Y dijo: De cierto os digo, que si no os volveis y os haceis como niños, no entrareis en el reino de los cielos.

Mateo 18:3

Tengo la bendición de trabajar por las tardes como canguro de dos niñas de 19 meses y 9 años. Hoy, la más pequeña se ha puesto a llorar sin motivo aparente. No era un lloro de gritos ni de berrinche ni de pataleos. Estaba sollozando, haciendo pucheros y de sus ojos caían lagrimones como puños. Señalando con el dedo me pedía que la llevara a algún sitio (apenas dice dos palabras seguidas). Al final supe dónde quería que la llevara: fuera del piso, en la puerta del ascensor, dos escasas horas antes de había ido su padre.

El versículo sin esta anecdota puede costar de entender: Dios nos quiere como hijos. Parece algo fácil: todos somo hijos de alguien. Pero, ¿alguien se acuerda de cuando tenía 19 meses y hacia pucheros cuando su padre no estaba?
Podemos querer a Dios, buscarle, intentar entenderle a través de la lectura de la palabra; pero, por naturaleza, crecemos y esa relación es cada vez complicada y dura.
¿Cuantas veces nos hemos sentido como la primera vez que notamos el calor de Dios a nuestro alrededor?

Tenemos que ser hijos para entender que él es nuestro Padre.


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