Pureza Sexual … CUANDO EL ABUSO SEXUAL ROBÓ TU INOCENCIA

Saludos nuevamente a todos ustedes que defienden día a día su pureza sexual

Hoy quiero hablar a la multitud de seres que fueron enmudecidos en su infancia por el abuso sexual. Quizás, como yo, aquel niño nunca tuvo la oportunidad de abrir su boca para denunciar cómo un adulto violentó su inocencia con lujuria.  Quizás, un agresor sexual disfrazado de persona confiable te convirtió en un juguete, en un objeto para satisfacer sus impulsos lujuriosos.  Hoy quiero decirte que no es tarde para que le des voz a ese niño que creció cargando un cruel secreto y que fue herido por una lujuria que no buscó.

En mi vida, ese niño estuvo enmudecido por más de treinta años, hasta que el dolor se hizo tan insoportable que no pude callarlo más.  El costo de esa espera fue gigantesco y trajo consigo cuantiosas pérdidas y víctimas.  Hoy, te pido, por tus hijos, por tus seres queridos, por ti mismo, que no calles más, que entregues todo tu dolor y todas tus heridas.  Estarán en buenas manos, porque El ya llevó todo tu dolor y todas tus heridas en la Cruz del Calvario.  Entrégaselos.  Porque sólo así podrás vivir en libertad, curado de esas heridas y de ese dolor que ya no te pertenecen.

¿Cómo comenzó toda este caminar para mí?  Sencillamente, confié en ella.  O mejor, dicho, ella se ganó mi confianza.  ¿Cómo no hacerlo?  A los cinco años, confiaba en todos los que estaban cerca de mí, que estaban en  mi casa, que me “cuidaban”.  Y ella sabía cuidarme con ternura y dulzura, especialmente cuando existía una agenda escondida.  Después de mi mamá y mis abuelas, ninguna otra mujer estaba tan cerca de mí para protegerme y darme lo que necesitara. Así que su presencia y sus palabras tenían un gran peso sobre mí.  Por eso es que recuerdo tan bien aquella tarde cuando me dijo que me comiera toda la comida porque ella tenía una especial sorpresa para mí.

Mi inocencia me hizo que comiera a toda prisa, dejando el plato limpio, ante la expectativa de recibir mi sorpresa.  Luego, aquella joven me diría que la sorpresa era tan especial que tenía que ser guardada en secreto entre nosotros.  ¿Podría rechazar ese regalo tan especial que ella me ofrecía; algo que era sólo para nosotros y para nadie más?

¿Sería un postre delicioso?  ¿Tal vez se trataba de un juguete que había visto en la tienda? A lo mejor era un salida al parque, para echarle maíz y jugar con las palomas que revoloteaban al rededor de la fuente. No. Nada de eso sería, porque realmente, no se trataba de las “sorpresas” que mi mente ingenua podía concebir.  Más bien, se trataba del despojo violento de una parte de mí.  Una parte que al ser robada dañaría mi concepto de pureza, amor y hombría por gran parte de mi vida.

Sin poderlo anticipar, sin entenderlo, estaba a punto de convertirme en un objeto.  Así, permitiendo que mi manita infantil cayera dentro de su mano –en la cual siempre confié– dejé el plato vacío sobre la mesa para que ella me guiara hasta su cuarto; aquel cuarto donde mi inocencia murió aplastada bajo el cuerpo de esa misma mujer que siempre prometió cuidarme.  Así sería desgarrada mi envoltura de niño, para ser abierto y utilizado por aquellas manos que nunca me inspiraron desconfianza.

Luego de aquel primer incidente de abuso sexual, una catarata de sentimientos inundaban mi pequeña mente…  ¿Por qué aquella sorpresa no me causó ningún agrado?  ¿Por qué algo tan “especial” me hacía sentir solo y aterrorizado?  ¿Por qué si era algo tan bonito para mí, ella no me dejaba ver nada, al tapar toda mi cara con una almohada que me asfixiaba y dejaba en una total oscuridad?  Así, seguí siendo abusado repetidamente, de manera cruel y violenta, por aquella joven que me decía constantemente que me amaba y que estaba seguro con ella.  ¿Por qué no podía entender dónde estaba lo especial y bonito de mi “sorpresa”?

Con el paso del tiempo, aquella joven victimaria se fue de la casa y nunca me atreví a abrir la boca para decirle a mi familia lo que me había pasado.  ¿Por qué?  Lo que mis ojos de niño veían era que mis padres adoraban a mi agresora, la veían como una hija mayor, que hacía una labor muy buena al cuidarme. Recuerdo cuando mi madre, llorosa me anuncio que mi victimaria se iba a “embarcar” para irse a los Estados Unidos.  ¿Podría alguien creerme si la delataba antes de la partida?  ¿Podría alguien pensar que esa mujer tan buena, que mis padres amaban como una hija, era realmente una abusadora sexual?  ¿Por qué no pude hablar antes de que se fuera?  Todas estas interrogantes me amordazaron; era mejor callar que decir algo que nadie creería.

