Significado de PACTO Según La Biblia | Concepto y Definición

PACTO Significado Bíblico

¿Qué Es PACTO En La Biblia?

Promesa sujeta a juramento mediante el cual una parte promete solemnemente bendecir o servir a otra de alguna manera específica. A veces el cumplimiento de la promesa depende de que la parte a quien se le promete cumpla con ciertas condiciones. En otras ocasiones, la promesa se hace unilateral e incondicionalmente. El concepto de pacto es un tema esencial y unificador de las Escrituras que establece y define la relación de Dios con el hombre en todas las edades.
En el AT, la palabra hebrea que se traduce “pacto” es berit. Es probable que el término derive del verbo bara, “unir”. El sustantivo berit originariamente se refería a una relación de unión entre dos partes en la que cada una de ellas se comprometía a realizar algún servicio a favor de la otra. El NT, al igual que la LXX, utiliza de manera uniforme la palabra diatheke para referirse a la idea del pacto, y evita el término similar suntheke, que describiría erróneamente un pacto como un contrato o alianza mutua más que como una promesa sujeta a un voto. Esto no quiere decir que, en algunos casos, un pacto no pueda tener ciertas características comunes de los acuerdos o contratos mutuos, pero la esencia del concepto de pacto corresponde claramente a la de una promesa de unión.
Rituales y señales del pacto
El lenguaje técnico que se utilizaba cuando se realizaban pactos era “cortar un pacto” (karat berit). Esta terminología aludía a los sacrificios rituales que acompañaban la realización de una alianza. Los animales sacrificados a menudo se cortaban en dos. En algunos rituales de pactos, una parte del animal la comían los participantes del acuerdo y la otra mitad se quemaba en honor al dios que ellos adoraban. En ocasiones, las partes caminaban simbólicamente entre los trozos del animal. En todos los casos, el derramamiento de sangre en dichos rituales indicaba lo solemne que era el pacto, y cada una de las partes juraba, bajo pena de muerte, no quebrantarlo.
A menudo, la celebración de los pactos también incluía señales. Estas servían como un memorial que les recordaba a las partes sus promesas. Abraham le dio a Abimelec siete corderas “para que […] sirvan de testimonio” del pacto (Gén 21:30); Jacob y Labán utilizaron una pila de piedras (Gén 31:46-48); la señal del pacto de Dios con Noé fue el arco iris (Gén 9:12-15); la circuncisión fue la señal de los pactos abrahámico y mosaico (Gén 17:10-14; Éxo 12:47-48); y el bautismo es la señal del nuevo pacto (Col 2:9-12; Rom 6:3-4).
Pactos entre los seres humanos
La Biblia registra muchos pactos entre personas. Abraham y Abimelec hicieron un pacto en Beerseba (Gén 21:22-34) en el que Abraham prometió tratar amablemente a la familia de Abimelec y este prometió reconocer que el otro era dueño de un pozo (Gén 31:44-54). Jacob y Labán hicieron un pacto y juraron no hacerse daño mutuamente. Jonatán y David hicieron un pacto en el que Jonatán reconocía el derecho de David al trono de Israel (1Sa 18:3; 1Sa 23:18).
Los gabaonitas, a quienes Dios había decretado matar, engañaron a Josué haciendo un pacto para vivir en paz y para ser protegidos (Jos 9:15). Abner hizo un pacto con David para que encabezara las tribus del norte de Israel a fin de que se separaran de Is-boset y se unieran a él (2Sa 3:12-13). Salomón hizo un pacto de paz con Hiram, el rey de Tiro, comprometiendo a sus países a participar en transacciones comerciales (1Re 5:12). El rey Asa instó a Judá a realizar un pacto para buscar al Señor después de muchos años de rebelión (2Cr 15:9-15).
Hay muchos otros pactos humanos en la Biblia, algunos de los cuales fueron mal aconsejados. Por ejemplo, Oseas le advirtió a Israel sobre el juicio de Dios por el pacto que había hecho con Asiria (Ose 12:1), y Dios castigó a Asa por un pacto con Ben-hadad de Siria (2Cr 16:2-13). Las consecuencias funestas de estos pactos se desencadenaron porque Israel se apoyaba en el poder militar extranjero en lugar de descansar en Dios (comp. 2Cr 16:7).
El matrimonio goza de un interés especial entre los pactos humanos. Mal 2:14 indica claramente que el matrimonio es un pacto, donde un hombre y una mujer prometen vivir juntos en un compromiso para toda la vida (Gén 2:24; Mat 19:4-6) que incluye la unión sexual, el amor sacrificial y el respaldo mutuo.
