Las Escrituras y el pecado


Por A.W. Pink

1. Un individuo se beneficia espiritualmente, cuando la Palabra le redarguye o convence de pecado. Esta es su primera misión: revelar nuestra corrupción, exponer nuestra bajeza, hacer notoria nuestra maldad. La vida moral de un hombre puede ser irreprochable, sus tratos con los demás impecables, pero cuando el Espíritu Santo aplica la Palabra a su corazón y a su conciencia, abriendo sus ojos cegados por el pecado para ver su relación y actitud hacia Dios, exclama: « ¡Ay de mí, que estoy muerto! » Es así que toda alma verdaderamente salvada es llevada a comprender su necesidad de Cristo. «Los que están sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos» (Lucas 5:31). Sin embargo no es hasta que el Espíritu aplica la Palabra con poder divino que el individuo comprende y siente que está enfermo, enfermo de muerte.
Esta convicción que le hace comprender que la destrucción que el pecado ha realizado en la constitución humana, no se restringe a la experiencia inicial que precede inmediatamente a la conversión. Cada vez que Dios bendice su Palabra en mi corazón, me hace sentir cuán lejos estoy, cuán corto me quedo del standard que ha sido puesto delante de mí. «Sed santos en toda vuestra manera de vivir» (1ª Pedro 1: 15). Aquí, pues, se aplica la primera prueba: cuando leo las historias de los fracasos deplorables que se encuentran en las Escrituras, ¿me hace comprender cuán tristemente soy como uno de ellos? Cuando leo sobre la vida perfecta v bendita de Cristo, ¿no me hace reconocer cuán lamentablemente soy distinto de El?
2. Un individuo se beneficia espiritualmente, cuando la Biblia le hace sentir triste por su pecado. Del oyente como el terreno pedregoso se nos dice que «oye la palabra y al momento la recibe con gozo; pero no tiene raíz en sí mismo» (Mateo 13:20, 21); pero de aquellos que fueron convictos de pecado bajo la predicación de Pedro se nos dice que «se compungieron de corazón» (Hechos 2:37). El mismo contraste existe hoy. Muchos escuchan un sermón florido, o un mensaje sobre «la verdad dispensacional» que despliega poderes de oratoria o exhibe la habilidad intelectual del predicador, pero que, en general, contiene poco material aplicable a escudriñar la conciencia. Se recibe con aprobación, pero la conciencia no es humillada delante de Dios o llevada a una comunión más íntima con El por medio del mensaje. Pero cuando un fiel siervo de Dios (que por la gracia no está procurando adquirir reputación por su «brillantez») hace que la enseñanza de la Escritura refleje sobre el carácter y la conducta, exponiendo los tristes fallos de incluso los mejores en el pueblo de Dios, y aunque muchos oyentes desprecien al que da el mensaje, el que es verdaderamente regenerado estará agradecido por el mensaje que le hace gemir delante de Dios y exclamar: «Miserable hombre de mí.» Lo mismo ocurre en la lectura privada de la Palabra. Cuando el Espíritu Santo la aplica de tal manera que me hace ver y sentir la corrupción interna es cuando soy realmente bendecido.
¡Qué palabras se hallan en Jeremías 31:19!: «Me castigué a mí mismo; me avergoncé y me confundí.» ¿Tienes alguna idea, querido lector, de una experiencia semejante? ¿Te produce el estudio de la Palabra un arrepentimiento así y te conduce a humillarte delante de Dios? ¿Te redarguye de pecado de tal manera que eres llevado a un arrepentimiento diario delante de El? El cordero pascua¡ tenía que ser comido con «hierbas amargas» (Éxodo 12:8); y del mismo modo, a los que nos alimentamos de la Palabra, el Santo Espíritu nos la hace «amarga» antes de que se vuelva dulce al paladar. Nótese el orden en Apocalipsis 10:9: «Y me fui hacia el ángel diciéndole que me diese el librito. Y él me dijo: Toma, y cómetelo entero; y te amargará el vientre, pero en tu boca será dulce como la miel.» Esta es siempre la experiencia: debe haber duelo antes del consuelo (Mateo 5:4); humillación antes de ensalzamiento (1ª Pedro 5:6).