A medida que fui creciendo, el recuerdo de mi abuso sexual me atacaba con una mezcla de emociones destructoras.  Acepté –luego de mucho negarlo– que aquella joven me había engañado; que su ofrecimiento sólo tenía el fin de robar mi inocencia y cubrirme con su lujuria descontrolada.  Entonces, habiendo dejado atrás mi infancia, me fustigaba por haber caído en aquella trampa: ¿Por qué no me di cuenta? ¿Por qué no lo detuve? ¿Por qué confié en ella? ¿Por qué fui tan tonto e inocente?  Una parte de mi ser quería hacerme responsable y culparme por ingenuo, mientras que otra parte de mí entendía que un niño de cinco años no tenía la astucia para entender la maldad que ronda por el mundo.

Luego, cuando decidí dejarme de culpar por aquel abuso, busqué en dónde vertir mi rabia por el engaño del cual fui objeto.  Vertirlo sobre aquella agresora, distante y relegada a un recuerdo pasado de mi vida no sería suficiente.  Tenía que buscar a alguien en mi presente con quien pudiera desquitarme.  Así, comencé a repetir las mismas conductas sexualizadas en mi escuela; comencé a retar toda frontera física de mis compañeros para buscar experiencias sexuales que no entendía todavía.  Tal vez –pensé en mis adentros– compartiendo las conductas sexuales que había aprendido, alivianaría el dolor que llevaba por dentro…  Así, de niño seducido, me convertí en joven seductor que estaba continuamente en problemas.

Indudablemente, otra persona que debería pagar por lo que me ocurrió era Dios.  ¿No se suponía que Él me protegiera?  ¿No se suponía que Él cuidara a las criaturas inocentes, en particular cuando la maldad de los adultos pretendía hacerles daño?  ¿No era Dios el protector por excelencia, el Padre que todo lo ve y que no abandona a ninguno de sus hijos, en particular a los más pequeños?  Así, le declaré la guerra a Dios.  Dudé de su existencia por años, porque su existencia era totalmente incompatible con lo que me había pasado.  En mi mente, la conclusión era clara: El abuso sexual de un niño, de una criatura indefensa ante las manos de un adulto pervertido, negaba la existencia de Dios.

Así viví gran parte de mi vida adulta, apartado de un Dios en el cual no podía creer, porque cuando más lo necesité, más ausente y callado estuvo.  Con el paso de los años, aquel niño indefenso se convirtió en un adulto atado a la lujuria sexual, siempre obsesionado con el sexo; un niño enmudecido que nunca dejó de sangrar por aquella herida, porque siempre se resistió a llevarla al Único que podía sanarla.

Entonces, en medio de la destrucción que viví por tres décadas –de la locura que mis decisiones adultas me causaron– tuve que rendirme; tuve que reconocer que no tenía en mí el poder para sanarme; no tenía la capacidad para librarme de aquel pasado que me aprisionaba.  Entonces, pude entender dónde estaba Dios cuando aquella joven me abusó por meses y meses en mi propia casa:  Dios se encontraba allí, conmigo, doliéndose, enjugando  mis lágrimas, cuando uno de sus hijos hizo mal uso de la libertad que le fue conferida; una libertad que nunca se obsequió para que yo fuese abusado sexualmente.

Allí, en medio de cada incidente de abuso, me lo imagino llorando a mi lado, como lo haría un padre al ver a su hijo ultrajado…  ¿Acaso El ya no tiene esa experiencia gravada en su corazón por amor a nosotros?  Luego de mucho caminar, pude entender algo:  Aunque nunca entenderé por qué la maldad se mueve en el mundo como se mueve, Dios nos ha prometido que TODO El lo tornará para bien, para aquellos que le amamos.  Ahora, puedo ver cómo el dolor de aquel niño puede ayudar a sanar las heridas de otros niños, tal vez de otros niños que crecieron y que nunca se atrevieron a hablar…  ¿Eres tú uno de ellos?

Hoy te suplico que le des voz al niño ultrajado, violentado y abusado de tu infancia; que le permitas hablar para decir lo que nunca pudo decir.  Hoy tú puedes permitir que ese niño enmudecido por las heridas del abuso rompa la mordaza del silencio con el Poder de ese Dios misericordioso que nunca nos ha abandonado.  ¿Que lograrás al librarte de la mordaza?  Vindicación en Dios.  Porque tus palabras El las oirá ahora; porque tus palabras pueden llegar a otros que necesiten sanidad.

Habla.  Comienza a sanar.  Ese niño, que fue violentado y enmudecido por la lujuria, se lo merece.  Y entonces, no te sorprendas si el Señor te usa para que, con tu testimonio de sanidad, otros sean sanados. Porque este mundo sufre dolores por el pecado sexual que lo rodea.  Mediante tus heridas y tu dolor, permite que Dios te convierta en su instrumento, en bálsamo de sanación para la humanidad. Tus heridas, tu dolor, te cualifican. Dios tiene la certeza que nadie sabe más de dolor y de heridas que quien las ha llevado.  Y si tienes dudas sobre qué hacer, mira a la Cruz, mira al Calvario… ¡Allí se aclaran todas las interrogantes…  ¡Allí verás cómo un Hijo ultrajado y herido por la maldad del mundo se levantó en victoria para llevar su mensaje de redención!  ¡En El, tú también puedes hacerlo!  Esa es mi oración para ti en este día.

Un abrazo,

Edwin Bello

Fundador

Pureza Sexual…  ¡Riega  la  Voz!


PD: Escucha el audio testimonio de Edwin Bello de cómo pudo vencer a la lujuria sexual.  Presiona pureza sexual para acceder.


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