Pureza Sexual … VISITANDO EL ALMACÉN DE LAS COSAS INSERVIBLES.

Saludos nuevamente a todos ustedes que defienden día a día su pureza sexual

Sepultado dentro mi carro, preso de la ansiedad, casi sin respirar, llevaba horas en aquel parque.  No podía convencerme el cómo bajarme. Escondido, en la oscuridad de otra noche llena de dudas, me había estacionado en el mismo lugar varias veces.  Para que nadie pudiera verme, rodaba el cuerpo hasta el borde del asiento.  Estaba escondido en aquel carro, pero también estaba escondido de mi vida, si saber a dónde ir, pero con un conocimiento que antes no tenía…  Verás, unas semanas atrás, Dios me había enfrentado, cara a cara, con mi enemigo. Su nombre era la lujuria sexual. Su misión era destruir mi vida, esclavizándome gradualmente al sexo compulsivo.

Por primera vez en mi vida, me había dado cuenta que tenía un problema de promiscuidad sexual. ¡Así de engañosa y desconcertante es esta atadura!  ¿Cómo es posible que un hombre atado a una interminable gama de conductas sexuales que lo aprisionaron por más de dos décadas –en aquel momento sobre 25 años de atadura– no pudiera ver esa realidad levantándose como un inmenso gigante en el mismo medio de su territorio?Esa era la verdad.  No lo veía.  No lo entendía.  No había conocido a nadie en toda mi vida que me hablara de la lujuria sexual como un problema. Ahora, con mis ojos abiertos, esta inescapable realidad se veía demasiado de clara; por su magnitud, era imposible ignorarla.  Ahora, estacionado a sólo unos pasos del único lugar donde se reunía un grupo de apoyo en Puerto Rico para tratar el tema de  la adicción sexual, el miedo me había paralizado una vez más.

Llevaba varios días en la misma ceremonia.  Allí estacionado, veía a aquellas personas entrar, una a una, por la puerta de cristal que anticipaba un cuarto iluminado.  Y durante aquel desfile callado de siluetas, mi mente quería estallar con un incontable bombardeo de preguntas….  ¿Qué ocurriría en aquel cuarto?  ¿Qué beneficio le podía sacar conociendo a otras personas como yo, esclavizadas al sexo?  ¿Me conocerán?  ¿Encontraré allí, en ese cuarto, a mis viejos “amigos” de aventuras, esos que me iniciaron en el mundo de la calle, donde el sexo es algo que se compra cuando se te antoja?

Reflexionando sobre la encrucijada de entrar o no entrar, pensaba:  “Lo más seguro, en ese cuarto lo que hay es un grupo de enfermos sexuales crónicos; hombres que están descartados por la sociedad; hombres que ya lo han perdido todo y que lo que les falta es acabar en una cárcel, un manicomio, o un cementerio.  Yo no estoy así de mal y no necesito este tipo de grupo para nada…”  Por más que lo intentaba, las dudas me detenían; el miedo me mantenía congelado a ese asiento del carro y aún más, atrapado en el asiento de la negación y la trivialización.

Regresando a la casa, me dejé caer en el sofá para decirle a mi esposa que no me había atrevido a entrar a la reunión de apoyo. Con gran paciencia, ella me miraba, mientras arreglaba la comida sobre la mesa. Era una mirada que entrañaba un amor incomparable, un amor que no venía de ella; un amor inmerecido que Dios le había sembrado en el corazón para mí. Poco a poco, entendí lo que aquella mirada me decía.  Con ella Dios me hablaba para dejarme saber que El estaba derrumbando miedos y vergüenzas; que El me tenía en uno de Sus procesos, de ésos que se toman bastante tiempo…  Estaba en el proceso de morir al viejo hombre esclavizado para darle paso al nacimiento de un hombre libre; donde el miedo y la vergüenza de un pasado de pecado no me aprisionaran nunca más.

La semana siguiente, estacionado en el mismo lugar, cayendo la noche, debatiéndome si me iba a quedar ahí observando el desfile de personas, o si me iba a convertir en participante, escuché una voz que habló claramente a mi corazón:  “Solo no podrás.  En tu propia fuerza, serás derrotado.  Atrévete a entrar…” Esa voz –que ahora sé que fue la voz de Dios– me sacó como un resorte del carro. Esa voz me convenció: Pasar por aquella puerta era le decisión correcta.  Cerré el carro con las manos temblorosas y comencé a caminar con paso acelerado hacia aquella puerta que por tanto tiempo me había vencido. Sabía que si detenía mis pasos, me iba a arrepentir.  Así que caminé más rápido hasta llegar a la entrada, donde la puerta me recibía.  Al girar la manija, ella se resistía a abrir, pero lo seguí intentando, hasta darme cuenta que mi nerviosismo no me permitía ver que estaba empujando la puerta, cuando el inmenso letrero al frente de mi cara decía “HALE”.  Hice tremendo ruido para entrar, hasta que abrí la puerta y entré a este cuarto que marcaría mi vida para siempre…

