Juan 10:22 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

Estudio Bíblico | Explicación de Juan 10:22 | Comentario Bíblico Online

Cosa difícil de determinar es qué resulta más asombroso, las palabras que salían, llenas de gracia y sabiduría, de los labios de Jesús, o las palabras, llenas de odio y de desprecio, que salían de los labios de sus enemigos.

I. «Se celebró por entonces la fiesta de la Dedicación en Jerusalén. Era invierno» (v. Jua 10:22). Esta fiesta no había sido establecida en la Ley, pero se celebraba anualmente en recuerdo de la dedicación del nuevo altar, llevada a cabo por Judas Macabeo el año 165 a. de C., tres años después de la profanación efectuada en el templo por el impío rey Antíoco Epífanes (v. 1Ma 1:59; 1Ma 4:52, 1Ma 4:59. El hecho de que los evangélicos no tengamos por inspirado este libro, no significa que no se le haya de dar crédito como libro histórico. Nota del traductor). El retorno a la libertad había sido para el pueblo judío algo parecido al retorno a la vida después de la muerte y, en recuerdo de ello, celebraba anualmente una fiesta a comienzos de diciembre. Su celebración no estaba confinada a Jerusalén, sino que cada cual la observaba en su propia localidad.

II. El lugar en que se llevó a cabo la conversación que se nos refiere a continuación: «Y Jesús andaba paseando en el templo por el pórtico de Salomón» (v. Jua 10:23). Paseaba el Señor, no sólo para darse a ver y oír de quienes acudiesen a Él, sino, como sugiere el versículo Jua 10:22 al final, para calentarse los pies paseando por el pórtico, pues no hemos de olvidar que el Señor, en cuanto hombre, era enteramente como nosotros, excepto el pecado. Gracias a Dios, ya no tenemos que acudir al templo para ver y oír al Señor, pues tenemos con nosotros Su Palabra y Su presencia espiritual (v. Mat 18:20).

III. La conversación misma del Señor con los judíos.

1. Comienza por una pregunta que le hacen los judíos: «¿Hasta cuándo nos vas a tener en vilo?» (lit. ¿hasta cuándo nos quitas el alma, o la vida?) Antes de hacerle la pregunta, se nos dice que «le rodearon los judíos» (v. Jua 10:24). Le cercaron como para acorralarle y encontrar en sus palabras algo de que poder acusarle. Jesús estaba allí presto para dar instrucción, aviso y consuelo, pero ellos vienen con toda su mala voluntad, no para aprender de Él, sino para asaltarle. Y añaden: «Si tú eres el Cristo, dínoslo abiertamente». Aparentan imparcialidad y deseo de conocer si Jesús era efectivamente el Mesías. Jesús se había declarado abiertamente a la samaritana (Jua 4:26) y al recién curado ciego de nacimiento (Jua 9:37), pero, ¿por qué no lo había dicho abiertamente a los líderes? Dos razones pueden adivinarse en esta reticencia de Jesús con relación a estos judíos: Primera, que no estaban espiritualmente dispuestos para reconocer en Jesús a un Mesías que no se presentaba ahora como un libertador politicomilitar de Israel. Segunda, que toda la fraseología de Jesús, y los milagros que obraba, daban a entender claramente que Él era el Mesías prometido. Por eso, les responde: «Os lo he dicho, y no creéis; las obras que yo hago en el nombre de mi Padre, ellas dan testimonio de mí» (v. Jua 10:25, comp. con Jua 5:36). El que ellos no reconocieran en Jesús al Mesías no se debía a falta de claridad en las palabras de Cristo, sino a sobra de prejuicios e incredulidad en el corazón de ellos. En la lucha entre las convicciones que presentaban las palabras y las obras de Cristo y las corrupciones que había en el corazón de los judíos, vencían las corrupciones, porque Jesús no se presentaba con la imagen que del Mesías se habían formado ellos. Pero ellos echaban a Cristo la culpa de la perplejidad en que se debatían, como si Él no hubiera presentado pruebas claras de su personalidad. Cristo tiende a hacer que creamos, pero nosotros tendemos a dudar de Él.

