Pederastia en la Iglesia: pastores, lobos y corderos

Pederastia en la Iglesia: pastores, lobos y corderos

La periodista hace un recorrido por el caso del cura pederasta Nicolás Aguilar y su relación con el cardenal Norberto Rivera. Con permiso de la editorial Grijalbo reproducimos un extracto del primer capítulo: «Pastores, lobos y corderos».

Joaquín Aguilar Méndez tenía 13 años y era conocido como un niño «normal y travieso». Sus padres, con profundas creencias católicas, lo convencieron de convertirse en monaguillo al lado de Julio, su hermano pequeño. «Un día el titular de la Parroquia del Perpetuo Socorro, Antonio Núñez, nos presentó a un sacerdote acabado de llegar a la comunidad. Nos dijo que el padre Nicolás Aguilar Rivera estaba allí para apoyarnos y que había llegado hasta allí por motivos de salud». Luego sabría que el padre Nicolás venía de una casa de retiro de los sacerdotes: «esas clínicas donde son mandados los padres acusados de abuso sexual».

Cuenta Joaquín que el sacerdote buscó inmediatamente ganarse la confianza de la familia. Su madre prestaba servicios a la parroquia e incluso lavaba la ropa del altar: «El padre Nicolás empezó a visitar a mi familia para ver cómo estábamos. Un sacerdote en la casa era visto por mis padres como una bendición».

El presbítero se fue acercando cada vez más a los niños, concretamente a Joaquín, que era el más travieso y «relajiento»: «empezó a tener confianza con nosotros y como teníamos el mismo apellido decía que éramos sus sobrinos».

Después lo cambiaron a la iglesia de San Antonio de las Huertas y fue a ver a los padres de Joaquín para pedirles que los niños se trasladaran de acólitos para esa parroquia, a lo que la familia accedió: «Inclusive durante esa conversación les dijo a mis padres que me quería llevar a Acapulco, pero a mis padres no les gustó la idea. De plano le dijeron que no».

Era octubre de 1994 y Joaquín acudía regularmente a prestar sus servicios de acólito a la nueva iglesia. En una ocasión, durante la misa, sintió la necesidad de ir al baño, por tanto salió del altar por la puerta trasera y cruzó un pasillo: «era necesario pasar por su recámara, que estaba al lado de la sacristía. En ese momento me llamó para preguntarme si quería nuevos casetes de su música.

Fue allí donde aprovechó para agarrarme del cuello violentamente. Me bajó los pants, sacó su pene erecto, me tumbó en la cama y me violó. Sentí tanto dolor. Salí corriendo y alcance a escuchar como me amenazaba: `si dices algo, le pasará lo mismo a tus hermanitos’. Nunca más regrese a la iglesia».

Después de la violación, Joaquín se sintió totalmente desconcertado, no sabía que hacer. Su escuela quedaba a dos cuadras de la iglesia y a los pocos días de lo sucedido, el padre Nicolás lo fue a buscar a la salida para pedirle que regresara al templo: «Me dijo que ya no me iba a pasar nada, que volviera. Yo le dije que no, que le iba a decir a mi mama todo lo que pasó. Tenía miedo, pero me aguanté. El es muy alto y me parecía un gigante, un ser enorme».

Ese mismo día, en la tarde, el padre Nicolás acudió a su casa: «Le dijo a mi mamá que me cuidara porque él había visto cómo el sacristán de la iglesia me había violado. Obviamente mi madre se puso como loca. Yo no le había dicho nada y seguramente, si él no le hubiera dicho, yo nunca lo habría contado».

El sacerdote salió de su casa, pero Joaquín decidió contarles a sus padres toda la verdad: «no fue el sacristán. El que me violó fue el padre Nicolás». Incrédulos, sus padres le pidieron en tres ocasiones que confirmara su versión: «¿Seguro?, ¿estás seguro de lo que dicesí»

Como suele suceder en estos casos, los padres de Joaquín acudieron primeramente a las autoridades eclesiásticas. El 1 de noviembre de 1994 se lo contaron primero al padre Cándido Hernández de la iglesia del Perpetuo Socorro: «El nos dijo que lo denunciáramos a la policía».

Ambos sacerdotes, Hernández y Aguilar, hablaron sobre el tema. Una conversación que fue grabada por el primero. Luego los padres de Joaquín fueron a la policía para denunciarlo y la grabación fue utilizada como una de las pruebas: «Pero el Ministerio Público inmediatamente la hizo perdidiza. En esa grabación Nicolás le dice a Cándido que le ayude, que convenza a la familia para que retire la demanda».

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Fue así como inició un proceso judicial complicado. Todo fue retrasos, burocratismo, engaños, dilaciones. Las autoridades «perdieron» en tres ocasiones el expediente de Joaquín:

«Yo vi que no había nada que hacer, que no querían enjuiciarlo. La policía nos pidió testigos de lo que me ocurrió y el padre Nicolás llevó a 40 personas de la comunidad para que hablaran bien de él.
Esas personas se encargaron de hablar mal de mí diciendo que era yo quien provocaba a los hombres, incluso en la calle me decían `el calientasotanas’ y se atrevieron a afirmar que yo era su amante, pero que el problema fue que mi mamá nos había cachado y por tanto mis papás querían dinero para callarse. Inclusive hoy en día hay gente que sigue diciendo eso».

La hoja parroquial de la iglesia de San Antonio de las Huertas, publicada en diciembre de ese mismo año, acusó a la familia de Joaquín de mentirosa por haberle levantado «falsos» al padre Nicolás Aguilar.

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Todo eran obstáculos y desde el principio Joaquín recuerda perfectamente la actitud de los agentes del Ministerio Público que le pidieron hacerse exámenes anales para comprobar los daños físicos de la violación: «Empínate, ahora ábrete más, inclínate todo lo que puedas». En fin, era una humillación además me preguntaban cosas que un niño no sabe responder: «¿Como cuántos centímetros te metió el pene? ¿De qué forma te la metió? ¿De que tamaño era?»

Como víctima, Joaquín sufrió una triple condena: primero asumirse como víctima de abuso sexual, luego recibir el escarnio de la feligresía y finalmente la burla de la justicia. Cuando a Joaquín Aguilar le informaron que el abogado del padre pederasta estaba siendo pagado por la misma Iglesia, él mismo pidió a sus padres que ya no siguieran con el caso, que duró año y medio: «El sacerdote José Reyes Chaparro nos dijo que él le pagó los abogados al padre Nicolás y nos pidió que ya le paráramos al asunto, porque estábamos dañando a la Iglesia».

Al sacerdote nunca fue encarcelado únicamente lo trasladaron a la segunda vicaría en Tacubaya, donde estuvo trabajando durante 1995, año en el que ya era obispo de México el cardenal Norberto Rivera.
Incluso, Nicolás Aguilar se atrevió a demandar a su víctima por «difamación», pero luego, haciendo alarde de su «bondad», se retractó de la denuncia argumentando que él «sí perdonaba» al que tanto daño había ocasionado a su «honor».

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