Lo primero que me impactó fue ver a un grupo variado de personas que miraron en dirección a la puerta para recibirme con miradas sonrientes, como queriendo decirme, “bienvenido”.  Hombres de todas las edades.  Unos parecían estudiantes, otros profesionales, otros de mayor edad, parecían ser personas retiradas.  La reunión había comenzado y no tuve oportunidad de saludar a nadie, excepto a las personas que estaban a mi lado.  Me senté en aquella silla y comencé a evaluar aquel lugar de reunión, mientras las personas hablaban de sus situaciones y luchas personales relacionadas con el sexo.  Me sentía tan asustando que no podía comprender lo que estaba escuchando.

De inmediato se levantó en mí aquel familiar espíritu de crítica, que tantas veces me había llevado a descartar experiencias en mi vida, antes de darles una oportunidad.  Era un sitio viejo, donde nada combinaba con nada.  Las sillas eran todas diferentes y muchas de ellas estaban deterioradas, rotas u oxidadas.  Una mesa de madera rectangular –tipo salón de conferencia– estaba en el medio del cuarto y era demasiado grande  para el lugar. Detrás de las sillas habían cajas de cartón cerradas, como las que uno usaría para una mudanza.  Al fondo del cuarto, un armario de pared a pared, con largas puertas de madera estaba semi-abierto.  En su interior, se podían ver cruces de metal, candelabros, copas, velones, estatuas de santos, manteles, y otros objetos de los que típicamente se ven en la sacristía de una iglesia tradicional en Puerto Rico.

Seguí rodeando el cuarto con mis ojos hasta que llegué a la esquina opuesta, justo al lado de la puerta por donde había entrado.  Allí en el piso, una estatua de yeso del tamaño de un niño de 8 o 9 años se encontraba de pie.  Los mejores días de aquella estatua ya habían pasado.  Su armazón de tela metálica podía verse en varias partes, ya que estaba llena de rotos, donde el yeso se había desprendido.  A pesar de haber estudiado en escuelas católicas, no podía descifrar la identidad de aquella rara estatua, que asemejaba a un  joven vestido de monaguillo.  Lo interesante de aquella figura era que tenía sus manos unidas en gesto de oración y sus ojos de cristal miraban al cielo, con una sonrisa dibujada en su cara.  Pero lo más que me llamaba la atención era que en el medio de su pecho tenía un agujero inmenso, lo que permitía ver que estaba hueco por dentro.

Ya habían pasado más de 10 minutos y poco había escuchado de las personas que estaban en la reunión. Sí me extrañó que se identificaran por su primer nombre solamente y que siempre dijeran que eran “adictos al sexo en recuperación.” Otra cosa que me llamó la atención es que no se hablaba de Dios en la reunión, pero sí se hablaba de un “Poder Superior” que algunos reconocían en sus vidas y otros no.  Ese “Poder Superior” podía tomar la forma y naturaleza que el participante le diera, desde una luz, una energía, un sentimiento, o hasta la fuerza integrada de todos los participantes del grupo. Aquello era bien confuso para mí, porque pensaba que estaban hablando de Dios, pero poniéndole un seudónimo para no ofender a nadie.

De momento, pasando nuevamente revista sobre el lugar donde se realizaba la reunión, me di cuenta: Estábamos en un cuarto de cosas, rotas, dañadas y olvidadas.  Una especie de almacén de artefactos que ya perdieron el interés para el resto del mundo.  Me sonreí, mientras entretejía esa idea en mi cabeza.  “La verdad es que no podía existir un lugar más apropiado para esta reunión que este lugar.”  Al igual que todas las cosas que se almacenan aquí, yo también estoy dañado, roto y olvidado…  Así llegué a aquella primera reunión.  Pero con el paso del tiempo, me di cuenta que aquella conclusión era en parte cierta, pero no del todo.  Sí, estaba roto, pero no sin posibilidad de reparación; estaba dañado, pero no inservible; estaba olvidado, pero no por todos…  Todavía –como siempre– estaba al alcance del amor de Dios.