Los pactos divinos
En las Escrituras son sumamente significativos los diversos pactos que Dios hace con el hombre pues proveen un principio unificador para entender la totalidad de las Escrituras y para definir la relación entre Dios y la persona. La esencia de esa relación se halla en la frase: “Yo seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo” (comp. Gén 17:7-8; Éxo 6:6-7; Lev 26:12; Deu 4:20; Jer 11:4; Eze 11:20).
El primer pacto divino fue el de la redención, donde Dios el Padre lo estableció con Dios el Hijo para redimir a la humanidad caída. En 2Ti 1:9-10 vemos que Dios no nos ha salvado por obras sino por la gracia “que nos fue dada en Cristo Jesús antes de los tiempos de los siglos”. Y en Tit 1:2, Pablo declara que Dios prometió vida eterna a los escogidos “antes del principio de los siglos”. El término “pacto” no aparece aquí, pero es evidente el concepto de una promesa sujeta a un juramento. Esta promesa se le hizo a Cristo, quien vino a cumplir un plan eterno para salvar a aquellos que el Padre le había dado (Jua 6:37-40; Jua 17:1-5). Dios el Padre le asignó (lit. “pactó”) un reino que Él, a su vez, lo asignaba a los discípulos (Luc 22:28-30).
El primer pacto bíblico es el edénico o pacto de las obras que Dios efectuó con Adán en el huerto del Edén (Gén 2:15-17). Ose 6:6-7 declara llanamente que este acuerdo fue un pacto. Dios le prometió al hombre en su estado de inocencia que le iba a dar vida eterna bajo la condición de que le obedeciera en forma perfecta. La obediencia se mediría en función del cumplimiento del mandato de Dios de no comer del árbol de la ciencia del bien y del mal. Sin embargo, Adán y Eva comieron del fruto prohibido y, de este modo, quebrantaron este pacto y cayeron bajo su terrible maldición: “el día que de él comieres, ciertamente morirás”.
Es importante destacar que el pacto de las obras no proveía ningún método de restauración. Puesto que este pacto demandaba perfección, una vez que se quebrantó dejó sin esperanzas a Adán y su descendencia. En este contexto encontramos el comienzo de otro pacto, el de la gracia. Después de la caída, Dios maldijo a la serpiente y prometió que la simiente de la mujer le iba a aplastar la cabeza, aunque su propio tobillo sería dañado (Gén 3:15). Esta promesa era una garantía incondicional de que Dios, en Su gracia, rescataría al hombre caído de la maldición del pacto de las obras. El NT deja en claro que Cristo es “la simiente de la mujer” que cumplió esta promesa (Gál 3:19; Col 2:13-15; 1Jn 3:8). El pacto de la gracia, pues, es la promesa de Dios de salvar a la humanidad pecaminosa de la maldición de la caída por medio de la gracia a través de la obra redentora de Cristo. Esta se puede prever incluso en Gén 3:1-24 cuando Dios aparentemente mata un animal para cubrir la desnudez de Adán y Eva (v. Gén 3:21).
Gén 4:1-26; Gén 5:1-32; Gén 6:1-22 describe la rápida decadencia moral de la raza humana después de la caída que llevó a Dios a destruir a la mayoría de las personas con un diluvio. No obstante, “Noé halló gracia ante los ojos de Jehová” (Gén 6:8), y Dios preservó la raza humana indicándole que construyera un arca en la que él, su familia y las especies animales podrían sobrevivir a la inundación. Después del diluvio, Dios estableció el pacto con Noé (Gén 9:9-17) donde prometió no volver a inundar la tierra jamás. Este pacto no requería respuesta humana. En Su gracia Dios simplemente se comprometió a preservar a los seres humanos y las otras criaturas vivientes.
