Pureza Sexual …. AQUELLOS ATARDECERES CON MI PADRE

Saludos nuevamente a todos ustedes que defienden día a día su pureza sexual

Recuerdo –como si hubiera ocurrido ayer– aquella tarde fresca de comienzos de año, cuando el sol ya se cansaba tras las montañas.  Sentado en la cocina de casa, estaba colándome un café de esos que te calientan por dentro y por fuera.  De repente, lo vi llegar.  Entrando lentamente en su carro –por el camino curvo que se pegaba al garaje– llegó justo hasta la ventana que miraba hacia el patio.

Por la hora y por ser un día de semana, me pregunté en fracciones de segundos: “Qué hará aquí, a este hora y hoy?”  Al salir por la puerta, me pude contestar la pregunta.  Allí estaba mi papá, caminando lentamente con una maleta en la mano.  Sus pasos ya eran algo pesados y lentos, faltos de coordinación y agilidad.  Era el comienzo del año 2001 y ya la cruel enfermedad de Parkinson azotaba con su avance demoledor todo el cuerpo mi viejo.

Al mirarlo con cara de interrogante, él solo encogió los hombros y me dijo: “Es que no me deja quieto, no me quita el guante de encima, me va a volver loco, y no puedo vivir así…”  Me apresuré a tomarle aquella maleta que había visto varias batallas y le dije, echándole el brazo por el hombro y ayudándole a subir el escalón que daba a la puerta de la casa: “Todo va a estar bien, Papi; no te preocupes.  Unas vacaciones te vienen bien aquí.”

Aunque llevábamos cinco años en esa casa de Cidra, mis papás nunca se habían quedado con nosotros.  No obstante, fue gracias a ellos que la pudimos comprar, porque no teníamos el dinero para dar el pronto que pedía el banco y mis papás nos lo dieron, como adelanto a la herencia de Mamina, la mamá de Papi.  De momento, al recordar ese detalle, me dije a mí mismo, “por lo menos puedo agradecerle a Papi lo que hizo para que pudiésemos comprar esta casa.  Ahora, puede quedarse con nosotros hasta que las aguas vuelvan a su nivel.”

El bullicio del café en la greca nos llamaba y su aroma llenaba toda la cocina, invitándonos para allá. Así, Papi y yo llegamos a la cocina, mientras mi amada Solimar nos servía el cafe en un tazón y preparaba el plato con galletas de soda, mantequilla y queso de bola. Usando como pretexto que se iba a preparar el cuarto para Papi, Solimar nos dejó solos para que pudiéramos hablar.  En medio de aquellos sorbos de café, mientras caía la tarde, escuché a mi viejo desahogarse.

El peso de aquella enfermedad lo tenía cansado y, junto a él, Mami también estaba exhausta.  Porque, por toda una vida, mi mamá había sido esposa, secretaria, mensajera, consejera y enfermera de mi Papá. Además, como matrona suramericana, Mami había sido cimiento y columna del hogar, quien tenía voz y voto en la vida de todos en la familia.  Porque proteger a todos y decidir lo que se iba a hacer era su función.  Este cansancio de los dos causado por el Parkinson había aumentado los choques, las frustraciones y la mala comunicación entre ellos.  Lo escuché en silencio, pidiéndole a Dios que me permitiera darle un buen consejo.  Al final de su desahogo, lo abracé y le dije:  “Papi, yo quiero que seas feliz, que tengas razones para seguir viviendo.  Tú y Mami se lo merecen.  Todo va a mejorar.”

A esa primera sesión de desahogo se sumaron muchas más.  Primero, Solimar se sentaba con él a la hora de cenar y mientras comían, Solimar le hablaba de la Biblia, de lo que Dios decía de sus hijos; de lo que Dios decía de él.  Luego, por las noches, Solimar se iba a acostar y ahí me quedaba yo con Papi, a veces hasta de madrugada, hablando de todos los temas imaginables.  Muchas de las conversaciones se centraban en la familia: en los abuelos, en los hijos, en los nietos, en el matrimonio, en los comienzos de nuestras vidas.

Poco a poco, pude hablar con mi Papá sobre temas que nunca pensé que hablaríamos: Temas relacionados con su falta de ganas de vivir, su miedo a la vejez y al quedar postrado en una cama, la disciplina violenta en su niñez y en la mía. Me contó que una vez, en la víspera de Navidades había cometido una travesura y que le habían dado una paliza. Luego de haberlo molido a golpes, le dijeron que al día siguiente le dejarían tremenda sorpresa en el árbol de Navidad.  Llegado el gran día, le dijeron que se acercara al árbol para ver su sorpresa y Papi se acercó, pero no podía ver nada. Le insistieron que mirara colgando en una de las ramas y allí lo pudo divisar: Un centavo.  De la rabia, mi papá agarró el centavo y lo tiró contra el suelo, lo que le ganó otra paliza.  Tenía cuatro años de edad.

