Pureza Sexual … MASTURBACIÓN: LADRONA DE INOCENCIAS

Saludos nuevamente a todos ustedes que defienden día a día su pureza sexual

A los 9 años, la descubrí en el baño de mis padres una tarde, cuando ellos todavía no llegaban del trabajo. Recuerdo el sentimiento de escapatoria anestesiante que me produjo descubrirla.  Me vi en otro mundo, a mil años luz de mis problemas, inmune al dolor, inmune al miedo, inmune a todo lo malo que podía pasarme.  Como si fuera el protagonista de un gran descubrimiento, había encontrado la cura para todas mis heridas carnales y espirituales.  Había descifrado el acertijo milenario.  Haciendo experimentos con mi cuerpo, había aislado el germen de la lujuria sexual en su expresión más impura, solitaria y adictiva: Había encontrado a la masturbación.

Y con tal descubrimiento, me lancé de pecho en los brazos de esta droga para perderme en ella, para escapar y anestesiar toda mi realidad, esa que el abuso sexual había contaminado y torcido cuatro años antes.  Así, la masturbación se convirtió en mi cura milagrosa, en mi diosa, en la inseparable amiga que siempre me esperaba para complacerme, consolarme y hacerme olvidar cualquier quebranto.

En sus brazos, no me sentía solo, abandonado, o defectuoso.  En sus brazos, todo dolor se disipaba y podía sobrevivir un día más.  Pero con el paso del tiempo, la masturbación iba perdiendo su poder. Como si mi cuerpo desarrollara anticuerpos y defensas contra mi medicina favorita, al abuso y la violencia de mi carne me causaban un desgaste del supuesto placer que sentía.  En lugar de liberarme, la masturbación me aprisionaba en una búsqueda descontrolada de una satisfacción que cada día se hacía más elusiva.

¿Cómo busqué escaparme de los barrotes de aquella prisión?  De la manera equivocada. Me di cuenta que tenía que aumentar los niveles de lujuria y perversión para sentir el mismo estupor anestesiante.  Así, comencé a combinar la masturbación con la pornografía, con el voyerismo, con otros objetos sexuales y con prendas de ropa que estimulaban los sentidos y que sacaba de las gavetas de mi casa.  Pero estos estímulos tenían corta duración y requerían que abusara de mi cuerpo con mayor inversión de tiempo y violencia.

El resultado fue que mi cuerpo no aguantó.  Las marcas evidentes de mi mutilación comenzaron a plagarme para siempre.  Era un niño con un cuerpo envejecido; un cuerpo gastado por la lujuria sexual. No había llegado a los diez años de edad y ya estaba esclavizado; ya era prisionero en la cárcel de mis propias pasiones carnales.

Con el paso de los años, levanté altares de idolatría sexual a la diosa masturbación donde quiera que iba. Me rendí a ella en uno y mil lugares públicos y privados, como si cada nuevo lugar me permitiera dejar mi firma, mi marca de perversión.  Pero como la sanguijuela del libro de Proverbios 30, que sólo sabe succionar sangre y que nunca dice “basta”, este parásito de la lujuria sexual sólo sabe dejarte seco y vacío por dentro.  Cada vez, me costaba más trabajo sentir aquella euforia que me permitía escapar por unos segundos a otro mundo imaginario; la misma dificultad ocurría para sentir aquella paz tan pasajera que me permitía cerrar los ojos en la noche para conciliar el sueño por unas pocas horas.

Ahora, la masturbación levantaba otros sentimientos en mí, donde me sentía como una basura, como un ser despreciable y sucio.  Antes, pensaba que la podía controlar cuando quisiera. Después, pude darme cuenta que ella me controlaba y dictaba las pautas.  A pesar de tratar con todas mis fuerzas de detenerme, ella siempre me vencía, haciéndome caer entre sus garras.  La rabia que esto me causaba, hacía que me tornara más violento contra mí mismo, buscando otras formas de hacerme daño y mutilarme para que el dolor me sirviera de freno contra esta conducta.  Así continuó creciendo mi rabia, mi dolor y mi vacío, hasta que no lo pude tolerar más.

Recuerdo como si hubiera sido ayer, aquella mañana en el Colegio San Antonio de Guayama.  Al llegar al salón, nuestra maestra nos esperaba para darnos una triste noticia:  Nuestro compañero, Pedrito, había perdido su batalla contra la leucemia.  Para muchos de sus compañeros, la noticia fue bien difícil de entender y asimilar, pero para mí fue mucho más:  Pedrito era mi mejor amigo y durante el pasado año lo vi luchar con valentía, con una serenidad pasmosa, en silencio, contra aquella enfermedad que lo fue desgastando poco a poco.

Nunca lo vi llorar; nunca lo vi quejarse por el dolor, ni hacer un gesto de desprecio contra aquellos que se burlaron de él cuando su pelo se le cayó.  Me sentía identificado con aquel ser tan especial que tanto había vivido en tan poco tiempo.  Sentía que como él, yo también vivía una lucha en silencio que me estaba comiendo por dentro.

