Juan 11:18 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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Cuando dos amigos íntimos tienen que partirse el uno del otro, suelen dirigirse mutuamente la siguiente petición: «Por favor, no dejes de escribirme o telefonearme siempre que puedas». Algo similar es lo que Jesús les dice a sus discípulos en esta porción.

I. Les promete que continuará cuidando de ellos: «No os dejaré huérfanos; vendré a vosotros» (v. Jua 16:18). Su partida no será como la de un padre o una madre que mueren o abandonan la familia y dejan en la orfandad a los hijos. Jesús había sido para ellos como un padre y una madre. Isa 9:6 le anunciaba como «Padre perpetuo» (o también: «perpetuamente Padre», pues esa es la idea que subyace a dicha versión literal. V. la nota al margen en la RV 1977. Nota del traductor). La marcha de Jesús no será total ni definitiva.

1. No será total, porque, aunque desaparezca física, visiblemente, de la presencia de los discípulos, no les dejará sin consuelo y sin ayuda. Aunque los creyentes pasen, con frecuencia, por casos de apuro y congoja, nunca quedan sin consuelo, porque nunca se quedan huérfanos, ya que Dios es siempre su Padre.

2. No será final, porque:

(A) Volverán a verle cuando haya resucitado de entre los muertos, con lo que la tristeza de ellos se convertirá en gozo (Jua 16:20, Jua 16:22, Jua 16:24). Ya se les había dicho en varias ocasiones: «y al tercer día resucitará» (Mat 16:21; Mat 17:23; Mat 20:19; Mat 27:63; Mar 8:31; Mar 9:31; Mar 10:34; Luc 9:22; Luc 18:33; Luc 24:7).

(B) Volverán a tenerle diariamente con ellos mediante el Espíritu, Espíritu de Cristo, que estará con ellos y dentro de ellos. Vendrá cada día, y muchas veces cada día (si tomamos conciencia de su presencia y mantenemos comunión íntima con Él), por medio de señales experimentales de Su amor y visitas de Su gracia. Aunque no le veamos con los ojos de la carne, podemos contemplarle con los ojos de la fe y estar seguros de su presencia, como estamos seguros de la presencia de un amigo que está con nosotros en la oscuridad. No se refiere Jesús, en esta ocasión, a su Segunda Venida.

II. Les promete que, después de un corto intervalo, ellos, no el mundo, volverán a verle: «Todavía un poco, y el mundo no me verá más; pero vosotros me veréis …» (vv. Jua 14:19-20). El mundo, en el sentido en que Jesús se refiere a él en estos capítulos como al conjunto de los que no le aman, de los que no le conocen experimentalmente (Jua 14:17, Jua 14:19, Jua 14:27, Jua 14:30; Jua 15:18-19; Jua 16:8, Jua 16:11, Jua 16:20, Jua 16:33; Jua 17:6, Jua 17:9, Jua 17:14, Jua 17:16, Jua 17:25), no le verá más, ni siquiera físicamente volverá a contemplar a Jesús (v. Hch 10:40-41). Ese mundo perverso le había visto suficientemente y había gritado: «¡Fuera, fuera! ¡Crucifícale!» (Jua 19:15). Conforme a la petición que iban a formular ante Pilato, así les sería hecho: no le verían más. Pero sus discípulos conservarían la comunión con Él durante los días en que estarían privados de su presencia física, y le verían de nuevo después de su resurrección.

1. «Pero vosotros me veréis» (v. Jua 14:19). El verbo griego que Juan usa, las dos veces, en este versículo significa «observar con atención», es empleado por Jenofonte en el sentido de «pasar revista» a una compañía de soldados, y por Platón en el sentido de «considerar fijamente una idea»; de él se derivan nuestros vocablos «teorema» y «teoría»; es sinónimo del que 1Jn 1:1 usa para «contemplar». En efecto, después de su resurrección, «los discípulos se regocijaron viendo al Señor» (Jua 20:20). Y después de su ascensión le contemplaron con los ojos de la fe y, aun después de desaparecer de la vista de ellos, «se volvieron a Jerusalén con gran gozo» (Luc 24:52), porque pudieron seguir viendo en Él lo que el mundo perverso nunca acertó a ver.

