues ;

¿Cómo los siervos de dos amos enemigos podrían trabajar bajo el mismo yugo?

Es absolutamente imposible; tan imposible como intentar unir los rayos solares del mediodía con las profundas tinieblas de la medianoche. Hago aquí también, pues, un solemne llamado a la conciencia de mis lectores, en presencia del Dios Todopoderoso, quien juzgará los secretos del corazón de los hombres por Jesucristo, también en relación con este importante asunto.

Quisiera decirle, si ha pensado meterse en sociedad con un incrédulo:

¡Huya de allí!

Sí, huya aunque esta sociedad le prometa millones.

Se va a hundir en un laberinto de dificultades y de dolores.

“Arará” el campo con un hombre cuyos sentimientos, instintos y tendencias son diametralmente opuestos a los suyos.

«Un buey y un asno» no son tan diferentes, en todo respecto, como un creyente y un incrédulo.

¿Cómo podría alguna vez concordar?

Él quiere ganar dinero —sacar buenas ganancias—, congeniar con el mundo y progresar en él; en cambio Ud. siente (o al menos debería sentir) la necesidad de crecer en la gracia y la santidad, de promover los intereses de Cristo y de su Evangelio en la tierra y de proseguir su camino rumbo al reino eterno de nuestro Señor Jesucristo.

El objeto de él es el dinero; el suyo, espero, Cristo. Él vive para este mundo; Ud., para el mundo venidero. Él está ocupado en las cosas temporales; Ud., en las que pertenecen a la eternidad.

¿Cómo, pues, podría encontrarse en el mismo terreno?

Sus principios, motivaciones, objetos y esperanzas son completamente opuestos.

¿Cómo sería posible que tuvieran algo en común?

Seguramente sólo basta considerar todo esto con un ojo sencillo para verlo en su verdadera luz. Es imposible que uno que tiene el ojo fijo en Cristo y el corazón lleno de Él, pueda alguna vez unirse bajo un yugo desigual con un socio mundano para el objeto que sea. Permítame, pues, querido lector cristiano, suplicarle una vez más, antes que dé un paso tan terrible —un paso que puede traer consecuencias funestas, tan lleno de peligros para sus mejores intereses así como para el testimonio de Cristo, con el cual es honrado— que considere todo este asunto, con un corazón honesto, en el santuario de Dios, y lo sopese en Su sagrada balanza.

Pregúntele a Dios qué piensa de ello, y escuche con una voluntad sumisa y una buena conciencia Su respuesta. Ella es simple y poderosa; tan simple y poderosa como si cayese directamente del cielo:

“No os unáis en yugo desigual con los incrédulos.”

Pero si, por desgracia, mi lector se hallara ya bajo el yugo, quisiera decirle: Rompa con él lo más pronto posible. Me asombraría sobremanera si todavía no ha descubierto que este yugo es una pesada carga. Sería superfluo para Ud. que detallara las tristes consecuencias de hallarse en tal posición. Sin duda las conoce perfectamente. Sería inútil imprimirlas sobre un papel o dibujarlas en un cuadro, para uno que ya las está experimentando efectivamente. Mi querido hermano en Cristo, no pierda un instante para renunciar a este yugo.

Debe hacerlo en la presencia del Señor, de acuerdo con Sus principios y en virtud de Su gracia. Es más fácil meterse en una falsa posición que salir de ella. Una sociedad que data de diez o veinte años, no puede disolverse en un momento. Deberá hacerse con calma, con humildad y con oración, como en la presencia del Señor y para su gloria solamente. Yo puedo deshonrar al Señor tanto por mi manera de salir de una falsa posición como por entrar en ella.

Por eso, si me encuentro asociado con un incrédulo, y mi conciencia me dice que hice mal, es menester que le declare honesta y francamente a mi socio que ya no podré seguir con él; y una vez hecho esto, mi deber es realizar todos los esfuerzos posibles para que los asuntos de la firma se liquiden con rectitud, buena fe y seriedad, a fin de no darle ninguna ocasión al adversario de hablar de una manera injuriosa y que el bien que hago no sea motivo de calumnias.

Debemos evitar la precipitación, la imprudencia y la presunción, cuando actuamos claramente para el Señor y en defensa de sus santos principios. Si un hombre se encuentra preso en una trampa o extraviado en un laberinto, no por audaces y violentos movimientos quedará libre. No; deberá humillarse, confesar sus pecados delante del Señor, y luego volver sobre sus pasos con paciencia y en una entera dependencia de la gracia que no sólo es capaz de perdonarlo por haberse metido en una falsa posición, sino también de encaminarlo e introducirlo en una buena.

Además, como ocurre con el yugo conyugal, la cuestión se ve enormemente modificada por el hecho de una sociedad contraída antes de la conversión.

No estoy diciendo en absoluto que éste sea un justificativo para que uno persevere en ella. De ninguna manera; mas ello nos evitará muchísimos sufrimientos de corazón y manchas de conciencia relacionados con tal posición, los que deberán influir considerablemente en el modo de retirarse de la sociedad.

Por otra parte, el Señor es glorificado por la inclinación moral del corazón y de la conciencia en la dirección correcta, lo cual, seguramente, le será agradable. Si me juzgo a mí mismo cuando me hallo en un mal camino, y la inclinación moral de mi corazón y de mi conciencia producen en mí el deseo de salir, Dios lo aceptará y, sin ninguna duda, me pondrá en el buen camino. Mas al hacerlo, él no tolerará que viole una verdad al procurar obedecer otra.

La misma Palabra que dice:

“No os unáis en yugo desigual con los incrédulo”,

“Pagad a todos lo que debéis.”

“No debáis a nadie nada.”

“Procurad lo bueno delante de todos los hombres.”

“A fin de que os conduzcáis honradamente para con los de afuera” (Ro13:7-8; Ro12:17; 1Ts_4:12).

Si he ofendido a Dios al asociarme con un incrédulo, debo guardarme de ofender a cualquier hombre por la manera de separarme de la sociedad.

Una profunda sumisión a la Palabra de Dios, por el poder del Espíritu Santo, pondrá todas las cosas en orden, nos conducirá por sendas derechas y nos dará la capacidad de evitar extremos peligrosos.

Dios los bendiga y guarde…..

C. H. Mackintosh


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