Deuteronomio 34:9 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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Termina el Deuteronomio y, por tanto, el Pentateuco (La Ley por antonomasia) con un encomio lleno de honor para Moisés tanto como para Josué; cada cual tiene su alabanza, en su respectivo servicio y en su sazón respectiva, como debe ser. ¡Que Dios sea glorificado en ambos!

I. Josué es ensalzado como un hombre admirablemente cualificado para la obra a la que fue llamado (v. Deu 34:9). Moisés condujo a Israel hasta las fronteras de Canaán y allí los dejó para morir indicando así que la Ley no llevó nada a la perfección (Heb 7:19). Lleva al ser humano hasta el desierto de la convicción de pecado, pero no lo introduce en el Canaán del reposo y de la paz permanente. Este honor estaba reservado a Josué = Jesús, de quien Josué era tipo en esto, para que él hiciera por nosotros lo que era imposible para la ley, por cuanto era débil a causa de la carne (Rom 8:3). A través de Cristo, del camino nuevo y vivo que Él abrió para nosotros (Heb 10:20), entramos en descanso, en la paz con Dios, en descanso espiritual de nuestra conciencia, sin miedo a la condenación (Rom 8:1), y en descanso eterno de los cielos (Col 3:1). Dos cosas concurrieron para que se viese claro el llamamiento de Dios para esta gran empresa: 1. Dios le equipó para ello: Fue lleno del espíritu de sabiduría (v. Deu 34:9). Sabiduría divina es el requisito indispensable, lo mismo que el valor y la bravura, en un general del ejército de Dios. 2. Moisés, por orden de Dios, le transmitió la comisión: Moisés había puesto sus manos sobre él, instituyéndole así por sucesor y rogaba a Dios que le capacitase para el servicio al que le había llamado.

II. Moisés es ensalzado con mucho encomio (vv. Deu 34:10-12), y con mucha razón.

1. Fue de veras un hombre muy grande, especialmente en dos aspectos: (A) En su comunión íntima con Dios: Con quien trataba Jehová cara a cara (v. Deu 34:10), como habla cualquiera a su compañero (añade Éxo 33:11). Boca a boca hablaré con él, y no por figuras, y verá la apariencia de Jehová (Núm 12:8, comp. con Éxo 33:19). Y con la misma intimidad con que Dios le trataba, trataba él a Dios. Basta con recordar su maravillosa oración en Éxo 32:11-14, y la del día siguiente (Éxo 32:31-32). (B) El poder que Dios le concedió para obrar sobre la naturaleza. Los milagros de juicio que llevó a cabo en Egipto delante de Faraón, y los milagros de gracia y misericordia que llevó a cabo en el desierto delante de Israel, sirvieron para demostrar que era un favorito especial del Cielo, y tenía que desempeñar en este mundo una comisión extraordinaria, como así lo hizo. Nunca jamás hubo otro hombre a quien Israel tuviese mayores motivos para amarle, ni los enemigos de Israel mayor razón para temerle.

2. Fue más grande que ningún otro profeta del Antiguo Testamento. Es cierto que el Señor Jesús dijo de Juan el Bautista: «Entre los que nacen de mujer no se ha levantado otro mayor que Juan el Bautista» (Mat 11:11). Y poco antes había dicho que era «más que profeta» (v. Deu 34:9); pero ha de tenerse en cuenta que a Juan no se le puede poner en la misma fila que los profetas del Antiguo Testamento, cuya lista se acaba con Malaquías muchos años antes, sino que se halla a caballo entre ambos Testamentos, introducido ya en los «últimos tiempos» (Mar 1:15), con el privilegio singular de ser el Precursor, el primero que había de señalar con el dedo al «Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jua 1:29), y sirve al divino Esposo de «padrino» (Jua 3:29) para sus nupcias con la Iglesia. Por tanto, ni su persona ni su comisión pueden ponerse en la misma línea con Moisés. Con esta advertencia por delante, podemos ver que, aunque hubo antiguamente hombres de gran interés en el Cielo, y de gran influencia en la tierra, ninguno puede compararse con este gran hombre; ninguno de ellos presentó evidencias, ni llevó a cabo el fiel cumplimiento de una comisión de parte del Cielo como lo hizo Moisés. Este encomio de Moisés pudo ser escrito, en parte, mucho tiempo después de su muerte, por la afirmación de que «nunca más se levantó profeta en lsrael como Moisés» (v. Deu 34:10), pues la expresión no parece admitir un sentido meramente retrospectivo. Por medio de Moisés, dio Dios su Ley (Jua 1:17), y moldeó y formó el pueblo de Israel; mientras que, por medio de los demás profetas, envió reprensiones, instrucciones, promesas y predicciones particulares. El último de los profetas del Antiguo Testamento, Malaquías, casi al final de su profecía, pone en boca de Dios la siguiente intimación: Acordaos de la ley de Moisés mi siervo (Mal 4:4). Jesucristo mismo apeló con frecuencia a los escritos de Moisés, y le puso por testigo, como quien vio su día a distancia, y escribió acerca de él (por ej. Luc 16:29-31, en boca de Abraham, Jua 5:47, en sus propias palabras). Moisés fue fiel como siervo, pero Cristo como Hijo (Heb 3:5-6). La historia de Moisés termina dejándolo sepultado en los llanos de Moab, y concluye así con el período de su gobierno sobre Israel; pero la historia de nuestro Salvador le muestra sentado a la diestra de la Majestad en las alturas (Heb 1:3), y se nos asegura que lo dilatado de su imperio y la paz no tendrán límite (Isa 9:7). Nótese el contraste establecido en Jua 1:17: La Ley FUE DADA por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad VINIERON por medio de Jesucristo. Moisés, con toda su grandeza, fue un mero vehículo, portador comisionado de la Ley que condena; Jesús encarnó en Sí mismo la gracia y la verdad que salvan.

«AL QUE ESTÁ SENTADO EN EL TRONO, Y AL CORDERO

SEA LA ALABANZA, EL HONOR, LA GLORIA Y EL DOMINIO,

POR LOS SIGLOS DE LOS SIGLOS.» ¡AMÉN!

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