La Colochita Dorada

Todos saben que en Chiapas, a las chicas con cabello rizado, chino u ondulado se les dice Colochas.

Pues bien, a ella le decían Colochita Dorada. Colochita, por lo ya antes dicho, y Dorada porque era rubia. A veces su madre se preguntaba de dónde había sacado el color de cabello. ¿La habría dejado mucho tiempo al sol?

Pero rubia o morena, lacia o rizada, la Colochita Dorada debía cumplir con sus obligaciones. Todas las mañanas, antes de ir a la escuela, caminaba hasta la casa de su abuelita para dejarle el desayuno. Su abuelita estaba enferma; siempre. Si no le punzaba la cabeza, le dolían las piernas; si no se quejaba del estómago, entonces se enfadaba con su espalda.

Así que, esa mañana, la Colochita Dorada se dirigía a casa de su abuelita con una bolsa de plástico en la mano y dos recipientes, uno con arroz, el otro con pollo en mole rojo. Por algún motivo, la Colochita pensó en la Caperucita. Pero a la Colochita Dorada no le sucedía nada interesante, como en los cuentos de hadas. No tenía madrastra, ni hermanastras; tampoco era tan pobre que no tuviera nada para comer.

Por andar de distraída, se perdió. En lugar de ir para la izquierda en la calle de la paletería, se dio la vuelta en la calle de la farmacia. Pero ni lo notó, porque todas las calles eran iguales, rectas y con casas a los lados, polvorientas y sin mucha gente en los alrededores.

Hasta que caminó tres cuadras, se detuvo en seco. Ya debía ver la casa azul de su abuelita. Aunque deslavada, era azul. Pero solo detectaba fachadas blancuzcas y grisáceas. ¿Qué hacer? ¿Regresar hasta la esquina y retomar el camino? La lógica le dictó que si viraba a la derecha, entroncaría con la calle de abuelita. Lástima que la Colochita era pésima para reconocer su derecha de su izquierda.

Así que unos minutos después, reconoció que estaba completamente desubicada. Se empezó a preocupar, y no porque llegaría tarde a la escuela ni porque se enfriaría el desayuno, sino porque no sabía cómo volver a su casa.

En eso, notó un zaguán abierto. Buscaría a quién preguntar. ¿Alguien en casa? Nadie respondió. La Colochita dio unos pasos hacia el patio. Solo había un perro dormido, que ni siquiera ladró. La puertita del fondo conducía a un cuarto sencillo, con una mesa y tres sillas. Y en cada lugar, unos tamalitos con atole. Abrió las hojas del primer tamal, de rajas. No le gustaba. Abrió las hojas del segundo tamal, de salsa verde. No le gustaba. Abrió las hojas del tercer tamal, de dulce. Se lo comió en tres mordidas. Tanta caminada le produjo apetito.

Después de tomarse el atolito, sintió un gran sueño y se dirigió al cuarto trasero. Vio una cama matrimonial. Demasiado grande. Después una individual. Demasiado pequeña. Finalmente vio una hamaca. ¡Qué delicia! Y la Colochita Dorada se quedó dormida.

No escuchó mientras los tres habitantes de la vivienda regresaban de su caminata matutina. Les gustaba dar cinco vueltas al parque más cercano antes de desayunar. Tampoco oyó sus quejas. ¿Quién abrió mi tamal? ¿Quién abrió mi tamal? ¡Quién se comió mi tamal y se bebió mi atole!

Tampoco percibió cuando los tres habitantes se asomaron a la puerta y descubrieron la cama matrimonial vacía, la cama individual vacía y la hamaca ocupada. Hasta que sintió el aliento de los dueños de la casa, la Colochita saltó del susto.

Pero no, no se trataba de tres osos, sino del padre, la madre y un hijo, ¡Carlos!, su compañero de tercer grado.

—¿Qué haces aquí, Colocha?

—Pues… —trató de explicarles, pero la madre miró el reloj: —¡Se les hará tarde para la escuela!

—¿Pero ahora qué voy a desayunar? —se quejó el niño.

La Colochita se acordó del pollito con mole, y como de por sí llegaría tarde con su abuelita, convidó a todos el rico desayuno. Al día siguiente, la Colochita Dorada llevó tres recipientes, en vez de uno, a casa de su abuelita.

Su abuelita entonces la recibió con un gruñido: —Ayer pasé hambre por tu culpa. Ahora me dará el soponcio.

La Colochita le sirvió arroz, papas con chorizo y chicharrón en salsa. Y mientras su abuelita devoraba —y por cierto, no le dio el soponcio—, la Colochita imaginó a Carlos regresando de su caminata matutina para comer su tamal de dulce con un delicioso atole de fresa.

—¿Y aprendiste la lección?

—Por supuesto, abuelita. No debe uno dejar el desayuno servido, o un extraño que ande perdido se lo puede devorar.


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