El pacto bíblico siguiente es el abrahámico (comp. Gén 12:1-3; Gén 15:1-19; Gén 17:1-14; Gén 22:15-18). Dios llamó a Abraham para que saliera de Ur y fuera a Canaán, y le prometió convertirlo en una gran nación la cual, a su vez, bendeciría a todas las naciones (Gén 12:1-3). La gracia absoluta de este pacto se ve claramente en la ceremonia de ratificación de Gén 15:1-21. Dios le prometió al anciano Abraham que tendría un hijo y heredero de su propia sangre, y que él heredaría la tierra de Canaán. Abraham le creyó a Dios, lo que dio como resultado que Él lo declarara justo (v. Gén 15:6). Aun así, Abraham quiso tener una confirmación, y preguntó: “¿En qué conoceré que la he de heredar?” A manera de respuesta, Dios hizo que Abraham cortara varios animales en dos conforme a la costumbre de “cortar” un pacto. No obstante, a diferencia de lo acostumbrado, solo Dios pasó entre los animales, lo que implicaba que Su promesa era incondicional y le demostraba a Abraham que Él por cierto cumpliría Sus promesas divinas. Dios repitió Su juramento en Gén 22:18, donde además agrega que a través de la simiente de Abraham todas las naciones un día serían bendecidas. Pablo aplica el sustantivo singular “simiente” como referencia a Cristo (Gál 3:16). Por medio de Cristo, el descendiente prometido a Abraham, las bendiciones del pacto abrahámico llegarían a todas las naciones. Pablo entiende que la bendición que reciben las naciones es, al igual que en el caso de Abraham, ser justificados únicamente por la fe en lugar de las obras y recibir el don del Espíritu Santo (Gál 3:8-14).
Con el paso del tiempo, los descendientes de Abraham fueron esclavizados en Egipto. Ellos clamaron a Dios para ser liberados, y debido a que Dios “se acordó de Su pacto con Abraham, Isaac y Jacob” (Éxo 2:24), envió a Moisés para que se enfrentara al faraón y sacara al pueblo de la esclavitud. Una vez libres, los israelitas se reunieron en el Monte Sinaí. Allí Dios estableció con ellos el pacto sinaítico o mosaico (Éxo 19:5). Este pacto es el que más se asemeja a los tratados de soberanía que se hallaron en otras naciones del antiguo Cercano Oriente. En dichos tratados, el soberano (o sea, el señor o el rey) se comprometía a proporcionar un gobierno benevolente y protección a los pueblos conquistados a cambio de la lealtad de ellos. Los tratados de soberanía tenían aspectos característicos que encuentran paralelo en el pacto mosaico (Éxo 19:1-25; Éxo 20:1-26; Éxo 21:1-36; Éxo 22:1-31; Éxo 23:1-33). Estas características incluyen:
1. Un prólogo histórico que repasa la relación pasada entre las partes;
2. Una declaración de obligaciones que las partes tienen mutuamente;
3. Provisiones para la lectura ocasional y en público del tratado; y
4. Listas de bendiciones y maldiciones que surgen de cumplir o quebrantar el tratado.
Aunque el pacto mosaico seguía este modelo conocido, su propósito y contenido diferían significativamente. Por un lado, el pacto mosaico no surgió mediante un acto de conquista sino por la gracia libertadora que Dios manifestó al sacar a Israel de la esclavitud. Además, el pacto de Dios con Israel no establecía simplemente un acuerdo entre un soberano y sus vasallos, sino además una relación íntima basada en el amor leal (heb. chesed).
El rasgo singular del pacto mosaico era la ley que se resumía en los Diez Mandamientos (Éxo 20:10-17). Dios, al promulgar esa ley, constituyó a Israel en un pueblo y nación diferente que existía bajo Su gobierno teocrático. Dios le prometió a Israel que ellos serían Su posesión especial, Su “nación santa”, y prometió ser su Dios (comp. Éxo 19:5-6; Éxo 20:2). Esta promesa estaba condicionada a la obediencia de Israel a la ley. La gracia divina escogió a Israel como receptor de este pacto (Deu 7:7), pero se les advirtió que las bendiciones temporales prometidas solo serían de ellos si cumplían con los mandamientos divinos (Deu 7:12-26; Deu 28:1-14). No cumplir con los mandamientos de Dios daría como resultado maldiciones calamitosas que incluían ser “repudiado” por Dios y no ser más Su pueblo especial (Deu 8:19-20; Deu 28:15-68; comp. Jer 3:6-8; Ose 1:1-8). Israel, bajo el pacto mosaico, se rebeló varias veces contra Dios, lo que desencadenó la ira divina en numerosas ocasiones, pero en su misericordia Dios limitó la severidad del juicio debido a la promesa que le había hecho a Abraham (comp. 2Re 13:22-23). No obstante, la paciencia divina finalmente se acabó e impuso las maldiciones ante todo sobre Israel (722 a.C.) y luego sobre Judá (586 a.C.) mediante los exilios asirio y babilónico. Pero una vez más, a causa de las promesas incondicionales que les había hecho a Abraham y a David, Dios preservó un remanente de Judá y lo llevó de regreso a Palestina (comp. 1Re 11:11-13; Neh 9:7-8; Neh 9:32).
