Siete razones para ser santos (2/4)

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Ante todo debo decir que buscar la santidad no es fácil, porque justo cuando proponemos apartarnos para Dios, pareciera que surgieran todas las tentaciones posibles, que quieren desorientarnos. Quiero compartir contigo siete razones que nos motivaran a tener presente nuestro deseo de buscar la santidad.

(Lee aquí la primera parte de esta serie).

2. Porque la santidad es el propósito divino para tu vida como creyente.

El apóstol Pablo nos recuerda que Dios “nos escogió en él (Cristo) antes de la creación del mundo, para que seamos santos y sin mancha delante de él” (Efesios 1:4) No solo es nuestro llamado personal ser santos, sino también nuestro llamado como cuerpo de Cristo. La iglesia es un organismo viviente, en el que habita el Espíritu de Dios, que se prepara para ser la novia del Señor Jesús. Y lo que el Novio se ha propuesto para esta novia es “presentársela a sí mismo como una iglesia radiante, sin mancha ni arruga ni ninguna otra imperfección, sino santa e intachable” (Ef. 5:27).

Al igual que un novio espera ansioso el momento en que su novia se acerca al altar para encontrarse con él, hermosamente adornada con su vestido inmaculado, el Señor Jesús aguarda el día en que todos apareceremos ante Él, libres de toda contaminación, vestidos de su justicia, para ser su novia santa para siempre. Y al igual que una mujer comprometida se prepara con amor y gran expectación para la boda, deseosa de ser la novia más bella para su amado, nos debe motivar a invertir nuestros años de vida para buscar la santidad, que es nuestro objetivo supremo y el máximo anhelo de Dios para nosotros. Hoy debemos vivir con propósito, hoy en la noche debemos ir a dormir con la satisfacción de haber buscado ese propósito, de haber vivido satisfactoriamente buscando la santidad. Ser santos es la razón de nuestra existencia. Es nuestro destino.

3. Porque el sacrificio de Jesús en la cruz nos ha librado del pecado

En su obra clásica titulada Santidad, J.C. Ryle escribe:

Sin duda alguna, el alma del hombre que piensa en todo lo que sufrió Jesús y persiste en aferrarse a los pecados que causaron ese sufrimiento, debe estar enferma. Fue el pecado lo que clavó la corona de espinas, fue el pecado lo que atravesó las manos, los pies y el costado de nuestro Señor, fue el pecado que lo llevó a Getsemaní y al Calvario, a la cruz y a la tumba. Sería muy duro nuestro corazón si no odiáramos el pecado y nos esforzáramos por deshacernos de él, aunque esto signifique cortar nuestra mano derecha y sacarnos el ojo.

Cuando toleramos nuestro pecado rehusamos apartarnos de él, despreciamos el amor y la gracia de Cristo, pisoteamos su cruz y desechamos su muerte en sacrificio por nosotros. Su muerte constituye la motivación y el poder para decirle no al pecado y sí a la santidad en cada aspecto de nuestra vida. Jesús murió para hacernos santos, para librarnos del pecado. ¿Cómo pues seguimos pecando tan tranquilamente contra un Salvador tan grande?


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