Éxodo 29:1 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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I. La ley concerniente a la consagración de Aarón y de sus hijos para el oficio sacerdotal.

1. Las ceremonias con que esto se había de realizar fueron establecidas totalmente y con todo detalle, porque nada de esto se había hecho antes. Ahora bien:

A) La obra que había de realizarse era la consagración de las personas que Dios había escogido para sacerdotes, por la cual ellos se dedicaban y se ofrecían a sí mismos para el servicio de Dios, y Dios manifestaba que los aceptaba como a tales, y el pueblo había de saber que estos hombres no se glorificaban a sí mismos para ser hechos sacerdotes, sino que eran llamados por Dios (Heb 5:4-5). Nótese que todos cuantos van a ser empleados en servir a Dios, tienen que ser santificados para Él. En primer lugar, ha de ser aceptada la persona; sólo después, puede ser aceptado su servicio.

B) La persona que había de hacerlo era Moisés, por orden de Dios. Por una orden especial de Dios, Moisés hizo una obra propia de sacerdote, y por ello la parte del sacerdote en el sacrificio fue suya (v. Éxo 29:26).

C) El lugar fue a la puerta del tabernáculo de reunión (v. Éxo 29:4). Fueron consagrados a la puerta, porque iban a ser guardianes de las puertas del santuario.

D) Se llevó a cabo con muchas ceremonias.

(a) Tenían que lavarse con agua (v. Éxo 29:4), dando a entender que deben estar limpios quienes llevan los utensilios de Jehová (Isa 52:11). Quienes aspiran a santidad perfecta, deben limpiarse de toda contaminación de carne y de espíritu (Isa 1:16-18; 2Co 7:1). Limpio de manos y puro de corazón ha de estar quien se atreva a llegarse al lugar santo (Sal 24:3-4).

(b) Habían de vestirse de vestiduras sagradas (vv. Éxo 29:5, Éxo 29:6, Éxo 29:8, Éxo 29:9) para indicar que no les bastaba el limpiarse de las contaminaciones del pecado, sino que debían también revestirse de las gracias del Espíritu, vestirse de la justicia (Sal 132:9).

(c) El sumo sacerdote debía ser ungido con el aceite de la unción (v. Éxo 29:7). Mientras los demás sacerdotes eran ungidos con algunas gotas de aceite rociadas con los dedos, el sumo sacerdote era ungido derramando el aceite sobre su cabeza. Sobre una piel quemada por el ardiente sol del Este, el aceite proporcionaba alivio y suavidad, de ahí que fuese ya símbolo de consuelo y felicidad y vino a ser después símbolo de las bendiciones divinas, especialmente por medio del Espíritu Santo, que por eso es llamado «unción» (1Jn 2:20, 1Jn 2:27), y es el Consolador (Jua 14:16, Jua 14:26; Jua 15:26; Jua 16:7) y el que cualifica para el servicio de Dios.

(d) Había que ofrecer sacrificios por ellos. El pacto del sacerdocio, como todos los demás pactos, debía ser celebrado con sacrificios.

Primeramente, debía haber una ofrenda por el pecado, para hacer expiación por los pecados (vv. Éxo 29:10-14). Se ofrecía como las demás ofrendas por el pecado; solamente que, mientras que la carne de las otras ofrendas por el pecado era comida por los sacerdotes (Lev 10:18), en señal de que el sacerdote se llevaba el pecado del pueblo, éste debía llevarse a cabo quemándolo todo fuera del campamento (v. Éxo 29:14), para indicar la imperfección de la dispensación de la Ley.

En segundo lugar, tenía que ofrecerse un holocausto, un carnero completamente quemado en honor de Dios, en señal de que iban a dedicarse enteramente a Dios y a su servicio, como sacrificios vivos (v. Rom 12:1), inflamados con el fuego flameante de un amor santo (vv. Éxo 29:15-18).

