Guarda tu corazón; porque de él mana la vida

Y Samuel dijo a Saúl: ¿Por qué me has inquietado haciéndome venir?


Y Saúl respondió: Estoy muy acongojado; pues los filisteos pelean contra mí, y Dios se ha apartado de mí, y no me responde más, ni por mano de profetas, ni por sueños; por esto te he llamado, para que me declares qué tengo de hacer. (1ª Sam 28:15).

Dios desea liberarnos y sanarnos emocionalmente, derramando su luz en lo más hondo y profundo de nuestros corazones, para que no acabemos como Saúl diciendo: “Estoy muy acongojado.” (1ª Sam 28:15).

Deja que el cirujano celestial, sane las heridas, cure las infecciones, revele pecados ocultos, y extirpe, con su “bisturí”, raíces de dolor, de amargura, de orgullo y rebeldía, regándonos con quebrantamiento y arrepentimiento.

Ansiemos ser alumbrados con la luz de Cristo, no nos escondamos de ella, sin la cual no hay sanidad para el alma.

“Otra vez Jesús les habló, diciendo:

Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida”. (Jn 8:12).

La condenación viene cuando amamos más las tinieblas que la luz. La base de la sanidad emocional es reconocer nuestros pecados y rebeliones.

Quitémonos las máscaras y seamos transparentes, a Dios no se le puede
burlar, ni engañar. Él ama la verdad en lo íntimo:

“y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Jn 8:32).

Esta verdad es acerca de Dios y de nosotros mismos. Andemos en el temor de Dios y examinémonos, pues todos hemos pecado delante de Él.

“Porque yo reconozco mis rebeliones, y mi pecado está siempre delante de mí. Contra ti, contra ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos” (Sal 51:3.4).

Postrémonos ante Él, ofreciéndole un espíritu compungido. “Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado;

Al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios”. (Sal 51:17)

Cuanto más conocemos a Dios, más tenemos que arrepentirnos y aborrecer el pecado.

“Lávame más y más de mi maldad, y límpiame de mi pecado”. (Sal 51:2).

Oremos para tener fe, sin la cual no hay arrepentimiento, ambas condiciones van unidas.

Ciertamente, hay remedio y medicina para la enfermedad del alma, porque hay uno, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Se dio a sí mismo, en el monte llamado de la Calavera, y con su sangre pagó el precio, para poder decir:

“Ni yo te condeno; vete, y no peques más”. (Jn 8:11).

Angustiado Él, y afligido no abrió su boca, sufrió nuestros dolores, llevó
nuestras enfermedades y el castigo de nuestra paz fue sobre Él, para que no vivamos bajo el yugo de la desesperación, ni estemos tristes, ni acongojados.


Las tragedias de los siervos ungidos de Dios, tienen que ser un referente o faro en nuestro caminar, alertándonos de las trampas y peligros.

“Lámpara es a mis pies tu palabra, y lumbrera a mi camino” (Sal 119:105).

Seamos agradecidos por el “espejo” de la palabra de Dios, y velemos
con temor y temblor por nuestra propia salvación, recordando que Él obra en nosotros el querer y el hacer de su buena voluntad, y “Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón; porque de él mana la vida”. (Prov 4:23).

Atesoremos la presencia de Dios en nuestras vidas y apreciemos la unción del Espíritu Santo. No hay cosa más preciosa y valiosa.

Escudríñanos Señor, desarraiga la naturaleza carnal que llevamos dentro, que siempre quiere dominar.

Bendiciones…..


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