lecturas 2 de abril de 2010

viernes 02 Abril 2010
Viernes Santo de la Pasión del Señor

Viernes Santo
San Francisco de Paula

Leer el comentario del Evangelio por
San Agustín : «El centurión, que estaba enfrente, al ver cómo había expirado, dijo: «Realmente este hombre era Hijo de Dios»»

Lecturas

Isaías 52,13-15.53,1-12.
Sí, mi Servidor triunfará: será exaltado y elevado a una altura muy grande.

Así como muchos quedaron horrorizados a causa de él, porque estaba tan
desfigurado que su aspecto no era el de un hombre y su apariencia no era
más la de un ser humano,
así también él asombrará a muchas naciones, y ante él los reyes cerrarán la
boca, porque verán lo que nunca se les había contado y comprenderán algo
que nunca habían oído.
¿Quién creyó lo que nosotros hemos oído y a quién se le reveló el brazo del
Señor?
El creció como un retoño en su presencia, como una raíz que brota de una
tierra árida, sin forma ni hermosura que atrajera nuestras miradas, sin un
aspecto que pudiera agradarnos.
Despreciado, desechado por los hombres, abrumado de dolores y habituado al
sufrimiento, como alguien ante quien se aparta el rostro, tan despreciado,
que lo tuvimos por nada.
Pero él soportaba nuestros sufrimientos y cargaba con nuestras dolencia, y
nosotros lo considerábamos golpeado, herido por Dios y humillado.
El fue traspasado por nuestras rebeldías y triturado por nuestras
iniquidades. El castigo que nos da la paz recayó sobre él y por sus heridas
fuimos sanados.
Todos andábamos errantes como ovejas, siguiendo cada uno su propio camino,
y el Señor hizo recaer sobre él las iniquidades de todos nosotros.
Al ser maltratado, se humillaba y ni siquiera abría su boca: como un
cordero llevado al matadero, como una oveja muda ante el que la esquila, él
no abría su boca.
Fue detenido y juzgado injustamente, y ¿quién se preocupó de su suerte?
Porque fue arrancado de la tierra de los vivientes y golpeado por las
rebeldías de mi pueblo.
Se le dio un sepulcro con los malhechores y una tumba con los impíos,
aunque no había cometido violencia ni había engaño en su boca.
El Señor quiso aplastarlo con el sufrimiento. Si ofrece su vida en
sacrificio de reparación, verá su descendencia, prolongará sus días, y la
voluntad del Señor se cumplirá por medio de él.
A causa de tantas fatigas, él verá la luz y, al saberlo, quedará saciado.
Mi Servidor justo justificará a muchos y cargará sobre sí las faltas de
ellos.
Por eso le daré una parte entre los grandes y él repartirá el botín junto
con los poderosos. Porque expuso su vida a la muerte y fue contado entre
los culpables, siendo así que llevaba el pecado de muchos e intercedía en
favor de los culpables.

Salmo 31,2.6.12-13.15-16.17.25.
Yo me refugio en ti, Señor, ¡que nunca me vea defraudado! Líbrame, por tu
justicia
Yo pongo mi vida en tus manos: tú me rescatarás, Señor, Dios fiel.
Soy la burla de todos mis enemigos y la irrisión de mis propios vecinos;
para mis amigos soy motivo de espanto, los que me ven por la calle huyen de
mí.
Como un muerto, he caído en el olvido, me he convertido en una cosa inútil.

Pero yo confío en ti, Señor, y te digo: «Tú eres mi Dios,
mi destino está en tus manos». Líbrame del poder de mis enemigos y de
aquellos que me persiguen.
Que brille tu rostro sobre tu servidor, sálvame por tu misericordia;
Sean fuertes y valerosos, todos los que esperan en el Señor.

Hebreos 4,14-16.5,7-9.
Y ya que tenemos en Jesús, el Hijo de Dios, un Sumo Sacerdote insigne que
penetró en el cielo, permanezcamos firmes en la confesión de nuestra fe.
Porque no tenemos un Sumo Sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras
debilidades; al contrario él fue sometido a las mismas pruebas que
nosotros, a excepción del pecado.
Vayamos, entonces, confiadamente al trono de la gracia, a fin de obtener
misericordia y alcanzar la gracia de un auxilio oportuno.
El dirigió durante su vida terrena súplicas y plegarias, con fuertes gritos
y lágrimas, a aquel que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su
humilde sumisión.
Y, aunque era Hijo de Dios, aprendió por medio de sus propios sufrimientos
qué significa obedecer.
De este modo, él alcanzó la perfección y llegó a ser causa de salvación
eterna para todos los que le obedecen,

