Y no vi en ella templo; porque el Señor Dios Todopoderoso es el templo de ella, y el Cordero. (Apoc. 21: 22.)
Podemos dirigirnos al Señor usando la cariñosa expresión: «Padre nuestro», que es muestra del afecto que profesamos y una garantía de su tierna preocupación y amistad hacia nosotros. Y el Hijo de Dios, al contemplar a los herederos de la gracia, «no se avergüenza de llamarlos hermanos». La relación de éstos con Dios es más sagrada aun que la de los ángeles que nunca pecaron.
Todo el amor paterno que se ha manifestado en el curso de todas las generaciones a través del corazón humano, todos los manantiales de ternura que surgieron en el alma de los hombres, no son más que un fino arroyuelo comparado con un océano ilimitado, frente al amor infinito e inagotable de Dios.
El cielo consiste en acercarse incesantemente a Dios por Cristo. Cuanto más tiempo gocemos de este cielo de bienaventuranza, tanto más de la gloria se abrirá ante nosotros; y cuanto más conozcamos a Dios, tanto más intensa será nuestra felicidad.
¿Y cuál será la dicha del cielo sino ver a Dios? ¿Qué gozo mayor podrían gozar los pecadores salvados por la gracia de Cristo que el de contemplar el rostro de Dios y conocerlo como Padre suyo?
¡Qué consuelo infunde contemplarlo con el ojo de la fe, de manera que contemplándolo nos asemejemos a él! Y ¡cuánto mayor será el gozo de contemplarlo tal cual es, sin que se interponga un velo nublador entre nosotros!
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