Pureza Sexual … MI REGALO ANTE EL PESEBRE

Saludos a todos ustedes que defienden día a día su pureza sexual

Alentado por la estrella, seguí caminando por aquellos caminos inhóspitos…  Ya había perdido la cuenta del número de veces que el brillo de la estrella en la noche se había intercambiado por el sol sofocante del día. Y seguiría así, sin darme por vencido, hasta llegar a mi destino…

Porque aquella estrella unía el cielo con la tierra para anunciarnos que Dios estaba con nosotros, para cantar a los cuatro vientos que el “Emmanuel” esperado estaba vivo.  Nada más importaba en ese momento.  Las tardes calurosas parecían nunca acabar, pero me animaba saber que al morir cada tarde, la estrella renacería para quebrar la noche con su rayo de esperanza.

Y con el paso de atardeceres y noches, que daban comienzo a nuevos días de soles incandescentes, aquellas ropas fueron marcadas por el hostil desierto.  Ya no eran aquellas hermosas telas, finas y nuevas que comenzaron conmigo esta travesía.  Mi piel percudida y ajada por el interminable calor, no tenía nada atractivo que ofrecer al ojo más bondadoso.  Mi rostro y mis manos, percudidas por el sudor de este caminar, nada tenían de agradable a la vista.

Subestimé el tiempo.  Los días y las noches se alargaron y multiplicaron en mis espalda doblada por el cansancio.  En mi alforja, un suave y frágil manto de sutiles colores, confeccionado con esmero por una anciana para cubrir a una criatura, había perdido su brillo y la arena del desierto había desmerecido su color y suavidad.  Pero nada importaba más que llegar a aquella ciudad alumbrada por la estrella.

Y finalmente, entré a Belén, desgastado por el viaje, pero con el corazón desbordante de ilusión y gozo.  Me acerqué a un estanque para refrescarme.  Allí me di cuenta que ya no tenía nada nuevo que vestir.  Mis vestimentas, sucias, desgastadas y polvorientas eran todo lo que tenía para aquel encuentro.  Mi regalo, se había reducido a un trozo tela raído y sin brillo.  Mis manos estaban percudidas, al igual que mi rostro.

¿Tenía alguna otra opción?  Así levanté los ojos a la estrella y hablé con mi Señor:  “Padre, nada más tengo para tu Hijo.  Sólo tengo las marcas de este largo caminar, el sol pegado sobre mi cuerpo y la luz de tu estrella, iluminando mi alma.  No tengo nada que valga la pena para regalar a tu Hijo, salvo mi propia vida, desgastada y cansada. Él, que es tu regalo para el mundo, me entenderá.  Yo sé que tú me entiendes.  Gracias, Padre.”

Entonces, me acerqué al pesebre lentamente.  Los ojos enjuiciantes de la mayoría se clavaban sobre mí como puñales punzantes.  Escuché los murmullos de la multitud:   “¿Cómo se atreve a presentarse así, tan sucio ante el Salvador? ¡Ni siquiera trae un regalo, qué descaro!  ¡Que no se atreva a tocar al niño con esas manos tan sucias!  ¡Qué no piense rozar al Mesías con esas vestimentas tan percudidas y gastadas!”

Pero nada me importó cuando le vi.  Porque su rostro iluminó mi vida con tanta luz, que la estrella que me acompañó por tantas noches palidecía en comparación con su brillo.  Y allí, postrado ante la multitud, abrí mi alforja para acercarle al Mesías aquel manto raído y curtido por el tiempo.  La multitud gimió de indignación por tal afrenta.  Y quienes más gemían indignados eran aquellos vestidos con finas telas, cubiertos de joyas, y posesiones vistosas.

Entonces, de la nada se escuchó una voz del cielo que estremeció aquel lugar. “Dejad que se acerque. Porque lejos de traer regalos vistosos ante los ojos de los hombres, lejos de pretender impresionar con finas vestimentas o joyas valiosas, este pequeño pastor trae un mejor obsequio.  Porque yo no miro lo que el hombre ve; porque yo no me dejo impresionar con lo externo.  Yo miro en lo profundo del corazón.  Y al mirar el corazón puro y sin mancha de este pequeño pastor, puedo ver que él, su propia vida, es el mejor regalo para mi Jesús.”    

Todo fue silencio después de aquellas palabras del Padre.  Y así, en el silencio de aquella noche incomparable, el niñito Jesús extendió su mano para acariciar aquel raído manto y a la vez, acariciarme el alma con la luz de su sonrisa.

Señor, tú que eres regalo para la humanidad, permíteme ser yo un regalo para ti, aquí postrado ante el pesebre.  Que la pureza de mi corazón pese más que lo externo, lo que otros pueden ver. Porque, Señor, nada más tengo.

Antes, en momentos cuando tantas cosas materiales me desenfocaron, cuando tantas posesiones fueron más importantes para mí, porque ellas me poseyeron, fui como los de la multitud, más interesado en las apariencias; en lo que más impresiona la mirada.  Hoy, déjame ser tu regalo.  Que el anhelo de vivir una vida pura sea como la luz de esa estrella, que me guió por tantas noches hasta llegar a ti. Que mi vida entera pueda ser tomada entre tus manos y que allí siempre esté refugiada.

Gracias por nacer hoy, Señor.  Gracias por regalarte al mundo.  Gracias por permitirme, con tu gracia, vivir en pureza y honrarte aquí, postrado en tu pesebre, y postrado cada día de mi vida.

Un abrazo,

Edwin Bello

Fundador

Pureza Sexual…  ¡Riega  la  Voz!

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