1 Juan 4:11 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

Estudio Bíblico | Explicación de 1 Juan 4:11 | Comentario Bíblico Online

No es fácil poner título a esta sección ni hacer de ella una clara subdivisión. Ryrie la titula «Las glorias del amor». Rodríguez-Molero le pone como epígrafe «Vivamos la caridad fraterna». Quizás, en efecto, el mejor título sería «Las vivencias del amor». La subdivisión que personalmente sugiero es la siguiente: 1) La respuesta práctica que hemos de dar al gran amor que Dios nos ha tenido (vv. 1Jn 4:11, 1Jn 4:12); 2) Cómo se muestra en nosotros la inhabitación de la Trina Deidad (vv. 1Jn 4:13-16); 3) Cómo conocemos que el amor de Dios se ha perfeccionado en nosotros (vv. 1Jn 4:17-21). Las pruebas de fe, de amor y de obediencia se prolongan hasta 1Jn 5:5 inclusive.

1. En los versículos 1Jn 4:7-10, el autor sagrado nos ha hecho ver lo sublime del amor de Dios, que se ha mostrado especialmente en la donación que nos hizo de su Hijo Unigénito. Ahora va a deducir de ahí la obligación que tenemos (opheílomen) de amarnos mutuamente todos los que somos hijos de Dios (vv. 1Jn 4:11, 1Jn 4:12): «Queridos amigos (gr. agapetoí, última vez que tal epíteto se repite en esta epístola), puesto que Dios nos ha amado así, también nosotros debemos amarnos mutuamente. Nadie ha visto jamás a Dios (comp. con el v. 1Jn 4:20, así como con Jua 1:18; Jua 6:46; 1Ti 6:16); pero si nos amamos los unos a los otros, Dios vive en nosotros y su amor ha alcanzado la perfección en nosotros» (NVI).

(A) Si el amor de Dios le ha llevado a sacrificarse por nosotros en la persona de su Hijo único, también nosotros hemos de amarle a Él y a sus demás hijos, nuestros hermanos, con un amor que llegue al sacrificio (v. 1Jn 3:16-18). Dice Stott: «Nadie que haya estado junto a la Cruz y haya visto desplegado allí el inconmensurable y desmerecido amor de Dios, puede volver a una vida de egoísmo». Notemos que Juan usa el verbo griego opheílomen, el cual, como ya dijimos en otro lugar, indica una obligación rigurosa, como una deuda de la que no podemos desentendernos.

(B) Como lo ha hecho en el versículo 1Jn 4:7, y lo volverá a hacer con todo detalle en el versículo 1Jn 4:20, Juan pone (v. 1Jn 4:12) el amor al prójimo como prueba manifiesta de que amamos a Dios. En efecto, Dios es invisible y, por tanto, nuestra comunión íntima con Él no se percibe al exterior de otra manera que en el amor que tenemos a nuestros hermanos. Sólo cuando nuestro amor se manifiesta activa y prácticamente en el sacrificio que estamos dispuestos a hacer por nuestros hermanos (1Jn 3:16-18), es cuando podemos tener seguridad de que nuestro amor a Dios es genuino, ha ganado los mismos quilates aunque no en grado infinito que los que el amor de Dios tiene, pues nos da la prueba decisiva de que Dios vive (lit. permanece) en nosotros y nos está transformando en Sí mismo por la mutua inmanencia (v. 1Jn 4:16) que el amor produce.

(C) ¿Qué significa, en este contexto, «el amor de Dios», «su amor»? ¿Es el amor que Dios nos tiene o el que nosotros le tenemos a Él? La fraseología de Juan al decir que ese amor ha alcanzado la perfección (lit. está habiendo sido perfeccionado) en nosotros, ha hecho pensar a muchos que se trata de nuestro amor a Él, ya que el amor de Dios a nosotros ha sido siempre perfecto, pues no aumenta ni disminuye. Pero esta interpretación va contra todo el contexto anterior, que trata del amor que Dios nos tiene y ha tenido. Lo que Juan quiere decir aquí es que, al amarnos mutuamente los hijos de Dios, el amor de Dios ha obtenido su máxima perfección, su actuación más eficaz, al reproducirse entre nosotros en una perfecta, genuina, comunión eclesial.