Con el paso del tiempo, aquel almacén convertido en lugar de reunión fue semillero para milagros extraordinarios.  Allí pude ver que pureza podía ser alcanzada y vivida si uno realmente la quería. Por primera vez en mi vida estaba con otras personas que tenían mi misma lucha, iguales quebrantos, las mismas heridas.  También me hice buen amigo de aquel tieso personaje al que habíamos apodado “el hermano Pepe”.  Y es que Pepe tenía mucho en común con nosotros.  Su semblante apacible y la sonrisa en su boca no eran más que un antifaz para esconder el dolor de todas sus heridas.  Roto por todas partes, Pepe le sonreía al mundo, sin darse cuenta que lloraba por dentro, viviendo una gran negación.  Al observarlo de cerca, me di cuenta que estaba hecho del yeso más blanco y que en cada roto podía verse la blancura interna de su materia prima.  Al ver esto, me vi reflejado en aquella estatua maltrecha.  Yo también había sido construido con materia prima blanca y pura.  Como el yeso de Pepe, pureza podía volver a mi vida, porque de esa manera me había construido mi Padre.

Como todos nosotros, Pepe tenía el pecho hueco, porque algo o alguien le arrancó de su ser lo que fue una sana sexualidad.  Un profundo vacío era aquel en el pecho de Pepe, igual que nuestros vacíos; huecos de dolor que no sabíamos cómo llenar sanamente.  Muchos de nosotros lo llenábamos con sexo.  Pepe lo llenaba con silencio y aislamiento.  Al igual que Pepe, pasamos media vida buscando las maneras más destructivas de llenar ese vacío.  Hasta que un día tocamos fondo y llegamos al almacén de las cosas inservibles.  Sólo aquí, después de mucho buscar, nos dimos cuenta que ese vacío en medio del pecho sólo lo podía llenar Quien nos dio forma; Quien moldeó con amor nuestra humanidad; Quien nos dio aliento de vida.

Con el paso de los días, encontré en aquel almacén de las cosas dañadas e inservibles mucho más amor que el que he encontrado en la mayoría de iglesias y ministerios que he visitado.  Aprendí a llorar mis derrotas junto a los hombres atados al sexo de aquel almacén.  También aprendí a compadecerme del dolor ajeno, llorando junto a estos valientes el dolor de sus caídas.  Luego, cuando razones para celebrar victorias comenzaron a llegar poco a poco, ésas también las celebramos juntos, llorando de alegría, en aquel almacén cubierto por el amor de un Dios que ni se mencionaba por su nombre entre nosotros. Por fin había llegado a un lugar donde podía hablar de mis luchas sexuales sin ser juzgado, sin ser señalado o condenado.  Pero no todo era pasarnos la mano en nuestras caídas. También aprendí a asumir mi responsabilidad sobre mi caminar de pureza sexual, a rendir cuentas y a ser confrontado en amor sobre mis errores.

Ahora podía sonreír sin apariencias.  El hueco en mi pecho comenzaba a llenarse con el amor de mi Padre. Ese Padre que siempre me dijo que yo no era un artefacto inservible; ese Padre que nunca me olvidó ni me abandonó en la esquina oscura de un almacén, aunque yo sí lo hubiese olvidado. Hoy tenía esperanza; tenía compañeros de lucha; podía respirar los primeros aromas de una vida liberada.  Aunque nunca estuve solo, hoy podía sentir y ver el apoyo de otros y la mano de Dios sobre mi vida.  El aislamiento y el secreto se habían roto; la vergüenza y el miedo habían sido descubiertos y derrotados.

Doy gracias a Dios por aquel grupo de valientes que se atrevió a entrar a un almacén que me cambió la vida. Gracias a esa experiencia, hoy –más de 13 años después– se multiplican las “Trincheras” donde hermanos soldados se unen a este Ministerio para luchar la buena batalla y vencer a la lujuria sexual. ¿Te unirás?  Ya no tienes que entrar a un almacén de cosas dañadas y olvidadas.  Ahora, Dios te da el valor para buscar una restauración como nunca imaginaste, para llenar los vacíos de tu pecho como sólo El los puede llenar.

¡Te espero para que juntos conquistemos territorios que Dios ya nos ha entregado!  Y recuerda:  Dios te hizo con el yeso más blanco y puro.  Esa es tu materia prima; esa es tu identidad.  ¡Créelo!  ¡Vívelo!

Un abrazo,

Edwin Bello

Fundador

Pureza Sexual…  ¡Riega  la  Voz!


PD: Escucha el audio testimonio de Edwin Bello de cómo pudo vencer a la lujuria sexual.  Presiona pureza sexual para acceder.

Escucha todos los miércoles a las 10PM (GMT -4:00) nuestro programa radial, “Pureza Radical” por www.restauracion1580am.com  (“Radio Restauración, Tu Frecuencia Sanadora, Llegando a las Naciones”)


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