Isaías 53:4 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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I. Una ulterior descripción de los sufrimientos de Cristo. Vemos aquí algunos detalles más de la condición a la que se abajó a sí mismo, al hacerse obediente hasta la muerte, y muerte de cruz (v. Flp 2:8).

1. «Llevó nuestras enfermedades y soportó nuestros dolores» (v. Isa 53:4). Por la cita de Mat 8:17, vemos que no sólo los llevó sobre sí, sino que los quitó de aquellos a quienes sanaba. Los llevó sin quejarse de mala suerte, sin echarse para atrás ante ellos ni hundirse bajo ellos, sino que con ellos perseveró hasta el final, en que pudo gritar: «Está consumado» (Jua 19:30).

2. Fue azotado, herido y afligido (v. Isa 53:4). Herido con la lengua cuando le contradecían y le calumniaban diciendo de Él toda clase de cosas malas; fue también herido de obra, al recibir golpe tras golpe.

3. Fue azotado, no conforme a la misericordiosa restricción de la ley judía, que no permitía más de 40 azotes ni aun para el peor de los malhechores, sino según la costumbre bárbara de los romanos. Pilato la llevó a cabo con la intención de que fuese un sustituto de la crucifixión, pero, de hecho, resultó ser un prólogo de la crucifixión. Sus manos, sus pies y su costado fueron atravesados.

4. Sufrió toda clase de vejámenes (vv. Isa 53:7, Isa 53:8): «Fue oprimido y humillado (o mejor, y permitió que le afligiesen) … con sentencia injusta se lo llevaron (éste es el mejor sentido del v. Isa 53:8)». Se procedió contra Él como contra un malhechor; de esa forma, se le arrestó, se le tuvo bajo custodia, se le acusó, se le juzgó y se le condenó.

5. «Fue cortado de la tierra de los vivientes» (v. Isa 53:8). Expresión enérgica con la que se da a entender tanto la violencia de su muerte como la injusticia de su condenación y lo prematuro de su partida en la flor de la vida. Nuevo vejamen supuso el ser crucificado en medio de dos ladrones, como si Él fuese el peor de los tres ajusticiados, aunque con los ricos fue en su muerte (v. Isa 53:9), pues fue sepultado en un sepulcro nuevo, perteneciente a José de Arimatea, honorable miembro del sanedrín.

II. Una declaración del significado de sus sufrimientos. No se puede menos de preguntar con asombro: «¿Cómo pudo suceder eso? ¿Qué mal había hecho?» Sus enemigos le tenían por herido de Dios (v. Isa 53:4, al final). Como se tenían a sí mismos por defensores de la causa de Dios, creyeron que Dios mismo había decretado que muriese por sus propios pecados. Pero:

1. Nunca cometió Él nada que mereciese la forma en que fue tratado. Aunque le acusaban de soliviantar al pueblo y promover la sedición, todo eso era completamente falso. No cometió ninguna violencia; al contrario, «pasó haciendo el bien» (Hch 10:38). También fue llamado impostor (Mat 27:63), pero aquí (v. Isa 53:9) se nos dice que «nunca hizo maldad, ni hubo engaño en su boca» (comp. con 1Pe 2:22, donde Pedro cita de aquí). No ofendió jamás de palabra ni de obra. Nadie pudo redargüirle de pecado (Jua 8:46). El juez que lo condenó (Pilato) no halló falta en Él, el ladrón que le acompañó en el suplicio confesó que no había hecho nada inconveniente (lit. fuera de lugar), y el centurión que presidió la ejecución, hubo de profesar que ciertamente era, no sólo un hombre justo (Luc 23:47), sino también Hijo de Dios (Mat 27:54).

2. Aunque fue oprimido y afligido, no abrió la boca (v. Isa 53:7), ni aun para declararse inocente, sino que se ofreció libre y voluntariamente a sufrir y morir por nosotros. El escándalo de la cruz sólo se quita si se reconoce que Cristo se sometió voluntariamente a la muerte en cruz en cumplimiento de la voluntad de Dios y para la salvación de la humanidad perdida. Con su sabiduría habría podido evadir la sentencia, y con su poder habría podido resistirse a ser ejecutado, pero estaba escrito que así era necesario que el Mesías padeciese (Luc 24:46). Este mandamiento había recibido del Padre (Jua 10:18, al final). Por eso, en obediencia a la voluntad del Padre, en la que somos santificados (Heb 10:10), «como un cordero que es llevado al matadero, y como una oveja que delante de sus trasquiladores está muda, tampoco Él abrió su boca» (v. Isa 53:7); de esta forma, se ofreció a Sí mismo en ofrenda y sacrificio por el pecado del mundo.