2. «Porque yo vivo, vosotros también viviréis» (v. Jua 14:19). Lo que más les apenaba es que el Maestro se les iba a morir, y de cierto habrían preferido morir con Él (v. Jua 11:16). Pero Cristo les dice: «¡No, no! ¡Yo vivo! Y todo el que vive espiritualmente, vivirá lo mismo que yo» (comp. con Jua 11:25-26). Jesús habla de su muerte como de algo tan pasajero que, adelantándose a la resurrección, puede hablar en presente; no dice «yo viviré», sino «yo vivo». No quedamos sin consuelo, ya que podemos decir como Job: «Yo sé que mi Redentor vive» (Job 19:25). La vida espiritual, vida eterna, no sufre cambio ni cesación al pasar por el túnel de la muerte, porque está enraizada (Col 2:7) e injertada (Rom 6:5) en el que es «la Vida» (v. Jua 14:6). La vida de los creyentes está inseparablemente ligada a la vida de Jesucristo; tan largo como Él viva para siempre , vivirán también con Él todos cuantos están unidos a Él por fe. Esta vida está ahora escondida con Cristo en Dios (Col 3:3), como la vida del árbol está escondida en la raíz cuando el árbol parece muerto en el invierno; pero, mientras la raíz y la cabeza estén vivas, también lo estarán respectivamente las ramas y los miembros del cuerpo.

3. De esta vida, producida por la mutua inmanencia de ellos en Cristo, y de Cristo en ellos, pueden estar completamente seguros: «En aquel día vosotros conoceréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí, y yo en vosotros» (v. Jua 14:20). El conocimiento perfecto de estos misterios está reservado para el día en que el Señor se manifieste en su Segunda Venida (Col 3:4; 1Jn 3:2) pero, cuando el Espíritu Santo sea derramado el día de Pentecostés, adquirirán un conocimiento claro, aunque todavía imperfecto (v. 1Co 13:12), de estas cosas. Ya entonces, la luz brillará en sus ojos y en su corazón (2Co 4:6) para tener suficiente «conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo», y dará clara visión a nuestros ojos, como le fue dada al ciego aquel, tras un segundo toque de la mano del Señor, que antes veía a los hombres como árboles que andaban (Mar 8:24). Conocerán que Cristo está en el Padre, porque tienen ambos la misma y única naturaleza divina (Jua 10:30), así como el Padre está en Cristo incluso en cuanto hombre y hace en Él sus obras (Jua 5:36; Jua 9:4; Jua 10:37; Jua 14:10). También Cristo está en los creyentes, y los creyentes están en Cristo (Jua 14:20; Jua 15:4-5; Jua 17:21, Jua 17:26), pero no al mismo nivel que el Padre está en el Hijo, y el Hijo en el Padre, puesto que la mutua inmanencia de las personas divinas es básica y esencial (tiene su raíz en la unidad de naturaleza), mientras que la nuestra con Cristo y con los demás creyentes es moral y espiritual (tiene su raíz en una comunión de gracia, libre y espontáneamente impartida por el Autor de nuestra salvación; Heb 2:10). Esta unión de los creyentes con Cristo es firme e inquebrantable; la comunión puede tener sus altibajos e incluso perderse (v. el comentario a 15:1 y ss.), pero la unión es irrompible (Rom 8:1, Rom 8:25-39); nadie puede arrebatarnos de sus manos, que son las del Padre (Jua 10:28-30). La unión con Cristo es la vida de los creyentes; el conocimiento y la consideración de esta unión constituyen el fundamento del gozo y de la satisfacción de ellos. Tan íntima es esta unión de Cristo con los suyos, que bien puede compararse a la unión entre la vid y los pámpanos (Jua 15:1.) y a la de la cabeza con los miembros (1Co 12:27, entre otros lugares). El propio Jesús la considera como una identificación (v. Hch 9:5: «Yo soy Jesús, A QUIEN tú persigues» que comporta una participación en la gloria, el honor y el poder eternos, de los cristianos con Cristo, en forma similar a la de la participación de los mismos atributos que Cristo tiene con el Padre (v. Apo 3:21).