2. Respuesta de Cristo a la pregunta de los judíos:

(A) Primero, se vindica a Sí mismo, refiriéndose: (a) a lo que ya había dicho: «Os lo he dicho» (v. Jua 5:25). Ya había dicho que era el Hijo del Hombre y el Hijo de Dios. Por tanto, ¿no estaba claro que era el Mesías? Por eso añade: «y no creéis». Jesús viene a decirles: «Lo he dicho ya muchas veces con suficiente claridad (v. Jua 5:17-47; Jua 6:29, Jua 6:35, Jua 6:51-65; Jua 7:37-39; Jua 8:12-20, Jua 8:28-29, Jua 8:42, Jua 8:56-58; Jua 10:7-18), pero vuestra incredulidad ciega vuestros ojos, precisamente porque os aferráis a vuestra propia suficiencia» (v. Jua 9:41). Ellos daban a entender que estaban perplejos por falta de pruebas, pero Jesús les declara que lo están por sobra de incredulidad. Esto nos enseña también a no pretender enseñar a Dios cómo debe revelarse a nosotros, sino ser agradecidos a la revelación que Dios nos ha hecho de Sí en la Santa Biblia. (b) Les refiere también a sus obras, al ejemplo de su propia vida y, especialmente, a sus milagros. Nadie podría obrar tales señales si Dios no estuviese con Él (v. Jua 3:2), y Dios no estaría con Él para refrendar una impostura.

(B) Les echa en cara su obstinada incredulidad: «Y no creéis». Y la razón es muy sencilla: «Pero vosotros no creéis, porque no sois de mis ovejas, como os he dicho» (v. Jua 10:26). Como si dijejse: «No me creéis porque no estáis dispuestos a seguirme, como siguen las ovejas a su pastor, ni queréis reconocer mi voz, como la reconocen las que mi Padre me ha dado (v. Jua 10:29), pues éstas reconocen la voz del pastor y le siguen (vv. Jua 10:3-4, comp. con Jua 6:39, Jua 6:44). Vuestra total antipatía a mi Evangelio tiene su raíz en vuestra perversa incredulidad». En un mismo versículo tenemos conjugadas estas dos verdades bíblicas que la razón humana encuentra difíciles de compaginar: la soberanía de Dios y la responsabilidad del hombre. Permítasenos copiar unas sabias consideraciones de W. Hendriksen: «Nótese la conexión causal: no creéis porque no sois de mis ovejas . ¡Dios no está obligado a salvar a quienes han atraído sobre sí la perdición! Además, ha de tenerse en cuenta que, de parte de ellos la incapacidad y la mala voluntad van de la mano. De aquí que, en toda esta argumentación, Dios aparece santo, así como soberano mientras que sólo a sí mismo ha de echarse el hombre la culpa».

(C) Jesús aprovecha esta ocasión para declarar la disposición favorable y la condición dichosa de quienes son sus ovejas.

(a) Para convencer a estos judíos de que no son de sus ovejas, les describe cuáles son las cualidades de sus ovejas: «Mis ovejas oyen mi voz» (v. Jua 10:27), pues saben que es la mía (v. Jua 10:4), y Él mismo hace que le oigan (v. Jua 10:16). Las ovejas de Cristo oyen su voz, la disciernen, se deleitan en ella y obran de acuerdo con ella. Cristo no contará entre sus ovejas a quienes se hagan el sordo a su llamada y a sus encantos. «Y me siguen.» Cristo llama siempre a una persona diciéndole: «Sígueme». Los discípulos de Cristo han de procurar seguir de cerca las pisadas de Cristo (1Pe 2:21), acompañándole a donde vaya (comp. con Apo 14:4). En vano oiremos la voz del Señor, si no le seguimos.