3. Un individuo se beneficia espiritualmente, cuando la Palabra le conduce a la confesión de pecado. Las Escrituras son beneficiosas por «corregir» (2ª Timoteo 3:16), y un alma sincera re conocerá sus faltas. Se dice de los que son carnales: «Porque todo aquel que obra el mal, aborrece la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean redargüidas» (Juan 3:20). «Dios, sé propicio a mi pecador» es el grito de un corazón renovado, y cada vez que somos avivados por la Palabra (Salmo 119) hay una nueva revelación y un nuevo confesar nuestras transgresiones ante Dios. «El que encubre su pecado no prosperará: pero el que lo confiesa y se enmienda alcanzará misericordia» (Proverbios 28:13). No puede haber prosperidad o fruto espiritual (Salmo 1:3), mientras escondemos en nuestro pecho nuestros secretos culpables; sólo cuando son admitidos libremente ante Dios, y en detalle, podemos alcanzar misericordia.
No hay verdadera paz para la conciencia y no hay descanso para el corazón cuando enterramos en él la carga de un pecado no confesado. El alivio llega cuando abrimos nuestro seno a Dios. Notemos bien la experiencia de David: «Mientras callé, se consumieron mis huesos, en mi gemir de todo el día. Porque de día y de noche pesaba sobre mí tu mano; se volvió mi verdor en sequedades de estío» (Salmo 31: 3, 4). ¿Es este lenguaje figurativo, aunque vivo, algo ininteligible para ti? ¿0 más bien cuenta tu propia historia espiritual? Hay muchos versículos de la Escritura que no son interpretados satisfactoriamente por ningún comentario, excepto el de la experiencia personal. Bendito verdaderamente es lo que sigue a continuación, que dice: «Mi pecado te declaré y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová; y Tú perdonaste la maldad de mi pecado» (Salmo 32:5).
4. Un individuo se beneficia espiritualmente, cuando la Palabra produce en él un profundo aborrecimiento al pecado. «Jehová ama a los que aborrecen el mal» (Salmo 97:10). «No podemos amar a Dios sin aborrecer aquello que El aborrece. No sólo debemos aborrecer el mal y rehusar continuar en él, sino que debemos tomar armas contra él, y adoptar ante él una actitud de sana indignación» (C. H. Spurgeon). Una de las pruebas más seguras a aplicar a la supuesta conversión es la actitud del corazón respecto al pecado. Cuando el principio de la santidad ha sido bien implantado, habrá necesariamente un odio a todo lo que sea impuro. Si nuestro odio al mal es genuino, estamos agradecidos cuando la Palabra corrige incluso el mal que no habíamos sospechado.
Esta fue la experiencia de David: «Por tus mandamientos he adquirido inteligencia; por eso odio todo camino de mentira» (Salmo 119:104). Fijémonos bien, que no dice «abstenerse» sino «odiar». «Por eso me dejo guiar por todos tus mandamientos sobre todas las cosas, y aborrezco todo camino de mentira» (Salmo 119:128). Pero lo que hace el malvado es completamente opuesto: «Pues tú aborreces la corrección y echas a tu espalda mis palabras» (Salmo 50:17). En Proverbios 8:13, leemos: «El temor de Jehová es aborrecer el mal» y este temor procede de leer la Palabra de Dios: véase Deuteronomio 17:18, 19. Con razón se ha dicho: «Hasta que se odia el pecado, no puede ser mortificado; nunca gritarás contra él, como los judíos hicieron contra Cristo: Crucifícale, crucifícale, hasta que el pecado te sea tan aborrecible como El era a ellos» (Edward Reyner, 1635).
