PADECES DOLOR, HUMILLACIÓN,SOLEDAD, BURLA DESPRECIO… ?

“Mirad y ved si hay dolor semejante a mi dolor” (Lam 1, 12).

El sufrimiento es también una realidad misteriosa y desconcertante. Pues bien, nosotros, los cristianos, mirando a Jesús crucificado encontramos la fuerza para aceptar este misterio, no hay un ser humano sobre la faz de la tierra que haya sufrido lo que sufrió Jesús.

Decía Juan Pablo II que” La fe en Cristo no suprime el sufrimiento, pero lo ilumina, lo eleva, lo purifica, lo sublima, lo vuelve válido para la eternidad.

Para quien cree en Cristo, las penas y los dolores de la vida presente son signos de gracia y no de desgracia, son muestra de la infinita benevolencia de Dios, que desarrolla aquel designio de amor, según el cual, como dice Jesús, el sarmiento que dé fruto, el Padre lo podará, para que dé más fruto. (Jn 15, 2)

No puede comprenderse la Pasión sino desde la intención y propósito divino. Cada lágrima del Señor, cada tristeza, cada herida en su carne, cada gota de sangre derramada, debe ayudarnos a comprender la grandeza del amor de Dios en Jesucristo. Su dolor manifiesta su amor. Así como son sus dolores, así son sus amores. Si observamos los padecimientos de Cristo, podremos descubrir nuevamente el inmenso amor de Dios hacia nosotros, y encontrar esa fuerza que tuvo Jesús, partiendo del hecho de que nuestros padecimientos siempre serán ínfimos comparados con los de Jesús.

Los sufrimientos del Señor

Comencemos en el huerto de los olivos. Allí Jesús representa en su interior la Pasión que se aproxima (“Entonces comenzó a entristecerse y angustiarse”; “mi alma siente una tristeza de muerte”). Getsemaní es la conciencia de la Pasión y su ofrecimiento al Padre. La tristeza y el dolor son la conciencia o percepción de un padecimiento. Jesús siente por anticipado su dolor. Siente, de algún modo, lo que padecerá. Siente los golpes, los látigos, las espinas, los clavos. Siente el abandono de sus discípulos, la soledad, la burla, el desprecio, las blasfemias, el odio, la muerte. Todo esto lo lleva a su corazón y lo ofrece al Padre en la oración (“Que no se haga mi voluntad, sino la tuya”). Lleva la muerte a su alma y la hace voluntaria.

Jesús entrega todo este sufrimiento al Padre en Oración: Que no haga mi voluntad sino la tuya; esta es la clave ante el sufrimiento, ante el dolor, entregarlo al Padre en Oración y aceptar su voluntad, en silencio, sin lamentos, como lo hizo Jesús.

La representación de su Pasión es intensísima. La angustia abre sus venas. La tensión nerviosa contrae su carne y de sus poros brota sudor y sangre (Lc 22. 44).

Apresan a Jesús y comienzan los juicios. Jesús pasa la noche de un tribunal a otro, siendo juzgado, maltratado, difamado. A nada de esto es indiferente el Señor. Su sensibilidad es riquísima, mucho mayor que la nuestra. Su silencio no es estoico, sino sentido, contenido, dolido. El Señor se conmueve ante el abandono de sus cercanos, el odio de todos, el rechazo de su Pueblo (“Cuando estuvo cerca –de Jerusalén-, y vio la ciudad, se puso a llorar por ella diciendo: ¡Como quisiera que hoy supieras o que te puede traer paz,…!” Lc 19, 41).

Se burlan de Cristo. El Señor guarda silencio y perdona, “no saben lo que hacen”.