3. En efecto, Cristo padeció a favor nuestro y en nuestro lugar, lo cual se afirma lisa y llanamente en esta porción.

(A) Es cosa cierta que todos nosotros somos culpables delante de Dios. Todos hemos pecado y estamos destituidos de la gloria de Dios (Rom 3:23). Como lo dice aquí Isaías (v. Isa 53:6): «Todos nosotros nos descarriamos como ovejas (que se marchan del rebaño y no siguen al pastor), cada cual enfiló (lit. puso el rostro) hacia su propio camino». Cada ser humano sigue sus propios caminos para pecar, pero sólo por un camino (v. Jua 14:6) puede volver al rebaño. Al pecar, nos hemos extraviado como las ovejas, animal que es incapaz de por sí de volver al rebaño. Éste es nuestro carácter natural; estamos inclinados a apartarnos de Dios y, por nuestras propias fuerzas, somos incapaces de volver a Él. Seguimos nuestro propio camino, y establecemos así nuestra voluntad en oposición a la de Dios, en lo que está la raíz misma de la malignidad del pecado. Estos pecados son precisamente (v. Isa 53:4) nuestras enfermedades y nuestros dolores.

(B) El Señor Jesucristo fue destinado a llevar sobre sí la iniquidad de todos nosotros (vv. Isa 53:5, Isa 53:6). Los llevó al madero en nuestro lugar (1Pe 2:24); es decir, fue nuestro sustituto, al hacerse responsable de los pecados de la humanidad y sufrir así el castigo que la Ley infligía a los que la quebrantaban (Gál 3:13). Al llevar sobre sí las iniquidades de todos nosotros, esa carga fue levantada de nuestros hombros para pasar a los suyos. Para que tal beneficio se aplique a una persona sólo es necesario someterse a la gracia del Evangelio. Sólo se condena el que rechaza el perdón que tal gracia ofrece. Solamente Dios tiene poder y autoridad para poner nuestros pecados sobre los hombros de Cristo, ya que Dios era el ofendido por el pecado y, por otra parte, Cristo fue el único hombre sin pecado propio (2Co 5:21). Además, por su condición divina, sus méritos tenían un valor infinito delante del Padre. Que Él se sometió voluntariamente al suplicio se ve por Sal 40:6-8; Jua 10:18; Hch 10:5-7, y aun por el versículo Isa 53:7 de este capítulo, cuya frase inicial puede traducirse así: «Aunque oprimido, fue sumiso».

(C) Al haber tomado, pues, sobre sí nuestra deuda, tuvo que pagarla: Llevó nuestros pecados sobre sí y, por eso, tuvo que llevar sobre sí nuestros dolores y nuestras enfermedades (v. Isa 53:4); … fue herido (v. Isa 53:5) por nuestras transgresiones y molido por nuestros pecados». Nuestros pecados fueron la causa de las espinas en su cabeza, de los clavos en sus manos y en sus pies, de la lanzada en el costado. Lo mismo hallamos al final del versículo Isa 53:8: «… por la rebelión de mi pueblo fue herido». La herida que nosotros merecíamos cayó sobre El.

(D) El resultado de esto para nosotros fue paz y curación. Dice así a la letra la segunda parte del versículo Isa 53:5: «El castigo de nuestra paz (es decir, el castigo que nos procuró la reconciliación con Dios y demás bendiciones que ello comporta) fue sobre Él, cayó sobre Él, y por su azotaina, por los padecimientos que sufrió, (hubo) curación para nosotros». Esto muestra que no fuimos curados automáticamente con sus padecimientos, sino que ellos preveyeron el remedio para todo el que se lo aplique por fe. Una frase parecida, por contraste, hallamos al final del versículo Isa 53:9, que dice literalmente así: «y por la rebelión de mi pueblo (hubo) herida para Él». Cristo estuvo dolorido, a fin de que nosotros estuviésemos cómodos espiritualmente, al saber que, por medio de Él, Dios nos perdona los pecados. Se habla de curación, porque el pecado no es sólo un crimen, sino también una enfermedad, la única enfermedad temible, pues conduce a la muerte eterna. Con sus padecimientos, nos obtuvo el Señor la gracia y el poder del Espíritu para dar muerte a nuestras corrupciones, que son el destemple del alma, y poner nuestras almas en buen estado de salud, a fin de que puedan servir adecuadamente para el honor de Dios y el provecho del prójimo. Al quebrarse en nosotros el dominio del pecado, quedamos fortalecidos contra lo que fomenta la enfermedad.

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