(b) Para convencerles de su miseria e infelicidad al no ser de las ovejas de su rebaño, les describe el estado feliz de las que lo son: «Oyen mi voz, y yo las conozco». Las distingue de las que no son suyas (v. 2Ti 2:19), y tiene un cuidado especial con cada oveja individual, no sólo con el rebaño en general (v. Sal 34:6). Ha proveído para ellas felicidad perenne: «Y yo les doy vida eterna» (v. Jua 10:28). El mayor bien del ser humano es la vida; por eso, la dicha que Cristo provee para los suyos es vida. El hombre posee un alma inmortal, por eso, la dicha que Cristo provee es vida eterna. Cristo la da, porque el hombre no puede merecerla ni alcanzarla por sus propias fuerzas, sino que ha de obtenerla por pura gracia. No dice: «les daré», sino «les doy», porque es un regalo ya presente y actual. La tienen en embrión, como una semilla del Cielo, pero la tienen segura en las manos de Cristo y del Padre: «Y en ningún modo (lit.) perecerán jamás». Así como hay una vida eterna, así también hay una muerte eterna, de la que las ovejas de Cristo estarán para siempre preservadas. Los pastores humanos pierden, a veces, alguna oveja y, aunque quieran, no pueden remediarlo; pero Cristo tiene amor y poder suficientes para preservar de la destrucción a todas y a cada una de sus ovejas de modo que nada ni nadie podrá llevarse una sola para destruirla: «Y nadie las arrebatará de mi mano». El Pastor Divino tiene tal poder que, no sólo no se puede llevar nadie una oveja suya de su redil, sino que no puede ni tocarla (comp. con 1Jn 5:18), porque no sólo las tiene en el redil, sino también en su mano, bajo una protección singular y directa. Y, para que nadie piense que es una mano humana la que protege y sostiene a las ovejas de Cristo, Jesús interpone también el poder del Padre en la preservación de sus ovejas: «Mi Padre que me las dio es mayor que todos». Esta traducción hace buen sentido, pues es cierto que Dios es mayor y más poderoso que todos los poderes del cielo, de la tierra y de los infiernos y, aunque los pastores humanos puedan cabecear y dormirse, Dios no duerme ni se distrae. Pero los mejores MSS están a favor de otra lectura: «Lo que mi Padre me ha dado es mayor (más excelente) que todas las cosas». Esta versión también hace justicia al texto y añade una nota de sumo consuelo para los creyentes. Las ovejas que Dios el Padre ha regalado al Hijo como regalo de bodas, tienen tanto valor a los ojos de la Trina Deidad, que, para comprar ese regalo, fue derramada toda la sangre del Hijo de Dios (v. 1Pe 1:18-19). A continuación, para dar a entender que la mano del Hijo y la del Padre es una sola, la mano del Dios Omnipotente, Jesús aplica a la mano del Padre el mismo poder preservador que a la suya, y añade: «y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre». También puede leerse de esta otra manera: «Y nadie puede arrebatar nada de la mano de mi Padre». En el texto original, no aparecen «las», ni «nada», por lo que puede leerse de las dos formas. Cristo mismo conocía bien la fuerza de esa mano del Padre que siempre estaba con Él y le sostenía y fortalecía (v. Jua 8:16, Jua 8:29), y el Padre mismo ponía esas ovejas en las manos de Jesús (v. Jua 10:29). Quien aseguraba la gloria del Redentor (Jua 8:50; Hch 3:13), aseguraba también la gloria de los redimidos. Y bien podían Jesús y el Padre tener la misma mano, pues tenían la misma esencia: «Yo y el Padre somos uno», es decir, un solo ser divino (ya que el numeral está en neutro en el griego), no una sola persona (estaría en masculino). En este versículo Jua 10:30, vemos afirmada, pues, tanto la unidad de esencia como la distinción de las personas y la Deidad de ambas, con lo que no cabe mejor resumen del gran misterio de la Trina Deidad. Que Jesús quiso expresar del modo más claro este misterio, se colige de la reacción de los oyentes (v. Jua 10:33), no sólo de la evidencia textual. Si Jesús hubiese intentado decir algo inferior a eso, habría negado de inmediato que Él fuese igual al Padre, pero no lo negó.