III. Les promete igualmente que continuará amándoles y se manifestará a ellos (vv. Jua 14:21-24). Vemos:

1. Quiénes son los que verdaderamente aman a Jesucristo: «El que tiene mis mandamientos y los guarda» (v. Jua 14:21). Esto lo dice no sólo a los discípulos que se hallaban allí presentes, sino también a los que habían de creer en Él por medio de la palabra de ellos (Jua 17:20).

(A) El deber de los que reclaman para sí el privilegio de ser discípulos de Cristo: Al tener los mandamientos de Cristo, han de guardarlos. No es bastante que los guarden en la cabeza, es menester que los guarden en el corazón (v. Sal 119:11) y los reflejen en su conducta.

(B) La dignidad de los que cumplen con este deber de discípulos de Cristo. No son más dignos por tener mayor talento, ni por saber hablar de Él con más elocuencia ni por dar para su causa mayores sumas de dinero, sino por guardar sus mandamientos. La prueba más segura de nuestro amor a Jesucristo es la obediencia a las normas de Jesucristo.

2. El galardón que Cristo les otorgará en recompensa del amor que le tengan:

(A) Disfrutarán más y más del amor del Padre Celestial: «El que me ama será amado por mi Padre». Nosotros no podemos amar a Dios si no es por el amor que Él nos ha manifestado primero (1Jn 4:9-10, 1Jn 4:19) y por habernos dado de su Espíritu (Rom 5:5; 1Jn 4:13), por medio del cual podemos corresponder con el amor que es fruto primogénito del Espíritu (Gál 5:22). Dios nos ama y nos hace saber que nos ama. Si amamos al Hijo, el Padre nos ama también a nosotros, ya que Él ama infinitamente al Hijo. Dice el refrán: «los amigos de mis amigos son también mis amigos». Cuando dos corazones son atraídos por un mismo tesoro (v. Mat 6:21), en ese tesoro se encuentran, compenetran y funden, porque el bien amado tiende a asimilar al amante.

(B) Disfrutarán igualmente del amor de Jesús: «Y yo le amaré». Dios ama, como Padre, al que ama a Jesucristo. Jesucristo pues, ama, como a hermano, al que le ama a Él (Rom 8:29; Él es «el primogénito entre muchos hermanos»). Si «nos amó y se entregó por nosotros» (Gál 2:20) cuando éramos sus enemigos (v. Rom 5:6, Rom 5:8, Rom 5:10), ¿cómo no nos amará, en correspondencia sobreabundante cuando somos ya sus amigos? (Jua 15:14). En la naturaleza divina, no hay perfección que más brille que el amor, porque «Dios es amor» (1Jn 4:8, 1Jn 4:16). Al ser ésta la única definición de Dios que es repetida en el Nuevo Testamento, podemos intuir que equivale a su repetida autodefinición de «misericordioso» (Éxo 20:6; Éxo 34:6-7; Núm 14:18; Deu 4:31; 2Cr 30:9; Neh 9:31; Sal 78:38; Sal 86:15; Sal 103:8; Sal 111:4; Sal 112:4; Sal 116:5; Sal 145:8, Sal 145:17; Jer 3:12; Joe 2:13; Luc 6:36; Efe 4:32; Stg 5:11). En la empresa que el Hijo de Dios tomó a pechos para llevarla a cabo a favor nuestro, nada brilla asimismo tanto como el amor que nos tuvo y nos tiene, en virtud del cual se entregó por nosotros: «Al que nos ama y nos libertó de nuestros pecados con su sangre» (Apo 1:5, lit. según los mejores MSS). Cristo se despide ahora de sus discípulos, pero promete continuar amándolos; se marcha físicamente de su presencia pero se los lleva en el corazón, «viviendo siempre para interceder por ellos» (Heb 7:25).

(C) Disfrutarán finalmente de la manifestación de Jesús: «y me manifestaré a Él». Esta manifestación de Jesús a sus fieles discípulos se lleva a cabo mediante la Palabra y el Espíritu, y es una realidad en la vida del creyente (Jua 15:26; Jua 16:13-14; 1Co 2:10-11; 1Co 12:3-7) de forma que pueden decir, como el Apóstol Pablo: «Pero el Señor estuvo a mi lado y me revistió de poder … Y fui librado de la boca del león. Y el Señor me librará de toda obra mala y me preservará para su reino celestial» (2Ti 4:17-18). Si Jesús es nuestro Pastor (Jua 10:14), «nada nos faltará» (Sal 23:1, comp. con Jua 10:9; Apo 3:20).