El NT agrega otros aspectos al significado e importancia del pacto mosaico. Hebreos indica que los requisitos de sacrificios de animales eran “la sombra de los bienes venideros” y no eran eficaces para la expiación del pecado (Heb 10:1-4). Más bien, eran símbolos que señalaban hacia el sacrificio expiatorio de Cristo, el único que puede quitar los pecados (Heb 10:11-14). Pablo explica que el pacto mosaico se agregó al abrahámico “hasta que viniera la simiente a quien fue hecha la promesa” (Gál 3:18-19). Es decir, Dios estableció el pacto mosaico con la nación de Israel como un acuerdo temporal cuyo propósito se cumpliría en la primera venida de Cristo. Además, el propósito de este pacto era que la ley nos sirviera como “nuestro ayo, para llevarnos a Cristo” (Gál 3:24). Esto lo hace al presentar las demandas justas de Dios que los pecadores son incapaces de cumplir (comp. Rom 5:13; Rom 5:20; Rom 8:7-8) y que, al quebrantarlas, llevan a la ira divina. Al darse cuenta de su incapacidad delante de la ley, los pecadores arrepentidos tal vez vean la necesidad de un Salvador y sean conducidos hacia Cristo.
Dios hizo otro pacto incondicional con David (2Sa 7:1-17; 2Sa 23:1-5), donde prometió que establecería para él un reino perpetuo, y que uno de sus descendientes se sentaría en el trono de Israel para siempre. Más aún, Dios prometió con respecto a la simiente de David: “Yo le seré a él padre, y él me será a mí hijo” (2Sa 7:14). La promesa es incondicional; Dios había decidido cumplirla a pesar de la maldad de los reyes subsiguientes descendientes de David (1Re 11:11-13; 2Re 20:4-6). Desde luego, la destrucción que finalmente se produjo de la dinastía davídica parece poner en duda la perpetuidad de este pacto, pero los profetas miraban al futuro hacia la restauración final del reino de David (Amó 9:11).
El NT también proporciona datos del pacto davídico. Por ejemplo, varios autores del NT utilizan el tema de la condición de hijo de Dios que posee el rey a fin de relacionar al rey davídico con Jesucristo (comp. Sal 2:6-7; Heb 1:5-6; Hch 13:32-34; Rom 1:3-4). Como el verdadero Hijo de Dios, Cristo es el cumplimiento final del pacto con David. Además, la resurrección y la ascensión de Cristo señalan Su coronación como el Rey davídico sentado en el trono de David (Hch 2:29-36). Y Santiago toma el establecimiento de la iglesia con la afluencia de los convertidos gentiles como una señal de la restauración del reino davídico profetizado por Amós (Amó 9:11-12; Hch 15:13-18).
Finalmente, Dios estableció lo que ambos testamentos denominan el nuevo pacto. Jeremías fue el primero en mencionarlo (Jer 31:27-34). Cuando Israel comenzó a desobedecer y quebrantar el pacto, Dios prometió que un día establecería un nuevo pacto con Su pueblo que sería diferente del pacto antiguo que habían quebrantado. En este nuevo pacto, Dios dice: “Daré mi ley en su mente, y la escribiré en su corazón; y yo seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo […] [y] todos me conocerán […] porque perdonaré la maldad de ellos, y no me acordaré más de su pecado” (vv. Jer 31:33-34). Ezequiel hace eco de este tema diciendo que en el nuevo pacto, Dios dice: “Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros […] y haré que andéis en mis estatutos” (Eze 36:26-27). A este nuevo pacto se lo diferencia del antiguo pacto mosaico y promete varias bendiciones que el anterior no podía proveer: la regeneración o nuevo nacimiento, el perdón completo de los pecados, un conocimiento íntimo de Dios y la seguridad de que este nuevo pacto es inquebrantable. Las promesas del nuevo pacto significan el cumplimiento de todos los propósitos redentores que Dios estableció en el pacto de gracia, que puso fin a la maldición de la caída y proveyó salvación completa para la raza humana.
Jesús anunció el cumplimiento del nuevo pacto cuando instituyó la Cena del Señor (Luc 22:20; 1Co 11:23-25). La muerte sustitutoria de Jesús en la cruz, simbolizada en la Cena del Señor, puso en existencia el nuevo pacto y convirtió en obsoleto al antiguo (comp. Heb 8:6-13; Heb 9:11-15). En el nuevo pacto, Cristo cumple las promesas y los propósitos de los pactos anteriores. Tal como se indicó, Cristo es la “simiente de la mujer” que Dios prometió aplastaría la cabeza de la serpiente. Él es la simiente de Abraham que bendeciría a todas las naciones; Él es la meta de la ley mosaica; Él es el Rey que se sienta para siempre en el trono de David. Más aún, como Cristo es “Emanuel” o “Dios con nosotros” (Mat 1:23; Jua 1:14), consuma el tema compartido por todos los pactos confirmando que Dios sería Su Dios y ellos serían su pueblo. El nuevo pacto también cumple en la nueva Israel, la iglesia, todas las promesas veterotestamentarias a la nación (comp. Gál 6:16; 1Pe 2:9-10; Hch 15:14-17; Heb 11:8-16; Apo 21:12-14). Desde luego, no todas las bendiciones del nuevo pacto se han concretado plenamente. La consumación definitiva aguarda el regreso de Cristo.