IV. El furor de los judíos ante esta declaración de Jesús: «Entonces los judíos volvieron a tomar piedras para apedrearle» (v. Jua 10:31). Antes lo habían hecho ya (Jua 8:59), pero es de notar aquí una variante: en el lugar citado (Jua 8:59), el verbo es «levantar» del suelo para «arrojar» las piedras contra Jesús, pero aquí el verbo es «acarrear» grandes piedras con las que «aplastarlo». Estas piedras grandes eran las que se usaban para matar a los grandes malhechores. Lo absurdo de esta actitud de los judíos y su desvergüenza en atentar el asesinato de Jesús de manera tan cruel, suben de punto si tenemos en cuenta que ellos mismos le habían pedido a Jesús con importunidad y urgencia que se identificara (v. Jua 10:24); es decir, que les declarara abiertamente si era el Mesías o no; y ahora que lo declara, le condenan como a gran malhechor. Así les pasa muchas veces a los fieles predicadores de la Palabra de Dios: si la proponen con modestia y mansedumbre, se les tilda de cobardes; y si la proponen con todo denuedo, les llaman insolentes. Pero, además, estos judíos tenían mala memoria, pues cuando quisieron apedrear a Jesús en la ocasión anterior, se había escabullido de en medio de ellos (Jua 8:59), y ahora volvían a la carga, como si no tuviese poder para escaparse de nuevo. Los pecadores atrevidos se empeñan muchas veces en arrojar piedras contra el Cielo, sin percatarse de que pueden caerles en la cabeza.

V. La reconvención razonable que Jesús les propuso con toda mansedumbre: «Muchas buenas obras os he mostrado de mi Padre; ¿por cuál de ellas me vais a apedrear?» (v. Jua 10:32, lit. «me apedreáis»). Las obras que Cristo había llevado a cabo eran «muchas» y «excelentes» (el mismo adjetivo del v. 11. Véase el comentario a dicho v.). Eran palabras tan tiernas las de Jesús, que deberían haber derretido hasta los corazones de piedra. Vemos que el Señor arguye con sus enemigos con base en las obras que lleva a cabo, porque los hombres muestran lo que son por lo que hacen, ya que «por el fruto se conoce el árbol», como el propio Jesús había dicho (Mat 7:17; Mat 12:33; Luc 6:43-44). Al decir: «¿Por cuál de ellas …?», es como si les preguntase: «¿Qué clase de obra, entre las que he llevado a cabo, suscita vuestro furor?»

1. El poder divino de las obras de Jesús dejaba a estos judíos convictos de la más obstinada incredulidad, pues eran obras «del Padre». Éstas son las obras que les había mostrado, pues las había llevado a cabo en público, no en un rincón ni a la luz de una candela, sino en plena calle y a la luz solar del mediodía (v. Jua 18:20). Sus obras eran una demostración incontestable de la veracidad de sus expresiones.

2. La gracia divina de sus obras les dejaba convictos de la más baja y villana ingratitud, pues no las había realizado para asombrar ni para suscitar la curiosidad, sino para hacerles el bien y para hacerlos buenos a ellos mismos. Así que viene a decirles: «Ahora, pues, si queréis apedrearme, decidme: ¿por cuál de mis obras me vais a matar? Puesto que todas mis obras han sido excelentes y provechosas, ¿qué obra buena es la que os ha molestado?» Al dar por sentada su propia inocencia en las obras que había llevado a cabo, ponía de manifiesto la malicia de ellos, puesto que «le aborrecían sin motivo» (Jua 15:24-25).