5. Un individuo se beneficia espiritualmente, cuando la Palabra le hace abandonar el pecado. «Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo» (2ª Timoteo 2:19). Cuanto más se lee la Palabra con el objetivo definido de descubrir lo que agrada y lo que desagrada al Señor, más conoceremos cuál es su voluntad; y si nuestros corazones son rectos respecto a El, más se conformarán nuestros caminos a su voluntad. Habrá un «andar en la verdad» (3ª Juan 4). Al final de 2ª Corintios 6 hay unas preciosas promesas para aquellos que se separan de los infieles. Obsérvese, aquí, la aplicación que el Espíritu Santo hace de ellas. No dice: «Así que, hermanos, puesto que tenemos estas promesas, consolémonos y tengamos satisfacción en las mismas», sino que lo que dice es: «limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios» (2ª Corintios 7: 1).
«Vosotros estáis ya limpios por la palabra que os he hablado» (Juan 15:3). Aquí hay otra regla importante con la cual deberíamos ponernos frecuentemente a prueba nosotros mismos: ¿Produce la lectura y el estudio de la Palabra de Dios en mí una limpieza en mis caminos? Antaño se hizo la pregunta: « ¿Con qué limpiará el joven su camino?», y la divina respuesta fue «con guardar tu Palabra». Sí, no simplemente con leerla, creerla o aprenderla de memoria, sino con la aplicación personal de la Palabra a su «camino». Es guardando exhortaciones como: «Huye de la fornicación» (1ª Corintios 6: 18); «Huye de la idolatría» (1ª Corintios 10: 14); «Huye de estas cosas»: (el amor al dinero); «Huye de las pasiones juveniles» (2ª Timoteo 2:22), que el cristiano es llevado a una separación práctica del mal; porque el pecado ha de ser no sólo confesado sino «abandonado» (Proverbios 28:13).
6. Un individuo se beneficia espiritualmente, cuando la Palabra le fortifica contra el pecado. Las Sagradas Escrituras nos han sido dadas no sólo con el propósito de revelarnos nuestra pecaminosidad innata, y las muchas maneras por las que «estamos destituidos de la gloria de Dios» (Romanos 3:23), sino también para enseñarnos cómo obtener liberación del pecado, cómo evitar el desagradar a Dios. «En mi corazón he guardado tus dichos, para no pecar contra ti» (Salmo 119: 11). Esto es lo que se requiere de nosotros. «Recibe la instrucción de su boca y pon sus palabras en tu corazón» (Job 22:22). Son particularmente los mandamientos, las advertencias, las exhortaciones que necesitamos hacer nuestras y guardar como un tesoro; aprenderlas de memoria, meditar en ellas, orar sobre ellas y ponerlas en práctica. La única manera efectiva de tener un huerto libre de hierbas, es poner plantas y cuidarlas: «Vence con el bien el mal» (Romanos 12:21). Para que la Palabra de Cristo habite en nosotros más «abundantemente » (Colosenses 3: 16), es necesario que haya menos oportunidad para el ejercicio del pecado en nuestros corazones y en nuestras vidas.
No basta con asentir meramente a la veracidad de las Escrituras; se requiere que las recibamos en nuestros afectos. Es de la mayor solemnidad el notar que el Espíritu Santo especifica como base de apostasía el que «no recibieron el amor de la verdad para ser salvos» (2ª Tesalonicenses 2: 10). « Si se queda solo en la lengua o en la mente, es sólo asunto de habla y especulación, pronto se habrá desvanecido. La semilla que permanece en la superficie pronto es comida por las aves del cielo. Por tanto escóndela en la profundidad; que del oído vaya a la mente, de la mente al corazón; que se sature más v más. Sólo cuando prevalece como soberana en el corazón la recibimos con amor: cuando es más querida que cualquier otro deseo, entonces permanece» (Thomas Manton).