La unidad de los pactos divinos
A pesar de las diferencias, los pactos divinos exhiben una unidad estructural y temática que unifica la totalidad de las Escrituras. La unidad estructural se observa en que cada uno de los sucesivos pactos surge de los previos y depende de ellos. Cada pacto forma una nueva fase de un plan divino general. Tanto el pacto de las obras como el de la gracia son el trasfondo del pacto más esencial, el de la redención. El pacto de la gracia en el que Dios unilateralmente promete, en Su gracia, redimir a la humanidad caída, presupone el fracaso del pacto de las obras. Pero ambos pactos dependen de ese pacto eterno que Dios Padre hizo con Dios Hijo de redimir a los pecadores del pecado, la desdicha y la miseria. Desde la eternidad, Dios prometió dar salvación a una raza humana pecadora. Esa promesa requería en la historia el establecimiento de los pactos de las obras y de la gracia.
Todos los pactos divinos subsiguientes son etapas del pacto de la gracia en que Dios va revelando de manera progresiva la promesa de Gén 3:15. El pacto con Noé preserva de la destrucción a la raza humana a fin de que la simiente de la mujer pudiera nacer. Esto demuestra la gracia de Dios al prometer soportar con paciencia a la raza humana hasta la venida de Cristo (comp. Hch 17:30). El pacto abrahámico también surge del pacto de la gracia al crear una descendencia histórica a través de la cual vendría la simiente prometida. En todos los pactos siguientes, Dios en Su gracia preserva a este linaje a pesar de la maldad de los descendientes de Abraham. El pacto mosaico también es parte del pacto de la gracia y una extensión del pacto con Abraham. De hecho, las Escrituras declaran explícitamente que el pacto mosaico se estableció porque Dios “se acordó de su pacto con Abraham, Isaac y Jacob” (Éxo 2:24). Al liberar a Israel de Egipto y convertirla en nación mediante la promulgación de la ley, Dios estableció un acuerdo en el que toda la humanidad podría ver su incapacidad para vivir a la altura del pacto de las obras y, de este modo, darse cuenta de que necesitaba un Salvador. Dentro del contexto de la nación de Israel, Dios también estableció el pacto davídico, que proveyó la monarquía divina mediante la cual Dios gobernaría a Su pueblo redimido por toda la eternidad. Dios también guardó este pacto incondicionalmente, preservó a la nación hebrea rebelde y la hizo regresar del exilio diciendo, “por amor a mí mismo, y por amor a mi siervo David” (2Re 20:4-6). Finalmente, el nuevo pacto cumple con el pacto de la gracia con la vida, la muerte, la resurrección y la ascensión de Jesucristo, que es la simiente prometida de este pacto. Por lo tanto, en la revelación progresiva de estos pactos podemos observar la revelación del plan eterno unificado de Dios.
La unidad de los pactos se ve además en el tema singular presente en todos ellos: “Yo seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo” (comp. Gén 17:7-8). Los pactos divinos están diseñados para llevar a la humanidad caída a una relación íntima y personal con Dios. Este tema se desarrolla en las Escrituras en íntima relación con el “Principio Emanuel” provisto por Dios, que ciertamente mora en medio de Su pueblo. El tabernáculo del AT era el lugar donde Dios se reunía personalmente con Israel. Cuando se dedicó el tabernáculo, Dios mismo relacionó el Principio Emanuel con el tema del pacto: “Habitaré entre los hijos de Israel, y seré su Dios” (Éxo 29:45). Cristo encarna en el nuevo pacto la forma consumada de este principio. A Él se lo llama “Emanuel”, que traducido es “Dios con nosotros” (Mat 1:23), y Juan declara de manera explícita que Dios, en Cristo, “fue hecho carne, y habitó [lit. ‘hizo tabernáculo’] entre nosotros” (Jua 1:14). La última mención de este tema del pacto se encuentra en Apo 21:3. Después de la segunda venida de Cristo vemos que la promesa del pacto de Dios se concretó de manera plena y definitiva: “He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios”.

Steven B. Cowan

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