Así, un día, también hablamos sobre mi abuso sexual.  Nunca le había dicho abiertamente lo que me había pasado a los cinco años, mientras ellos nos dejaban al cuido de una joven mujer que se ganó su confianza, cuando ellos se iban a trabajar para levantar la oficina.  Tampoco le había hablado sobre lo que ese abuso sexual causó en mi mente, en cómo tal experiencia me obsesionó con el sexo.  Allí, con lágrimas en los ojos, él me dijo que nuestras vidas, como niños de cinco años, no eran diferentes. También hablamos del modelaje de los padres a los hijos, lo que muchas veces nuestros propios padres nos enseñaron para asegurarse que sus hijos crecían como “machitos”.

Siguieron pasando las tardes y las noches de largas conversaciones con mi papá.  Entonces, Dios comenzó a fraguar Su milagro, porque entre aquellos sorbos de café, mientras el sol caía, mi padre se convirtió en mi amigo.  Aquel hombre y yo nos hermanamos. Como la Palabra menciona, el corazón del hijo se tornó al del padre y el corazón del padre se tornó al del hijo.  Entre nosotros se fraguó un nexo más fuerte que la sangre, porque era una mezcla de sangre con perdón; de sangre con comprensión; de sangre con misericordia; de sangre con sufrimiento compartido.

Allí, entre aquellos sorbos de café que nos calentaron por dentro y por fuera, el Amor de Dios fue el ingrediente primordial que nos fusionó para siempre.  Y entonces, un día, mi padre me pidió que lo llevara a la Iglesia con nosotros.  De hecho, al pedírmelo, me hizo un cuento de una tía evangélica que lo llevaba a la iglesia de niño, cuando sus padres tenían que salir y lo dejaban con ella.

Así, mi papá me acompañó a la iglesia por primera en casi 40 años.  Escuchar una predicación profunda, donde se analizaba la Palabra de Dios, lo entusiasmó.  Siempre me decía, “tu pastor es un hombre muy inteligente”.  Entonces, un día, ocurrió.  Aquel espíritu de mi papá no aguantó más el llamado que Dios le estaba haciendo.  Pidiéndome que lo acompañara al frente cuando se hizo el llamado, repetimos juntos la oración que se hizo cuando uno quiere entregarle su vida a Cristo.

Luego, siguieron pasando las semanas donde mi papá se enamoró de aquella Palabra.  ¿Qué ocurrió? Nunca más volví a escuchar a mi papá renegar de su vida o de su enfermedad.   Por el contrario, mi papá se abrazó al regalo de vivir, se abrazó a su enfermedad, no como castigo, sino como una oportunidad mayor para depender de Dios.  Atrás quedarían la vergüenza por los temblores; las molestias por el caminar lento y sin coordinación; la resistencia a salir donde la gente lo viera.  Volví a ver a mi papá sonreír, aun cuando se tomaba la sopa con sorbeto y se amarraba una servilleta al cuello para no mancharse la ropa.

Y así, un día, mi papá me escucho hablando con Mami y me dijo “envíale un beso…” Luego, cuando colgué, me preguntó si Mami le había recibido el beso.  Cuando le dije que sí y que ella también le enviaba uno, me dijo: “creo que es hora para regresar a la casa.”  Algo dentro de mí se me cayó a los pies.  Un sentimiento egoísta me decía que no dejara ir a mi papá, que me lo disfrutara hasta el último instante.  En aquellas últimas noches, mi papá y yo hablamos del perdón y la misericordia de Dios sobre nuestras fallas, sobre nuestros errores.

Abrazando a mi papá, le dije, “te perdono papi; yo sé que tú me diste lo mejor que tenías para darme.”  Nunca olvidaré aquel abrazo; lo sentí como aquel abrazo que se dan dos soldados que fueron a la guerra y que sobrevivieron.  ¿Acaso no éramos, precisamente, eso?  Dios tocó la vida de mi padre y la transformó.  El resto lo hizo el perdón y el amor, en aquellas inolvidables tardes de Cidra, entre sorbos de café cuando mi padre y yo construimos una amistad.

¿Tienes todavía perdones que dar o recibir con tu papá?  ¿Tienes todavía una amistad que construir con él, aún cuando los recuerdos no hayan sido los mejores, cuando el modelaje que te dio en algunas áreas haya sido erróneo?  Construye.  Salda las deudas.  Abraza, besa, sonríe, perdona.  Porque tú te mereces esa oportunidad, porque el que perdona recibe tanto o hasta más que el que es perdonado…

Hoy, se cumple un año desde que se fue con el Señor a la morada eterna.  Recuerdo aquella despedida en su última noche: Luego de orar por él junto a Adriana, mi nena mayor, extendió su mano para enviarme un beso y con él, una sonrisa…  Hoy se cumple un año que no lo abrazo y no lo beso, pero me queda una esperanza: La esperanza de saber que allá en la mesa de los cielos, mi Padre Eterno y mi Papá terrenal me esperan.  Allá, los abrazos, los besos y las sonrisas nunca se agotarán; allá los sorbos de café –durante atardeceres eternos– tendrán un aroma y un sabor incomparable.  Sí…. Algún día, algún día…

Un abrazo,

Edwin Bello

Fundador

Pureza Sexual…  ¡Riega  la  Voz!


PD: Escucha el audio testimonio de Edwin Bello de cómo pudo vencer a la lujuria sexual.  Presiona pureza sexual para acceder.

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