VI. La mala excusa que dan para justificar su atentado contra el Señor (v. Jua 10:33).

1. No se tenían a sí mismos por tan malvados contra Jesús ni por tan perjudiciales para su propia nación como para intentar apedrearle por algo bueno: «No te queremos apedrear (lit. apedreamos) por ninguna obra buena». Para ellos, lo que Cristo decía (v. Jua 5:17-18; Jua 8:30, Jua 8:58-59; Jua 10:30) era más importante que lo que hacía. En realidad, no tenían por buenas las obras que Cristo hacía, sino por malas, ya que con ellas en opinión de estos judíos quebrantaba la ley del sábado. Si hubiesen tenido por buenas las obras de Jesús, no habrían tenido más remedio que reconocerlas pero entonces, ¿cómo le habrían apedreado por ninguna de ellas? De esta manera, absurdo sobre absurdo, no se les podía sacar de su endurecimiento.

2. Se tenían a sí mismos por tan amadores de Dios, observantes de su ley y celosos de su gloria, que sólo por su supuesta blasfemia le perseguían: «sino por la blasfemia; porque tú, siendo hombre, te haces Dios a ti mismo». Aquí vemos, en efecto:

(A) Un celo hipócrita por la ley. Parecen tremendamente interesados en el honor de la majestad divina, pues una blasfemia tal era digna de lapidación según la ley (Lev 24:16). De semejante modo, las más odiosas y viles prácticas se cubren muchas veces con el barniz de las más plausibles excusas. Así como no hay nada tan estimulante como una conciencia bien informada, así tampoco hay nada tan ultrajante como una conciencia equivocada.

(B) Una verdadera enemistad contra el Evangelio, al presentar a Jesús como blasfemo. No es cosa nueva que al mejor de los hombres se le pongan los peores epítetos, cuando gente perversa se empeña en perseguir a los que les reprenden y les dicen la verdad. El crimen de que acusan éstos a Jesús es blasfemia. ¿Cuál es la prueba de este crimen? «Porque tú, siendo hombre, te haces Dios a ti mismo». Sí, estaban en lo cierto al admitir que Cristo era hombre (comp. con Jua 8:40; 1Ti 2:5) y que se tenía por Dios, puesto que lo era. Pero se equivocaban en dos cosas: (a) en pensar que Cristo era mero hombre; (b) en que se hacía Dios a sí mismo, puesto que no se hacía, sino que lo era, a pesar de lo cual «no se aferró a la majestad divina, pues no consideró el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse» (Flp 2:6).

VII. Cristo replica a la acusación de blasfemo que le hacían y vindica la verdad de la declaración que había hecho en el versículo Jua 10:30. Lo hace por medio de dos argumentos (vv. Jua 10:34.):

1. Mediante un argumento sacado de la palabra de Dios. «¿No está escrito en vuestra ley: Yo dije, dioses sois?» (v. Jua 10:34, comp con Sal 82:6). Como si dijese: «Si a ellos se les llama en la Biblia dioses , ¿cuánto mejor a mí?» Veamos:

(A) Cómo explica el texto citado: «Si llamó dioses a aquellos a quienes vino la palabra de Dios, es decir, a los jueces, partícipes del atributo divino de juzgar, pero que son reprendidos por Dios mismo por juzgar injustamente, y la Escritura no puede ser quebrantada» (v. Jua 10:35), es decir, la Escritura, toda Escritura, por ser palabra infalible de Dios (v. 2Ti 3:15-16), es indestructible, no puede ser desposeída de su divina autoridad, sea cual sea la opinión que de ella tengan los hombres, ni se la puede disminuir en una jota ni en una tilde (v. el comentario a Mat 5:18 y Luc 16:17).