2. Juan describe otra prueba de que tenemos comunión vital con Dios: La inhabitación de Dios, por medio de su Espíritu, en todos los que hemos recibido, por fe, al Señor Jesucristo como nuestro Salvador (vv. 1Jn 4:13-16): «Conocemos que vivimos en Él (Dios), y Él en nosotros, porque (gr. hóti, pues) nos ha hecho donación de su Espíritu. Y nosotros hemos visto y damos testimonio de que el Padre ha enviado a su Hijo a ser el Salvador del mundo. Si alguien reconoce que Jesús es el Hijo de Dios, Dios vive en él, y él en Dios. Y así nosotros conocemos el amor que Dios tiene por (lit. entre) nosotros y nos fiamos de (lit. y hemos creído) su amor. Dios es amor (repetición del v. 1Jn 4:8). Todo el que vive con amor, vive en Dios, y Dios en él» (NVI).

(A) El versículo 1Jn 4:13 se abre con la conocida fórmula «En esto conocemos» (lit.; el verbo está en presente continuativo). Sigue después lo que quiere probar; esta vez, de forma personal (no impersonal comp. con 1Jn 3:24 ): la mutua inmanencia de Dios en nosotros y de nosotros en Dios. Dice que conocemos esto en que nos ha hecho donación de su Espíritu. Ya en 1Jn 3:24 había apelado al testimonio del Espíritu, pero entonces la mutua inmanencia se probaba por la observancia de los mandamientos de Dios, mientras que aquí se prueba por el amor mutuo entre los hermanos (v. 1Jn 4:12), de lo cual el Espíritu Santo da testimonio. Pero no es el testimonio del Espíritu lo que aquí se pone de relieve (a diferencia de 1Jn 3:24), sino la donación que de Él nos ha hecho el Padre: «nos ha dado de (gr. ek, preposición de origen) su Espíritu». Dice Salguero: «Dios nos ha dado una participación del Espíritu, cuya plenitud la posee Cristo». Los dos textos que nos confirman esto son Jua 3:34, con referencia a Cristo, y Efe 4:7 (v. también Rom 12:3; 1Co 12:4, 1Co 12:7.), con referencia a nosotros. De todos los dones que Dios nos ha regalado, el Espíritu Santo es el Don por antonomasia (v. Rom 5:5), el agente de la Deidad para derramar en nuestros corazones el amor de Dios.

(B) En el versículo 1Jn 4:14, Juan interpone su autoridad apostólica, su condición de testigo de primera mano, como en 1Jn 1:1-3, para mostrar que, aun cuando el Padre es el Dios invisible (v. 1Jn 4:12), se manifestó de tal manera en Jesucristo (comp. con Jua 14:9, Jua 14:10) que, quienes vieron a Jesús, le oyeron, contemplaron y palparon, tuvieron la evidencia de que Él era el enviado del Padre para la salvación del mundo (v. 1Jn 4:14, comp. con Jua 3:16, Jua 3:17). El mundo significa aquí, como en Jua 3:16, Jua 3:17; Jua 4:42; Jua 6:33, Jua 6:51, etc., la humanidad caída por el pecado y necesitada de salvación. A este resultado, la salvación del mundo, apunta el pretérito perfecto apéstalken, que Juan usa aquí.

(C) La respuesta al testimonio apostólico consiste en confesar (el mismo verbo de 1Jn 2:23; 1Jn 4:2, 1Jn 4:3) el núcleo del testimonio apostólico (comp. con Mat 16:16): «El que confiese (lit. diga lo mismo. V. el comentario a 1:9) que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él, y él en Dios» (Lit.). Esta es la tercera vez que Juan menciona la mutua inmanencia de Dios y de nosotros. La primera (1Jn 3:24) tenía que ver con la prueba de la obediencia; la segunda (1Jn 4:13), con la prueba del amor fraternal; esta tercera del versículo 1Jn 4:15 hace referencia a la prueba doctrinal, de la fe. El aoristo de subjuntivo griego homologuése apunta, «no a una presente y continua confesión …, sino a una sola y decisiva, pública, confesión, cuyo tiempo no se especifica» (Stott). El contexto anterior (v. 1Jn 4:14) da a entender que dicha confesión no es meramente cristológica, sino también soteriológica; es decir, no sólo a Jesús como Verbo encarnado, sino al Cristo como Redentor del mundo.

(D) Por cuarta vez va a mencionar Juan (v. 1Jn 4:16) la mutua inmanencia de Dios y del creyente genuino que guarda comunión con Dios. Pero esta vez, la referencia (que es también al amor, como en el v. 1Jn 4:13) va matizada por un nuevo elemento: el crédito que toda persona nacida de nuevo presta al testimonio de la predicación apostólica.