¡Lo flagelan! (“Sobre mis espaldas metieron el arado, y abrieron largos surcos” Salmo 128, 3). Los látigos tenían bolillas de plomo en sus extremos. Cada golpe arrancaba pedazos de carne, cada vez con mayor profundidad. Los golpes caen sobre su hombros y espalda, sobre su pecho, sobre su piernas y brazos, sobre su rostro (“Puedo contar todos mis huesos, y ellos me miran con aire de triunfo” Salmo 21, 18).Rompen la carne, surcan el cuerpo, añaden llagas sobre llagas. Abren sus espaldas hasta descubrir sus entrañas, y en poco tiempo no dejan en él figura de hombre… (Is 1, 6).”[1] Los golpes lo asfixian. A pesar del gran esfuerzo, no puede respirar.

Luego viene la coronación de espinas. Las espinas se injertan sobre su cuero cabelludo, en la piel, en la carne. Lo golpean con una caña y agudísimas astillas penetran aún más en su cabeza. De la multitud de arterias brota mucha sangre que cubre todo su rostro y su cuerpo. Jesús queda aturdidísimo y con terribles jaquecas. Su fiebre es altísima. Los soldados se burlan del Señor.

Camino al calvario colocan la cruz sobre las profundas heridas de sus hombros, casi sobre sus huesos, muy expuestos. No hace falta ser visionario ni recurrir a la Tradición para saber que el Señor está totalmente exhausto, agotado, sin fuerza alguna. Se encuentra muy deshidratado (“Mi garganta está seca como una teja y la lengua se me pega al paladar” Salmo 21, 16). Hace mucho tiempo no injiere agua y ha perdido gran cantidad de sangre. Casi no puede hablar. Todo su cuerpo tiembla. Por poco no ve. Sus ojos y pómulos están hinchados por los golpes, cubiertos de sudor, sangre y tierra. Tambalea. El Señor cae, inevitablemente, y por eso la necesaria ayuda del Cireneo (“Soy como agua que se derrama, todos mis huesos están dislocados” Salmo 21, 15). La gente continúa burlándose de Jesús.

Llegan al calvario y lo desnudan (“soy un gusano, no un hombre, vergüenza de la gente, desprecio del Pueblo” Salmo 21, 7). Su cuerpo está todo inflamado por los golpes, abierto por las heridas, ya infectadas. Y como si fuera poco, ¡Lo crucifican! ¡Jesús! (“Taladran mis manos y mis pies, y me hunden en el polvo de la muerte” Salmo 21, 17-18) “La muerte de los crucificados es la más terrible, puesto que son clavados en las partes más nerviosas y sensibles, esto es, las manos y los pies; y el peso mismo del cuerpo, que pende continuamente, aumenta el dolor, puesto que no mueren inmediatamente” (S Th III, 46, 6). Los clavos rompen carne, fibras nerviosas, arterias, venas, tendones. Estalla de dolor su alma, su conciencia. Los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos se burlan de Cristo. El Señor agoniza y muere.

La Pasión del Jesús ha conmovido y convertido a los hombres más endurecidos por el pecado, a los más alejados del Señor. Ha puesto fe y esperanza en lo que “estaba perdido”, vida en lo que “estaba muerto”. Era necesario que padeciera todas estas cosas (Jn 3, 15; Lc, 24, 44):

“El soportaba nuestros sufrimientos, y cargaba con nuestras dolencias. El fue traspasado por nuestras rebeldías, y triturado por nuestras iniquidades. El castigo que nos da la paz, recayó sobre él, por sus heridas fuimos sanados. Todos andábamos errantes como ovejas, siguiendo cada uno su propio camino, y el Señor hizo recaer sobre él, las iniquidades de todos nosotros. Al ser maltratado, se humillaba, y ni siquiera abría su boca: como un cordero llevado al matadero, como una oveja muda, ante el que la esquila, él no abría su boca…solo aceptaba la voluntad del padre.

Jesús venció al mundo por nosotros, no podemos olvidar esto.Todo ese sacrificio no debe ser ignorado.

¿AUN SUFRES?


PAZ Y BIEN ¡¡¡

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