(B) Cómo aplica el texto citado: «¿Al que el Padre santificó (es decir, puso aparte, cualificó y consagró, comp. con Jua 17:19) y envió al mundo, vosotros decís: Tú blasfemas, porque dije: Hijo de Dios soy?» (v. Jua 10:36). Vemos aquí: (a) el honor que le confirió el Padre, al cualificarle como a Redentor competente (v. Heb 2:10; Heb 5:9) y enviarle al mundo. Nuestro Señor Jesús era Él mismo el Verbo o Palabra personal del Padre, y recibió el Espíritu Santo sin medida (Jua 3:34). Fue enviado al mundo como Señor y Dueño de todas las cosas (Jua 3:35). El hecho de que el Padre le confiera todos estos honores era una garantía inconfundible de que eran justas las demandas de Cristo al llamarse a sí mismo Hijo de Dios; (b) el deshonor que le hacían los judíos al tenerlo por blasfemo al atribuirse tal título: «¿Y de éste os atrevéis a decir que es blasfemo? ¿Tenéis el descaro y la desvergüenza de decirle al Dios de la verdad que es un mentiroso? ¡Cómo! ¿Que el Hijo de Dios es un blasfemo?» Si los demonios, a quienes Él vino a condenar y derrotar, hubieran dicho eso de Él, no sería extraño; pero que los hombres a quienes Él vino a salvar y enseñar se atrevan a decir eso de Él, «¡asombraos, cielos, de ello!» (Jer 2:12).

2. Mediante un argumento sacado de sus propias obras. Aquí hace válidas sus demandas y demuestra con ello que Él y el Padre son uno: «Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis …» (vv. Jua 10:37-38). Veamos:

(A) En qué apoya su argumentación: en sus propias obras. Así como Él demostró que era enviado de Dios con base en lo divino de sus obras, así también hemos de demostrar nosotros que somos los seguidores de Cristo en lo cristiano de nuestras obras. (a) El argumento que Cristo emplea es contundente, pues las obras que Él hacía eran las obras de Su Padre, obras que sólo el Padre podía hacer y que no podían ser hechas de acuerdo con el curso normal de la naturaleza. Los milagros que los apóstoles hicieron después en nombre de Jesús corroboraron este argumento del Señor, y remachaban su evidencia una vez que Él se marchó al Cielo. (b) Jesús propuso este argumento de la manera más cortés, clara y concisa que era posible: «Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis». No pide un asentimiento a sus demandas mayor que la prueba que de ellas presenta. Cristo no es un amo duro, que espera recoger en aquiescencia lo que no ha sembrado en evidencia. Y continúa Jesús diciendo: «Mas si las hago, aunque no me creáis a mí, creed a las obras» (v. Jua 10:38). Como si dijera: «Creed lo que vuestros ojos mismos ven, y vuestra razón puede fácilmente deducir». Las cosas invisibles del Redentor se hacen visibles por sus milagros prodigiosos, así como las cosas invisibles del Creador se hacen visibles por sus maravillas de poder y sabiduría en la obra del Universo (Rom 1:19-20). Los milagros de Jesús eran obras de poder y de gracia, de forma que quienes no se convenciesen al verlas, quedasen sin excusa.

(B) Para qué usa su argumentación: «Para que aprendáis y entendáis (lit. conozcáis y sigáis conociendo) que el Padre está en mí, y yo estoy en el Padre» (v. Jua 10:38, en la versión Las Grandes Nuevas que da del original mejor lectura y sentido que la RV. Nota del traductor). Con estas últimas frases, Jesús declara, no sólo su unidad, como Dios, con el Padre (v. Jua 10:30), sino la mutua inmanencia del Padre en el Hijo, y del Hijo en el Padre (v. Jua 14:10, y comp. con 1Jn 4:16). Esto lo sabemos porque Jesucristo mismo lo declaró. Es un misterio y no sabemos cómo explicarlo, pero sí lo conocemos y creemos (comp. con 1Jn 4:16). Reconocemos y adoramos la profundidad, aun cuando no podemos hallar el fondo sin fondo del misterio.

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