(a) En efecto, Juan comienza diciendo: «Y nosotros (énfasis de persona y de colocación) hemos conocido (gr. egnókamen, en pretérito perfecto, un conocimiento experimental, íntimo, que no se borra con el tiempo) y creído (gr. pepisteúkamen, también en pretérito perfecto; una fe que no decae) el amor que Dios tiene entre nosotros» (lit.).

(b) ¿A quién se refiere ese «nosotros»? ¿A todos los creyentes? Sin duda, no, sino a solos los apóstoles, quienes «vieron y creyeron» (comp. con Jua 20:8, Jua 20:29, porque ellos necesitaban ser testigos de vista (v. Hch 1:21.). Pero hubo un tiempo en que también ellos necesitaron creer en Jesucristo antes de conocerle bien; a este tiempo alude Pedro en Jua 6:69 (los verbos están en orden inverso: «nosotros hemos creído y conocido …». Véase también el comentario a Jua 17:8).

(c) Precisamente porque los apóstoles convivieron con el Señor, llegaron mejor que nadie a conocer íntimamente y dar crédito al amor que Dios nos tiene, puesto que ese amor se manifestó especialmente al enviar a su Hijo como Salvador del mundo; esta conexión doctrinal es patente en el contexto anterior (v. 1Jn 4:14).

(d) La mención del testimonio de primera mano, que Juan acaba de hacer del amor de Dios, manifestado en el envío de Su Hijo, lleva a Juan a repetir su definición del versículo 1Jn 4:8: «Dios es Amor» (v. 1Jn 4:16). Pero esta repetición no está desprovista de motivo, pues, a partir de ella, el autor sagrado nos va a ofrecer, por cuarta vez, la mutua inmanencia de Dios y del creyente en su base doctrinal y práctica más profunda posible: «Y el que permanece en el amor, permanece en Dios, y Dios permanece en él» (lit.). No puede ser más lógica la conclusión, pero ¡qué profundidad encierra!

(e) En efecto, al describir el amor como el elemento donde se produce la mutua inmanencia de Dios y el creyente, Juan viene a decir que el amor tiene virtud transformante. Mientras el intelecto presenta una corriente que va de fuera adentro (es asimilante), el corazón sigue un sentido opuesto (es asimilado), ya que, al ser atraído por el objeto amado, tiende a transformarse en él. Por eso, dijo el Señor (Mat 6:21): «Porque donde está vuestro tesoro allí estará también vuestro corazón». De aquí se deduce que, cuando dos personas ponen enteramente su corazón en una misma persona o cosa, tienden a identificarse mutuamente entre sí, supuesto que su tendencia sea de amor genuino, no de codicia o concupiscencia, pues en este caso el amor es exclusivista. Ahora bien, si Dios es Amor, por definición, el que es atraído por el amor, a vivir en el amor, que es vivir de amor, no puede menos de ser atraído por Dios, a vivir en Dios, lo cual es vivir de Dios. Por otra parte, Dios no puede menos de vivir en el amor, pues Él es Amor. Así que no puede menos de vivir en todo aquel que también vive en el amor. Esta virtud transformante del amor explica el simbolismo tan expresivo que hallamos en lugares como 1Co 10:17: «Al haber un solo pan, nosotros, aun siendo muchos, somos un solo cuerpo, porque todos participamos de aquella única pieza de pan».

3. En estos versículos Juan cierra con broche de oro el capítulo, volviendo a la idea (v. 1Jn 4:12, al final) de la consumación del amor, pero ahora, como muy bien hace notar Stott, no está tratando del amor de Dios en nosotros, sino de nuestro amor a Dios. Podemos decir que a ese término le ha conducido el rumbo que ha seguido en los versículos 1Jn 4:13-16. Notemos, dentro de esta última sección, la repetición que el autor sagrado hace, en el versículo 1Jn 4:19, de lo que ya dijo en el versículo 1Jn 4:10; por ello, no añadiremos comentario alguno a lo que ya dijimos allí. Con ello, la sección queda subdividida en dos partes bien definidas: (A) El amor genuino engendra confianza (vv. 1Jn 4:17, 1Jn 4:18); (B) El genuino amor a Dios se comprueba por el amor al prójimo (vv. 1Jn 4:20, 1Jn 4:21).