Juan 18,1-40.19,1-42.
Después de haber dicho esto, Jesús fue con sus discípulos al otro lado del
torrente Cedrón. Había en ese lugar una huerta y allí entró con ellos.
Judas, el traidor, también conocía el lugar porque Jesús y sus discípulos
se reunían allí con frecuencia.
Entonces Judas, al frente de un destacamento de soldados y de los guardias
designados por los sumos sacerdotes y los fariseos, llegó allí con faroles,
antorchas y armas.
Jesús, sabiendo todo lo que le iba a suceder, se adelantó y les preguntó:
«¿A quién buscan?».
Le respondieron: «A Jesús, el Nazareno». El les dijo: «Soy yo». Judas, el
que lo entregaba, estaba con ellos.
Cuando Jesús les dijo: «Soy yo», ellos retrocedieron y cayeron en tierra.
Les preguntó nuevamente: «¿A quién buscan?». Le dijeron: «A Jesús, el
Nazareno».
Jesús repitió: «Ya les dije que soy yo. Si es a mí a quien buscan, dejEn
que estos se vayan».
Así debía cumplirse la palabra que él había dicho: «No he perdido a ninguno
de los que me confiaste».
Entonces Simón Pedro, que llevaba una espada, la sacó e hirió al servidor
del Sumo Sacerdote, cortándole la oreja derecha. El servidor se llamaba
Malco.
Jesús dijo a Simón Pedro: «Envaina tu espada. ¿ Acaso no beberé el cáliz
que me ha dado el Padre?».
El destacamento de soldados, con el tribuno y los guardias judíos, se
apoderaron de Jesús y lo ataron.
Lo llevaron primero ante Anás, porque era suegro de Caifás, Sumo Sacerdote
aquel año.
Caifás era el que había aconsejado a los judíos: «Es preferible que un solo
hombre muera por el pueblo».
Entre tanto, Simón Pedro, acompañado de otro discípulo, seguía a Jesús.
Este discípulo, que era conocido del Sumo Sacerdote, entró con Jesús en el
patio del Pontífice,
mientras Pedro permanecía afuera, en la puerta. El otro discípulo, el que
era conocido del Sumo Sacerdote, salió, habló a la portera e hizo entrar a
Pedro.
La portera dijo entonces a Pedro: «¿No eres tú también uno de los
discípulos de ese hombre?». El le respondió: «No lo soy».
Los servidores y los guardias se calentaban junto al fuego, que habían
encendido porque hacía frío. Pedro también estaba con ellos, junto al
fuego.
El Sumo Sacerdote interrogó a Jesús acerca de sus discípulos y de su
enseñanza.
Jesús le respondió: «He hablado abiertamente al mundo; siempre enseñé en la
sinagoga y en el Templo, donde se reúnen todos los judíos, y no he dicho
nada en secreto.
¿Por qué me interrogas a mí? Pregunta a los que me han oído qué les enseñé.
Ellos saben bien lo que he dicho».
Apenas Jesús dijo esto, uno de los guardias allí presentes le dio una
bofetada, diciéndole: «¿Así respondes al Sumo Sacerdote?».
Jesús le respondió: «Si he hablado mal, muestra en qué ha sido; pero si he
hablado bien, ¿por qué me pegas?».
Entonces Anás lo envió atado ante el Sumo Sacerdote Caifás.
Simón Pedro permanecía junto al fuego. Los que estaban con él le dijeron:
«¿No eres tú también uno de sus discípulos?». El lo negó y dijo: «No lo
soy».
Uno de los servidores del Sumo Sacerdote, pariente de aquel al que Pedro
había cortado la oreja, insistió: «¿Acaso no te vi con él en la huerta?».
Pedro volvió a negarlo, y en seguida cantó el gallo.
Desde la casa de Caifás llevaron a Jesús al pretorio. Era de madrugada.
Pero ellos no entraron en el pretorio, para no contaminarse y poder así
participar en la comida de Pascua.
Pilato salió a donde estaban ellos y les preguntó: «¿Qué acusación traen
contra este hombre?». Ellos respondieron:
«Si no fuera un malhechor, no te lo hubiéramos entregado».
Pilato les dijo: «Tómenlo y júzguenlo ustedes mismos, según la Ley que
tienen». Los judíos le dijeron: «A nosotros no nos está permitido dar
muerte a nadie».
Así debía cumplirse lo que había dicho Jesús cuando indicó cómo iba a
morir.
Pilato volvió a entrar en el pretorio, llamó a Jesús y le preguntó: «¿Eres
tú el rey de los judíos?».
Jesús le respondió: «¿Dices esto por ti mismo u otros te lo han dicho de
mí?».
Pilato replicó: «¿Acaso yo soy judío? Tus compatriotas y los sumos
sacerdotes te han puesto en mis manos. ¿Qué es lo que has hecho?».
Jesús respondió: «Mi realeza no es de este mundo. Si mi realeza fuera de
este mundo, los que están a mi servicio habrían combatido para que yo no
fuera entregado a los judíos. Pero mi realeza no es de aquí».
Pilato le dijo: «¿Entonces tú eres rey?». Jesús respondió: «Tú lo dices: yo
soy rey. Para esto he nacido y he venido al mundo: para dar testimonio de
la verdad. El que es de la verdad, escucha mi voz».
Pilato le preguntó: «¿Qué es la verdad?». Al decir esto, salió nuevamente a
donde estaban los judíos y les dijo: «Yo no encuentro en él ningún motivo
para condenarlo.
Y ya que ustedes tienen la costumbre de que ponga en libertad a alguien, en
