Josué 6:17 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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El pueblo había observado religiosamente las órdenes que se le habían dado en lo concerniente al sitio de Jericó, y ahora, por fin les había dicho Josué (v. Jos 6:16): «Jehová os ha entregado la ciudad, entrad a tomar posesión de ella».

I. Normas que habían de observar al tomar posesión de la ciudad:

1 La ciudad había de ser «una cosa dedicada» (hebreo jérem), esto es, sustraída al uso de los hombres para ser dedicada completamente a Dios mediante la destrucción total de la misma con todo lo que se hallase vivo en ella. Ninguna cosa viva había de preservarse de la muerte bajo ningún pretexto. Solamente quedaba exceptuada de esta severidad la casa de Rahab con sus ocupantes: Solamente Rahab la ramera vivirá, con todos los que estén en casa con ella (v. Jos 6:17). Ella se había distinguido de todos sus conciudadanos por el favor que había dispensado a los hijos de Israel.

2. Todos los tesoros de la ciudad, el dinero, los utensilios y demás cosas de valor, habían de ser consagrados al servicio del tabernáculo. Dios les había prometido una tierra que fluía leche y miel, y no un país que abundase en oro y plata. Habían de considerarse suficientemente ricos con el enriquecimiento del tabernáculo.

3. Se les da un aviso muy especial y serio de que no se apropien de ninguna cosa prohibida: «Guardaos del anatema; vigilaos y atemorizaos a vosotros mismos, de forma que no os apropiéis de nada». Habla como si previese el pecado de Acán, del que se nos informa en el capítulo siguiente.

II. Con la súbita caída de los muros les quedó franco el acceso a la ciudad. Lo que los sitiados consideraban su defensa demostró ser su destrucción. No cabe duda de que el súbito e inesperado derrumbamiento de los muros dejó tan consternados a los habitantes de la ciudad, que no tuvieron fuerzas ni ánimo para ofrecer ninguna resistencia, por lo que resultaron fácil presa para la espada de Israel. Así caerá también el reino de Satanás, y no prosperará nadie que se endurezca contra Dios.

III. Ejecución de las órdenes dadas en cuanto al anatema de la ciudad. 1. Todo viviente fue pasado por las armas. Si no hubiesen tenido para ello la garantía divina, sellada con prodigios esta ejecución masiva no habría tenido justificación, ni puede justificarse hoy cosa semejante, al estar seguros de que nadie puede presentar pruebas de que Dios la autoriza. El espíritu del Evangelio es muy diferente, ya que Cristo no vino a destruir vidas, sino a salvarlas (Luc 9:56). Las victorias de Cristo habían de ser de naturaleza muy diferente. 2. La ciudad, y todo lo que en ella había, fue consumida con fuego (v. Jos 6:24). 3. Toda la plata y el oro, así como todos los utensilios purificables a fuego, fueron llevados al tesoro de la casa de Dios.

IV. Preservación de Rahab la ramera, la cual no pereció juntamente con los desobedientes (Heb 11:31). Su seguridad había sido garantizada por los espías mediante un pacto de lealtad recíproca. Las mismas personas que habían sido acogidas por ella, fueron escogidas para salvarle la vida a ella, a sus parientes y a todo lo que ella tenía (vv. Jos 6:22, Jos 6:23, Jos 6:25). Toda su parentela se salvó con ella. Una vez que se le preservó la vida: 1. Tuvo que quedar por algún tiempo fuera del campamento para ser purificada de las supersticiones paganas, a las que hubo de renunciar, y ser preparada, como todo prosélito, para su admisión dentro del pueblo. 2. Luego fue incorporada al pueblo de Israel, donde habitó ella y también su posteridad, la cual no pudo ser más noble. Hecha esposa de Salmón, príncipe de la tribu de Judá, fue madre de Booz y tatarabuela del rey David, con lo cual contada entre los antepasados de nuestro Salvador (Mat 1:5).

V. Jericó quedó condenada a perpetua desolación o, más bien, a no ser edificada como ciudad fortificada, siendo pronunciada maldición, en este sentido, sobre quien se atreviese a reedificarla (v. Jos 6:26). La situación de la ciudad era muy agradable, y es probable que su cercanía del Jordán le resultase ventajosa, lo que podía tentar a cualquiera a edificar en el mismo lugar, aunque ya se ve por esta porción que lo había de hacer a costa de grandes expensas. Los hombres edifican para su posteridad, pero el que edificase a Jericó quedaría sin posteridad que disfrutase de lo edificado. Esta maldición se cumplió en Jiel, el hombre que, andando el tiempo, había de reedificar Jericó (1Re 16:34). A ello se añadía la superstición pagana de que, para dar solidez a los cimientos y al resto de la edificación, era necesario ofrecer sacrificios humanos, con lo que Jiel perdió así sus dos hijos. Sin embargo, no hemos de pensar que por ello resultase inhóspita la ciudad, ni que a sus nuevos habitantes se les siguiese ningún perjuicio especial por tal maldición. Hallamos después a Jericó favorecida con la presencia, no sólo de los dos grandes profetas Elías y Eliseo, sino también con la de nuestro bendito Salvador (Mat 20:19; Luc 18:35; Luc 19:1).

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