(A) Veamos lo que nos dice Juan en los versículos 1Jn 4:17, 1Jn 4:18: «En esto ha sido perfeccionado (pretérito perfecto de la voz media-pasiva) el amor con (meth , apócope de metá, preposición de compañía) nosotros, para que tengamos (es decir, en que podamos tener) confianza en el día del juicio, pues así como es Él, así somos también nosotros en este mundo. No hay temor en el amor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor, pues el temor tiene castigo, y el que está temiendo no ha sido perfeccionado en el amor» (lit.). Analicemos estos dos versículos:

(a) Hemos dicho, siguiendo la observación de Stott, que la perfección de que ahora trata Juan no se refiere al amor que nos tiene Dios (v. 1Jn 4:12), sino al que nosotros le tenemos a Dios. Esto se confirma por el cambio de preposición: En el versículo 1Jn 4:12, usa la preposición en, que da a entender la perfección con que el amor de Dios actúa en nosotros; en cambio, en el versículo 1Jn 4:17 usa la preposición metá, lo que da a entender que el amor ha encontrado con nosotros, entre nosotros, su consumación. Por supuesto, el autor sagrado «no está insinuando que el amor de algún cristiano pueda ser en esta vida absolutamente perfecto, sino más bien desarrollado y maduro, permanentemente fijo en Dios» (Stott).

(b) La conjunción final hína, para que, con la cual comienza la segunda frase del versículo 1Jn 4:7, tiene el significado de «que», como en 1Jn 3:23. Así que lo que Juan quiere decir en dicho versículo es que, si el amor que le tenemos a Dios (y al prójimo, pues el autor sagrado calla adrede a quién se refiere el amor) es perfecto, maduro, estable, no tenemos ningún motivo para temer acercarnos al tribunal de Cristo en el día del juicio, pues no seremos avergonzados (comp. con 1Jn 2:28). El versículo 1Jn 4:18 da a entender claramente que esa confianza (gr. parrhesían) producida por la consumación del amor en nosotros, no está exclusivamente reservada para el día del juicio, sino que podemos disfrutar de ella ya ahora.

(c) La razón que Juan da es (v. 1Jn 4:17) que «en este mundo somos semejantes a Él» (NVI). ¿Quién es, aquí, Él? Una mirada retrospectiva a 1Jn 2:28, 1Jn 2:29 y 1Jn 3:2, 1Jn 3:3, nos hace ver que Juan se está refiriendo a Cristo, y que, así como hemos de ser semejantes a Él en pureza (1Jn 3:3), tambien lo somos ya en amor. Comenta J. Stott: «Jesús es el Hijo amado de Dios, y en Él se complace Dios; también nosotros somos hijos de Dios (1Jn 3:1) y objeto de Su favor. Si Él (Cristo) llamaba, y llama, «Padre» a Dios, tambien nosotros. Somos «colmados de gracia en el Amado» (Efe 1:6); podemos compartir Su confianza en Dios».

(d) El autor sagrado confirma con una nueva razón lo que ha dicho en el versículo 1Jn 4:17 acerca de la confianza producida por el amor perfecto. «No hay temor en el amor», dice textualmente; es decir, donde el amor es perfecto, no hay mezcla de temor en el amor, «no hay lugar para el temor en el amor» (New English Bible). Por supuesto, Juan no se refiere aquí al temor reverencial de los hijos, sino al temor servil de los esclavos, es decir, al miedo. Por eso añade que «el perfecto amor arroja fuera el temor», ya que ambos sentimientos, el amor y el miedo, con respecto a una misma persona, son incompatibles.

(e) Todavía añade una nueva razón de dicha razón, al decir: «Pues el temor tiene castigo», es decir, implica una referencia al castigo que se teme en caso de que no se cumpla bien lo que manda el amo. El que ama de todo corazón y se siente amado, no tiene por qué temer; puede (y debe) tener respeto, temor reverencial, pero no miedo. Por eso, concluye Juan, «el que está temiendo no ha sido perfeccionado en el amor». Comenta F. Rodríguez-Molero: «El pensamiento joaneo es claro y terminante: El que teme se deja llevar de una reacción servil y egoísta; su temor encierra no sólo inquietud, sino incertidumbre y falta de confianza. Esto enfría la amistad con Dios. Al amor perfecto de los hijos (1Jn 4:16) no tienen acceso esos tímidos egoístas con espíritu de esclavos». Por su parte, Agustín de Hipona comenta aquí con su habitual brillantez: «El temor no se da en el amor. Pero ¿en qué amor? No en el amor imperfecto. ¿En cuál, pues? En el amor perfecto, que expulsa el temor. Por consiguiente, es el temor el que comienza, pues el comienzo de la sabiduría es el temor de Dios. El temor, en cierto sentido, prepara el sitio al amor. Pero una vez que el amor comienza a habitar (en el alma), el temor que le había preparado la morada es arrojado fuera».