3. La reacción que provocó esta frase de Jesús: «y me manifestaré a Él» (v. Jua 14:21).

(A) Uno de sus discípulos (de los once ahora presentes) expresó su sorpresa ante tal declaración (v. Jua 14:22). Consideremos:

(a) Quién es el que se expresó con asombro: «Le dijo Judas (no el Iscariote)» (v. Jua 14:22). Entre los doce apóstoles de Cristo, dos llevaban este nombre: el Iscariote, hijo de Simón, que fue el que le entregó, y este otro, que era «hermano de Jacobo» el Menor (Luc 6:16; Hch 1:13). Como advierte Hendriksen, es conveniente distinguir bien los siete hombres que aparecen en el Nuevo Testamento con el nombre de Judas, además del patriarca Judá, hijo de Jacob-Israel: 1) un «hermano de Jesús» (Mat 13:55; Mar 6:3; Jud 1:1), autor de la epístola que lleva su nombre; 2) un antepasado de Jesús (Luc 3:30); 3) un galileo que se sublevó en los días del censo (Hch 5:37); 4) otro que vivía en Damasco, en cuya casa se alojó el recién convertido Saulo de Tarso (Hch 9:11); 5) Judas Barsabás mencionado en Hch 15:22, Hch 15:27, Hch 15:32; 6) Judas Iscariote; 7) el Judas que aquí se menciona. Entre los apóstoles de Cristo hallamos pues, dos con el mismo nombre: uno, muy malo; otro, muy bueno. Con lo que vemos que los nombres no nos hacen mejores ni peores ni nos hacen más o menos aceptables a los ojos de Dios. Ni al traidor le ayudó su nombre para ser mejor, ni al hermano de Jacobo le incitó su nombre a ser peor. Los evangelistas siempre distinguen, al nombrar a los Apóstoles, entre los dos, y siempre ponen suma diligencia en que aparezca bien clara la diferencia. Hendriksen hace notar que al Judas del presente versículo se le apellida de tres maneras: «Lebeo» (Mat 10:3), «Tadeo» (Mar 3:18, comp. con Mat 10:3), y «hermano de Jacobo», como ya hemos dicho anteriormente

(b) Qué es lo que este Judas le dijo al Señor: «Señor, ¿qué pasa, que te vas a manifestar a nosotros y no al mundo?» (v. Jua 14:22, lit.). No cabe duda de que Judas entendió la «manifestación» de Jesús en sentido de triunfo exterior, por medio de grandes portentos, para convencer al mundo (comp. con Jua 7:3-4) de que Él (Jesús) era el Mesías esperado. De ahí la gran sorpresa de Judas al oír que el Señor se iba a manifestar solamente a ellos. Vemos:

Primero, la debilidad de la fe de Judas, pues se fundaba en una falsa interpretación de las palabras de Cristo. Judas esperaba el triunfo político de Jesús y que sería ahora (comp. con Hch 1:6) cuando iba a instaurar el reino mesiánico en Israel y aparecer públicamente con toda pompa y poder, así que le dice: «¿Qué pasa?» Como si dijese: «¿Qué cambio se ha efectuado, para que no te manifiestes públicamente como todos esperamos?»

Segundo, la generosidad del amor de Judas, pues parece interesado en que no sólo ellos, sino todo el mundo pueda participar de la grandiosa manifestación que el Mesías habría de hacer al inaugurar el reino mesiánico. Como si dijese: «¿Por qué vamos a ser sólo nosotros los favorecidos con esa grandiosa manifestación de la gracia y de la misericordia de Dios?»

(B) Jesús responde a la pregunta de Judas, y amplía la idea expresada en los versículos Jua 14:16-21, a la vez que deja bien claro que la manifestación que va a llevar a cabo es de orden espiritual, interior, por medio de la morada de la Trina Deidad en el creyente. Sólo los que aman a Jesús y guardan su palabra, no el mundo perverso, pueden disfrutar de tal privilegio y dignidad (vv. Jua 14:23-24). Así que:

(a) Explica con mayor claridad las condiciones para disfrutar de la promesa del Espíritu Santo: amarle y guardar sus mandamientos. El amor es la raíz de la que brota el fruto de la obediencia; no se ama por obediencia, sino que se obedece por amor.