ocasión de la Pascua, ¿quieren que suelte al rey de los judíos?».
Ellos comenzaron a gritar, diciendo: «¡A él no, a Barrabás!». Barrabás era
un bandido.
Pilato mandó entonces azotar a Jesús.
Los soldados tejieron una corona de espinas y se la pusieron sobre la
cabeza. Lo revistieron con un manto rojo,
y acercándose, le decían: «¡Salud, rey de los judíos!», y lo abofeteaban.
Pilato volvió a salir y les dijo: «Miren, lo traigo afuera para que sepan
que no encuentro en él ningún motivo de condena».
Jesús salió, llevando la corona de espinas y el manto rojo. Pilato les
dijo: «¡Aquí tienen al hombre!».
Cuando los sumos sacerdotes y los guardias lo vieron, gritaron:
«¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!». Pilato les dijo: «Tómenlo ustedes y
crucifíquenlo. Yo no encuentro en él ningún motivo para condenarlo».
Los judíos respondieron: «Nosotros tenemos una Ley, y según esa Ley debe
morir porque él pretende ser Hijo de Dios».
Al oír estas palabras, Pilato se alarmó más todavía.
Volvió a entrar en el pretorio y preguntó a Jesús: «¿De dónde eres tú?».
Pero Jesús no le respondió nada.
Pilato le dijo: «¿No quieres hablarme? ¿No sabes que tengo autoridad para
soltarte y también para crucificarte?».
Jesús le respondió: » Tú no tendrías sobre mí ninguna autoridad, si no la
hubieras recibido de lo alto. Por eso, el que me ha entregado a ti ha
cometido un pecado más grave».
Desde ese momento, Pilato trataba de ponerlo en libertad. Pero los judíos
gritaban: «Si lo sueltas, no eres amigo del César, porque el que se hace
rey se opone al César».
Al oír esto, Pilato sacó afuera a Jesús y lo hizo sentar sobre un estrado,
en el lugar llamado «el Empedrado», en hebreo, «Gábata».
Era el día de la Preparación de la Pascua, alrededor del mediodía. Pilato
dijo a los judíos: «Aquí tienen a su rey».
Ellos vociferaban: «¡Que muera! ¡Que muera! ¡Crucifícalo!». Pilato les
dijo: «¿Voy a crucificar a su rey?». Los sumos sacerdotes respondieron: «No
tenemos otro rey que el César».
Entonces Pilato se lo entregó para que lo crucificaran, y ellos se lo
llevaron.
Jesús, cargando sobre sí la cruz, salió de la ciudad para dirigirse al
lugar llamado «del Cráneo», en hebreo «Gólgota».
Allí lo crucificaron; y con él a otros dos, uno a cada lado y Jesús en el
medio.
Pilato redactó una inscripción que decía: «Jesús el Nazareno, rey de los
judíos», y la hizo poner sobre la cruz.
Muchos judíos leyeron esta inscripción, porque el lugar donde Jesús fue
crucificado quedaba cerca de la ciudad y la inscripción estaba en hebreo,
latín y griego.
Los sumos sacerdotes de los judíos dijeron a Pilato: «No escribas: ‘El rey
de los judíos’, sino: ‘Este ha dicho: Yo soy el rey de los judíos’.
Pilato respondió: «Lo escrito, escrito está».
Después que los soldados crucificaron a Jesús, tomaron sus vestiduras y las
dividieron en cuatro partes, una para cada uno. Tomaron también la túnica,
y como no tenía costura, porque estaba hecha de una sola pieza de arriba
abajo,
se dijeron entre sí: «No la rompamos. Vamos a sortearla, para ver a quién
le toca». Así se cumplió la Escritura que dice: Se repartieron mis
vestiduras y sortearon mi túnica. Esto fue lo que hicieron los soldados.
Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre y la hermana de su madre, María,
mujer de Cleofás, y María Magdalena.
Al ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quien él amaba, Jesús le
dijo: «Mujer, aquí tienes a tu hijo».
Luego dijo al discípulo: «Aquí tienes a tu madre». Y desde aquel momento,
el discípulo la recibió en su casa.
Después, sabiendo que ya todo estaba cumplido, y para que la Escritura se
cumpliera hasta el final, Jesús dijo: Tengo sed.
Había allí un recipiente lleno de vinagre; empaparon en él una esponja, la
ataron a una rama de hisopo y se la acercaron a la boca.
Después de beber el vinagre, dijo Jesús: «Todo se ha cumplido». E
inclinando la cabeza, entregó su espíritu.
Era el día de la Preparación de la Pascua. Los judíos pidieron a Pilato que
hiciera quebrar las piernas de los crucificados y mandara retirar sus
cuerpos, para que no quedaran en la cruz durante el sábado, porque ese
sábado era muy solemne.
Los soldados fueron y quebraron las piernas a los dos que habían sido
crucificados con Jesús.
Cuando llegaron a él, al ver que ya estaba muerto, no le quebraron las
piernas,
sino que uno de los soldados le atravesó el costado con la lanza, y en
seguida brotó sangre y agua.
El que vio esto lo atestigua: su testimonio es verdadero y él sabe que dice
la verdad, para que también ustedes crean.
Esto sucedió para que se cumpliera la Escritura que dice: No le quebrarán
ninguno de sus huesos.
Y otro pasaje de la Escritura, dice: Verán al que ellos mismos traspasaron.

Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús -pero
secretamente, por temor a los judíos- pidió autorización a Pilato para
retirar el cuerpo de Jesús. Pilato se la concedió, y él fue a retirarlo.
Fue también Nicodemo, el mismo que anteriormente había ido a verlo de
noche, y trajo una mezcla de mirra y áloe, que pesaba unos treinta kilos.
Tomaron entonces el cuerpo de Jesús y lo envolvieron con vendas,
agregándole la mezcla de perfumes, según la costumbre de sepultar que
tienen los judíos.
En el lugar donde lo crucificaron había una huerta y en ella, una tumba
nueva, en la que todavía nadie había sido sepultado.
Como era para los judíos el día de la Preparación y el sepulcro estaba
cerca, pusieron allí a Jesús.

Extraído de la Biblia, Libro del Pueblo de Dios.

Leer el comentario del Evangelio por

San Agustín (354-430), obispo de Hipona (África del Norte) y doctor de la Iglesia
Sermones sobre el evangelio de san Juan, nº 2

«El centurión, que estaba enfrente, al ver cómo había expirado, dijo: «Realmente este hombre era Hijo de Dios»»

«En el principio ya existía la Palabra, la Palabra de Dios» (Jn 1,1).
Él es idéntico a sí mismo; lo que es, lo es siempre; no puede cambiar, es
el ser. Es el nombre que él mismo dio a conocer a su siervo Moisés: «Soy el
que soy» y «Tú dirás: El que es, me ha enviado» (Ex 3,14)… ¿Quién puede
comprenderlo? ¿O quién podrá llegar a él –suponiendo que dirija todas las
fuerzas de su espíritu para alcanzar totalmente al que es? Lo compararé a
un exiliado que, de lejos ve su patria, pero el mar le separa de ella; ve
dónde desea ir, pero no ve los medios para llegar a ella. Así es lo que nos
pasa a nosotros: queremos llegar a este puerto definitivo que será nuestro,
allí donde está el que es, porque sólo él es siempre el mismo, pero el
océano de este mundo nos corta el camino…
Para proporcionarnos cómo llegar a ella, el que nos llama vino de
allá, y escogió un madero para que pudiéramos atravesar el mar: sí, nadie
puede atravesar el océano de este mundo si no es llevado por la cruz de
Cristo. Incluso un ciego puede aferrarse a esta cruz; si no ves bien dónde
vas, no la sueltes: ella misma te conducirá. Ved, hermanos, lo que quisiera
hacer comprender a vuestros corazones: si queréis vivir en espíritu de
piedad, en el espíritu cristiano, sujetaos a Cristo tal cual él se hizo por
nosotros, a fin de encontrarle tal cual es y tal cual ha sido siempre. Es
para eso que descendió hasta nosotros, porque se hizo hombre para llevar a
los enfermos, hacerles atravesar el mar y hacerles llegar a la patria donde
ya no hay necesidad de barco porque ya no hay ningún océano para atravesar.
Después de todo mejor sería no ver a través del espíritu, al que es y
abrazar la cruz de Cristo, que verle a través del espíritu y menospreciar
la cruz. ¡Qué podamos, para nuestra dicha, ver al mismo tiempo dónde vamos
y agarrarnos a la nave que nos lleva…! Algunos lo han conseguido, y han
visto y han visto qué es. Precisamente es porque le vio que Juan ha dicho:
«En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y
la Palabra era Dios». Le han visto, y para llegar a lo que habían visto de
lejos, se sujetaron a la cruz de Cristo, y no menospreciaron la humildad de
Cristo.


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