Por su parte, Josué, hijo de Nun, y Caleb, hijo de Jefuné, que habían participado en la exploración de la tierra, rasgaron sus vestiduras y, dirigiéndose a toda la comunidad israelita, dijeron: —La tierra que hemos recorrido y explorado es una tierra muy buena. Si el Señor nos es propicio, nos conducirá a esa tierra y nos la entregará; es una tierra que mana leche y miel. Ustedes hacen, pues, mal en rebelarse contra el Señor y en temer a los habitantes de esa tierra. Nos los comeremos como si fueran pan, porque el dios que los protege se ha apartado de ellos, mientras que con nosotros está el Señor; por lo tanto, no los teman. (NÚMEROS 14:6-9 BLPH)
El pueblo de Israel se sintió acobardado ante los desafíos que tenían por delante. El reto era tan grande, tan desproporcionado a sus ojos, que oscurecía y hacia palidecer todos los milagros e intervenciones del Señor que había experimentando una y otra vez desde que salieron de Egipto. La muerte de los primogénitos, el paso del Mar Rojo, la provisión sobrenatural del Señor, todo ello se olvidó i relativizó delante del nuevo y singular reto.
Puedo entenderlo porque, para ser honesto, yo mismo lo he experimentado en mi propia vida. Miro hacia atrás y no puedo sino afirmar que el Señor ha sido fiel una y otra vez en maneras previsibles y en maneras imprevisibles pero ciertamente ha sido fiel, ha provisto, ha salvado, se ha manifestado, sin embargo, hay momentos en que el nuevo reto parece imposible, insuperable y olvido que, como en el pasado, Dios intervendrá lo veo y visualice yo o no.
No pienso que Caleb y Josué fueran unos visionarios temerarios. Su análisis de la realidad fue preciso y honesto, ni negaron ni minimizaron los retos, simplemente no olvidaron colocar a Dios en la ecuación y, lamentablemente, eso es lo que en más de una ocasión me pasa a mí, olvidó colocar al Señor donde debe estar.
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