Entonces, escuché aquellas palabras de mi maestra: “Pedrito está en un lugar mucho mejor que éste.  El está en el cielo.  Allí no hay dolor, no hay enfermedad, no hay sufrimientos, ni tristezas. Debemos sentirnos alegres y tranquilos por Pedrito.  El está mucho mejor que nosotros.”

Al escuchar las palabras de mi maestra, conté las horas para llegar a casa.  Subí las escaleras y llegué al baño de mis padres.  Abriendo el botiquín de mi mamá, saqué y me tomé todas las pastillas que encontré allí.  Con la muerte de mi amigo, me agarré del mejor pretexto para acabar también con mi vida y todo aquel dolor que llevaba por dentro.  La lujuria sexual me había enviado su mensaje sin rodeos: “No voy a dejarte hasta que te destruya.”

Luego de estar en el hospital por una semana, regresé a mi casa, habiendo fallado en mi intento de reecontrarme con mi amigo.  Nunca se habló de aquel incidente entre nosotros.  Nunca mis padres me preguntaron algo y lo que sí me estuvo curioso es que cuando los amigos y conocidos preguntaban, se les decía que había tenido una infección de oídos.  Así es la lujuria sexual: experta en secretos y mentiras, especialista en esquivar la mirada para no ver el problema.

Regresando a mi rutina, el enemigo me hizo ver como un fracasado que no pudo quitarse la vida para terminar con su dolor.  Entonces, este “fracaso” me parecía indicar que venía programado para sufrir, para manejar el dolor, sin pretender tomar “atajos” o rutas alternas.

No tenía otro remedio que no fuera seguir viviendo, y utilizar a la masturbación para anestesiarme y luego castigarme.  Así crecí, atado a la masturbación por media vida.  Combinándola con pornografía y otro tipo de conductas sexuales que me lanzaban desde la soledad de mi cuarto hasta los peligros de la calle, ya como adulto, para poder buscar más experiencias anestesiantes.

Te preguntarás: ¿Cuándo murió esta sanguijuela en mi vida?  Cuando dejé de verla como una pequeña sanguijuela; cuando dejé de trivializarla.  Cuando me di cuenta que –aún en la iglesia, como hombre cristiano– no podría vencer a la lujuria sexual a solas, en negación y justificándome, echándole la culpa a otros.  Necesitaba asumir mi responsabilidad; hablar y confesar mi atadura a otros hombres iguales que yo, que tuvieran las mismas marcas de mis sanguijuelas, pero ahora viviendo en libertad.

Sólo así, por la gracia de Dios, pude quitarme de encima una atadura que me atormentó por treinta años. Pero tuve que creer que el poder de Dios era –y todavía es– suficiente para limpiar la impureza de mis manos, dándome unas manos sin mancha.  Y luego de creer, tuve que actuar con una fe exagerada y sin reversa.  Por favor, no te olvides de esto:  La lujuria sexual no te dejará ir si asumes medidas mediocres y parciales en contra de ella.  Sólo asumiendo posturas radicales, tipo “kamikaze” podrás erradicarla.  La regla para la victoria depende de cuánto realmente la quieres fuera de tu vida.

Y también te preguntarás: ¿por qué te comparto con tanto detalle todas estas vivencias mías de la infancia?  La contestación es que anhelo que tengas todos los indicadores de lo que la lujuria, manifestada en el abuso sexual, en la masturbación, pueden hacer con el inocente corazón de un niño para corromperlo y marcar su futuro hasta la adultez.  ¿Conocerás tú alguna vida similar a la que he descrito aquí?

¿Podrás ver los rasgos y las marcas de la lujuria sexual en las conductas de un ser indefenso y confundido?  ¿Te puedes identificar con estas vivencias y puedes ver cómo Dios te revela una infancia marcada por el abuso y la lujuria causada por otras personas que te utilizaron?  No esquives la mirada. No lo ignores.  No lo trivialices, pensando que lo que pasó de niño, se olvida eventualmente.

Dios siempre llega a tiempo y toca a nuestra puerta con sanidad y restauración, pero necesita que tú le abras y le permitas la entrada a tu casa.  Sólo así El podrá extender su mano sanadora sobre ti y los tuyos. ¿Se lo permitirás?  ¿Le darás una oportunidad real de sanarte?

Recuerda: Dios  no te creó para que vivieras en esclavitud.  El no te creó para que sufrieras, lleno de heridas abiertas.  El entregó a su Hijo para cargar todas tus heridas en su cuerpo crucificado para que todo ese dolor muriera con El en la cruz y pudieras resucitar –también con El al tercer día– a una nueva vida restaurada.  Estás a tiempo.  Abre la puerta.  Abrele.  Permítele pasar. Sólo así derrotarás a la lujuria sexual.  ¡Créelo!  ¡Vívelo!

Un abrazo,

Edwin Bello

Fundador

Pureza Sexual…  ¡Riega  la  Voz!


PD: Escucha el audio testimonio de Edwin Bello de cómo pudo vencer a la lujuria sexual.  Presiona pureza sexual para acceder.


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