LOS AMARGADOS

Eran dos hermanos. Los dos eran ricos. Eran amados por el padre. Pero ambos tenían sus raíces de amargura que no les dejaban disfrutar sus bienes…
Un día, al pequeño se le ocurrió la brillante idea de declarar muerto a su papá y le pidió su herencia. El mayor, aunque no pidió nada sí acepto la parte que le correspondía. Así que aquí tenemos a dos hermanitos, cada uno con su pedazo de amargura. El pequeño pensó que podía alcanzar el éxito fuera de su casa paterna. Se creyó grande y todo-lo-puedo. Como era el segundo, no tenía el privilegio del primero: recibir más dinero que él. Pero lo que le tocó fue suficiente para darse la gran vida.
¿Cual era su cólera? Que a su hermano mayor, según las costumbres de aquellos tiempos, por ser primogénito le tocaban tres terceras partes de la herencia. A él solo una. Así que ya puede imaginarse el sentir del jovencito. Así que un día, amaneció decidido, arregló su mochila, metió su walkman con su música favorita, se puso sus tenis especiales para caminar, se olvidó del papá, del fastidioso hermano mayor y se largó de la casa. Según él le esperaba el éxito a la vuelta de la esquina. Como era un papi-paga, pensó que la cosa era fácil. Que el dinero de papi le abriría las puertas de todo y de todos… ¡Craso error! Al poco tiempo, en lugar de estar sentado detrás de un escritorio gerencial de madera de nogal, atendido por tres secretarias  y un asistente privado que le llevara su maletín, se encontró cuidando cerdos… Sí, leyó bien. Cuidando cerdos. ¡Ah! y lo peor era que los cerdos comían mejor que él. El dinero se le había acabado. La vida loca se lo tragó todo. Así que tuvo que descender hasta hallarse en esa situación. Deseaba comer aunque fuera de lo que comían los animales. Y, ¡oh! paradoja… no le permitían hacerlo…
El otro, mientras tanto, rumiando su amargura se desquitaba trabajando duro. Pensaba que agradar al Padre era el trabajo. A pesar que era heredero y primogénito se desvalorizaba tanto que necesitaba llegar cansado a la casa para que su papá tuviera palabras de aliento para él… Pero su papá no quería eso… Papá quería que su hijo entrara a la fiesta a celebrar… pero éste estaba muy enojado.
Lo primero que hizo con el pequeño que regresó fue besarlo. El padre deseaba hacerlo pero el muchacho era muy esquivo… Lección: permítale al Padre tener ternura, amor, abrazos, besos y cariños para usted. Solo déjese amar. No tiene que hacer nada más. Solo quédese quieto. No se vaya a cuidar cerdos. Quédese en casa y vivirá la aventura más hermosa de su vida: El Amor del Padre…
Otra lección: Cuando el Padre le invite a entrar en la fiesta, no se prive de hacerlo. Entre, disfrute, no se fije en el otro hermano. Lo importante en la fiesta es quien la brinda, no el invitado. Y es el Padre quien nos invita, el que organiza, el que paga todo, el que pone todo… Solo entremos y disfrutemos el momento.
De los dos hermanos, uno aceptó la invitación. Era un amargado por el privilegio de su hermano mayor pero la aflicción de haberse ido de casa le permitió valorar inmensamente el Amor precioso de Papá… mientras el que no se fue, el que se quedó se perdió el privilegio de danzar, comer, soñar, vivir y disfrutar la fiesta…
Los dos eran amargados… solo uno decidió cambiar… y ese fue el pequeño. Curioso, ¿verdad? Espero que no nos creamos tan «grandes» que ya no aceptemos participar en la Fiesta del Padre.

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