En tercer lugar, debía haber una ofrenda de paz; se la llama el carnero de la consagración, porque había en él más peculiaridades conectadas con este acto que las que había en los otros dos que acaban de mencionarse. En el holocausto, Dios recibía la gloria del sacerdocio de ellos; mientras que en éste, ellos recibían el consuelo y el alivio del sacerdocio, y, en señal de un mutuo pacto entre Dios y ellos, (i) la sangre del sacrificio se repartía entre Dios y ellos (vv. Éxo 29:20-21); parte de la sangre era rociada sobre el altar, y otra parte era usada para untar con ella el lóbulo de la oreja, a fin de que estuviese consagrada a oír la Palabra de Dios, el dedo pulgar de la mano derecha, a fin de que pudiesen desempeñar correctamente los deberes conectados con el sacerdocio, y el dedo pulgar del pie derecho, a fin de que anduviesen por sendas de justicia. En un «reino de sacerdotes» (1Pe 2:9; Apo 5:10), como es la Iglesia, todos los miembros reciben esta consagración del oído, de la mano y del pie. También las vestiduras eran rociadas con la sangre. El doble rociamiento de la sangre y del aceite (v. Éxo 29:21) significa que la luz y el gozo de la salvación dependen de la obra de la Cruz. La sangre y el aceite son inseparables. Sangre sin aceite sería sacrificio sin beneficio; aceite sin sangre, beneficio sin fundamento, pues la Iglesia como dice McIntosh «no podía recibir la unción del Espíritu Santo, sin que antes su Jefe resucitado no hubiese ascendido al Cielo, y depositado sobre el trono de la Majestad el testimonio del sacrificio que Él había cumplido». Así la sangre de Cristo y las gracias del Espíritu, que forman y completan la hermosura de la santidad, nos recomiendan delante de Dios; así leemos de las ropas emblanquecidas con la sangre del Cordero (Apo 7:14). (ii) La carne del sacrificio, con la ofrenda aneja a él había de repartirse igualmente entre Dios y ellos, a fin de que (digámoslo con reverencia) Dios y ellos pudiesen hacer banquete juntos, en señal de amistad y comunión. El comer de las cosas con las que se había hecho la reconciliación, significaba recibir la reconciliación, como expresa Pablo (Rom 5:11), es decir, la aceptación agradecida de los beneficios de la obra de la Cruz, y la gozosa comunión con Dios a base de ella, pues ésta era la verdadera intención y el verdadero sentido de un banquete sacrificial.

2. El tiempo que había que emplear en esta consagración: Por siete días los consagrarás (v. Éxo 29:35). Aunque todas las ceremonias se celebraban el primer día, los sacrificios habían de repetirse cada día. De esta forma: (A) No habían de tener por completa su consagración hasta el séptimo día, poniendo así cierta distancia y pausa entre su estado anterior y su nuevo oficio, dándoles tiempo a considerar el peso de la carga y la seriedad de la responsabilidad que contraían. (B) Cada día de estos siete, había de ser ofrecido un becerro en sacrificio por el pecado, lo cual les daba a entender: (a) Que aunque estaba hecha la reconciliación, y ya disfrutaban de su consuelo, debían conservar aún un sentido de arrepentimiento del pecado y una repetida confesión del mismo. (b) Que esos sacrificios que se ofrecían diariamente para efectuar la expiación, no podían hacer perfectos a los que los practicaban (Heb 9:9) pues, de no ser así, deberían haber cesado, como arguye el autor de la epístola a los Hebreos (Heb 10:1-2). Debía, por tanto, esperar a que fuese traída una mejor esperanza.

3. Esta consagración de los sacerdotes era una sombra de los bienes venideros (Heb 10:1). (A) Nuestro Señor Jesucristo es el gran Sumo Sacerdote de nuestra profesión, vestido de vestiduras santas, revestido incluso de gloria y de hermosura, santificado por su propia sangre (Jua 17:19), no por medio de la sangre de machos cabríos ni de becerros (Heb 9:12), perfeccionado, o consagrado, por medio de padecimientos (Heb 2:10). (B) Todos los creyentes son sacerdotes espirituales, para ofrecer sacrificios espirituales (1Pe 2:5), lavados en la sangre de Cristo. Es mediante Jesucristo el gran sacrificio, como son dedicados a su servicio.

II. La consagración del altar, que parece haber sido realizada al mismo tiempo que la de los sacerdotes, y las ofrendas por el pecado que fueron ofrecidas cada día durante diete días, hacían referencia conjuntamente al altar y a los sacerdotes (vv. Éxo 29:36-37). También el altar era santificado, no sólo siendo separado para usos sagrados, sino hecho santo como para santificar las ofrendas que se ofrecían sobre él (Mat 23:19). Cristo es nuestro altar, por nosotros se santificó a sí mismo a fin de que nuestro servicio y nuestro ministerio quede santificado y sea acepto a Dios (Jua 17:19).

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