Nada más nos guardará de las infecciones de este mundo, nos librará de las tentaciones de Satán, y será tan efectivo para preservarnos del pecado como la Palabra de Dios recibida con afecto: «La ley de su Dios está en su corazón; por tanto sus pies no resbalarán» (Salmo 37:31). En tanto que la verdad se mantiene activa en nosotros, agitando nuestra conciencia, y es realmente amada, seremos preservados de caer. Cuando José fue tentado por la esposa de Potifar, dijo: « ¿Cómo haría Yo este gran mal y pecaría contra Dios?» (Génesis 39:9). La Palabra estaba en su corazón, y por tanto tuvo poder para prevalecer sobre el deseo; la santidad inefable, el gran poder de Dios que es capaz a la vez de salvar y de destruir. Nadie sabe cuándo va a ser tentado: por tanto es necesario estar preparado contra ello. « ¿Quién de vosotros dará oídos… y escuchará respecto al porvenir?» (Isaías 42:23). Sí, hemos de ver venir el futuro y estar fortalecidos contra toda eventualidad, parapetándonos con la Palabra en nuestros corazones para los casos inesperados.
7. Un individuo se beneficia espiritualmente, cuando la Palabra hace que practique lo opuesto al pecado.«El pecado es la trasgresión de la ley» (1ª Juan 3:4). Dios dice: «Harás esto», el pecado dice: «No harás esto»; Dios dice: «No harás esto», el pecado dice: «Haz esto.» Así pues, el pecado es una rebelión contra Dios, la decisión de seguir «por su camino» (Isaías 53:6). Por tanto el pecado es una especie de anarquía en el reino espiritual, y puede hacerse semejante a hacer señales con una bandera roja a la cara de Dios. Por otra parte, lo opuesto a pecar contra Dios es el someterse a El, como lo opuesto al desenfreno y licencia es el sujetarse a la ley. Así, el practicar lo opuesto al pecado es andar en el camino de la obediencia. Esta es otra razón principal por la que se nos dieron las Escrituras: para hacer conocido el camino que es agradable a Dios. Son provechosas no sólo para reprender y corregir, sino también para «instruir en justicia».
Aquí, pues, hay otra regla importante por la que podemos ponernos a prueba nosotros mismos. ¿Son mis pensamientos formados, mi corazón controlado, y mis caminos y obras regulados por la Palabra de Dios? Esto es lo que el Señor requiere: «Sed obradores de la palabra, no solamente oidores, engañándoos a vosotros mismos» (Santiago 1: 22). Es así que se expresa la gratitud y afecto a Cristo: «Si me amáis guardad mis mandamientos» (Juan 14:15). Para esto es necesario la ayuda divina. David oró: «Guíame por la senda de tus mandamientos, porque en ella tengo mi complacencia» (Salmo 119:35). «No sólo necesitamos luz para conocer el camino, sino corazón para andar en él. Es necesario tener dirección a causa de la ceguera de nuestras mentes; y los impulsos efectivos de la gracia son necesarios a causa de la flaqueza de nuestros corazones. No bastará para hacer nuestro deber el tener una noción estricta de las verdades, a menos que las abracemos y las sigamos» (Mantón). Notemos que es «el camino de tus mandamientos»: no un camino a escoger, sino definitivamente marcado; no una «carretera» pública, sino un «camino» particular.
Que el autor y el lector con sinceridad v diligencia se midan, como en la presencia de Dios, con las siete medidas que hemos enumerado. ¿Te ha hecho el estudio de la Biblia más humilde, o más orgulloso, orgulloso del conocimiento que has adquirido? ¿Te ha levantado en la estimación de tus prójimos, o te ha conducido a tomar una posición más humilde delante de Dios? ¿Te ha producido un aborrecimiento más profundo y una prevención contra ti mismo, o te ha hecho más indulgente y complacido de ti mismo? ¿Ha sido causa de que los que se relacionan contigo, o quizá aquellos a quienes enseñas, digan: Desearía tener tu «conocimiento» de la Biblia; o te ha hecho decir a ti: Señor, dame la fe, la gracia y la «santidad» de mi amigo, de mi maestro? «Ocúpate en estas cosas; permanece en ellas, para que tu aprovechamiento sea manifiesto a todos» (1ª Timoteo 4:15).





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