(f) El versículo 1Jn 4:19, que sirve de puente entre lo que precede y lo que sigue, es, como ya dijimos, una repetición abreviada del versículo 1Jn 4:10, pero con un matiz especial, debido al contexto anterior (v. 1Jn 4:18). Para que nadie pueda pensar que ha desaparecido de nosotros el temor por algún esfuerzo que hayamos hecho en desalojarlo mediante un perfecto amor (o por algún mérito de nuestra parte), Juan nos recuerda que si podemos amar a Dios de esa manera es porque Él nos amó primero, no porque nos adelantásemos a amarle a Él.

(B) Ya en 1Jn 1:3-7; 1Jn 2:7-11, pero especialmente en 1Jn 3:14-18, Juan ha hecho saber que no se puede estar a bien con Dios si se está a mal con los hermanos. Sin embargo, es ahora cuando va a lanzar el ataque definitivo a los que se creen santos, con un (supuesto) ferviente amor a Dios, pero odian a sus hermanos o se despreocupan de ellos. Dice Stott: «El perfecto amor que echa fuera el temor, echa fuera también el odio». Veamos cómo lo expresa Juan en los versículos 1Jn 4:20, 1Jn 4:21: «Si alguno dijese: Amo a Dios , y odia a su hermano, es un embustero; porque el que no ama (participio de presente) a su hermano a quien ha visto, ¿al Dios a quien no ha visto cómo puede amar? (presente de infinitivo). Y este mandamiento tenemos de (apó, de parte de) Él, que (gr. hína como en 1Jn 3:23 y 1Jn 4:17 ) el que ama a Dios, ame también a su hermano» (lit.).

(a) Sin pelos en la lengua, Juan se atreve a decir que cualquiera que alegue amar a Dios, pero odie o menosprecie a su hermano (o se desentienda de él v. 1Jn 3:17, 1Jn 3:18 ) es un embustero, está mintiendo. Esta es la tercera de las «tres negras mentiras aludidas en la epístola», dice Stott. Las otras dos se hallan en 1Jn 1:6 (repetida, con otras palabras, en 1Jn 2:4) y 1Jn 2:22, 1Jn 2:23. Cada una de ellas afecta a un aspecto distinto de la conducta cristiana: la primera, al aspecto moral; la segunda, al aspecto doctrinal; la tercera, al social.

(b) El autor sagrado hace ver claramente que es imposible un genuino amor a Dios sin un amor, igualmente genuino, a nuestros hermanos. Viene a decir lo siguiente: Cualquiera puede decir que ama a Dios, pero ¿cómo lo prueba, puesto que a Dios no se le ve? Ni él ni nadie puede mostrar tangiblemente lo que se le hace a un Dios invisible. En cambio, al hermano y a la hermana, no sólo se les puede ver, sino que se les ve realmente. Ahí es donde se puede mostrar con hechos el amor a una persona. Ahí es donde no cabe ilusión ni engaño. Y así como es más fácil mostrar amor a un amigo que se ve que a uno que no se ve, así también es más fácil cumplir con el amor al prójimo que con el amor a Dios. Por otra parte, el amor genuino (agápe) proviene de Dios y es el mismo (v. Rom 5:5; 1Jn 3:1) en Dios y en nosotros. Por tanto, es imposible amar genuinamente a Dios sin amar al hijo de Dios. Dice Nygren (citado por Rodríguez-Molero): «El que no ama a su hermano, no puede amar a Dios, en virtud de una ley establecida por el mismo Dios. No se trata, pues, de una imposibilidad psicológica, del alma del creyente; sino de una imposibilidad física, que brota de la naturaleza de la caridad. Esta versa sobre un doble objeto: Dios y el prójimo, pero tan indisolublemente unidos, que del uno se puede concluir el otro».

(c) Que no se trata solamente de una necesidad psicológica, sino de algo que brota naturalmente de la naturaleza misma del amor agápe, se ve por lo que el propio Juan añade (v. 1Jn 4:21): «Y este mandamiento tenemos de parte de (gr. apó) Él, que quien ama a Dios ame también a su hermano» (lit.). Bueno será recordar que los mandamientos de Dios no son fruto del capricho o del arbitrio, sino que están siempre en consonancia con el mayor bien de las personas a las que van dirigidos.

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