Siempre que en el corazón de una persona haya sincero amor a Cristo, habrá en su vida una obediencia rendida a las normas de Cristo: «El que me ama guardará mi palabra» (v. Jua 14:23). Con amor el deber se hace fácil; los mandamientos de Cristo no son gravosos (1Jn 5:3), es decir, pesados, porque el amor pone alas en el corazón; «el yugo se hace cómodo, y la carga se hace ligera» (Mat 11:30). Durante un largo desfile, una niña de ocho años sostenía en brazos a su hermanito de dos años. Un señor que estaba a su lado le dijo después de un largo rato: «¿No te pesa?» Ella respondió con toda naturalidad: «¡Qué va! ¡Si es mi hermanito!» En cambio, al que no ama todo lo que le rodea le pesa y le incomoda. Por eso, prosigue el Señor: «El que no me ama no guarda mis palabras» (v. Jua 14:24). Así como el deber se hace ligero cuando fluye de la fuente de un amor agradecido, así también se hace pesado cuando no hay fe en las palabras de Cristo, ni amor a las normas de Cristo; el amor está conectado con la libertad (Gál 5:13); el pecado, con la esclavitud (Jua 8:34); y no hay cadenas tan fuertes y pesadas como las del vicio. Y, ¿por qué ha de tener Cristo morada en quienes le son extraños?

(b) También explica con mayor amplitud la promesa: «El que me ama guardará mi palabra; y mi Padre le amará» (v. Jua 14:23). Esto ya lo había dicho antes (v. Jua 14:21), pero ahora añade: «e iremos a él, y haremos morada (v. el comentario al v. 2) con él». Aunque la preposición griega usada aquí es para, que, con dativo, significa «junto a», el griego clásico, no sólo el del Nuevo Testamento aquí, la emplea, con dativo de persona, en el sentido de en casa de, con lo que equivale al apud latino, al chez francés y al bei alemán. La importancia de esta declaración de Jesús no puede enfatizarse nunca tanto como se merece, pues indica, no sólo la inhabitación de la Trina Deidad en el creyente, sino la participación de éste, en cierto grado y a nivel creado, en las mismas relaciones intratrinitarias de la Deidad. Judas se asombraba de que Jesús fuese a manifestarse a ellos, no al mundo. Jesús ahora le dice que, no sólo Él, sino también el Padre (y el Espíritu Santo, v. Jua 14:17), se manifestarán a ellos y harán en ellos su morada. El Dios Uno y Trino, no sólo ama a los discípulos de Cristo, sino que habita en ellos como en su propia morada; no como un huésped que reside temporalmente en una pensión, sino como un inquilino que tiene allí domicilio permanente. Pero (nota del traductor) hay algo más: Además del verbo xenizo, que indica un hospedaje transitorio (v. Hch 10:6), el griego tiene cuatro verbos que significan habitar: 1) paroikeo = habitar como peregrino (v. Heb 11:9); 2) oikeo = habitar de continuo, sin implicar, de suyo, afecto a la propia morada (v. p. ej., 1Co 7:12-13); 3) katoikeo = tener afecto al domicilio en que se reside; tener el corazón pegado a él. En este sentido lo emplea Juan en doce de las trece veces que este verbo ocurre en Apocalipsis (Apo 2:13; Apo 3:10; Apo 6:10; Apo 8:13, Apo 11:10 dos veces ; Jua 13:8, Jua 13:12, Jua 13:14 dos veces ; Jua 17:2, Jua 17:8); 4) meno (de donde se deriva el sustantivo moné = morada de los vv. Jua 14:2 y Jua 14:23) = permanecer en un lugar, y mantener comunión íntima con el habitante de la «morada». Basta con leer el capítulo Jua 15:1-27, con la insistente repetición de este verbo; desde el versículo Jua 15:4 en adelante, se ve claro que dicho verbo comporta una mutua inmanencia, de influencia dinámica, de amor recíproco, de comunión de actividades, como resultado de la comunión de la naturaleza divina (2Pe 1:4). Por eso, el creyente, en la medida y grado en que mantiene esta comunión con las personas divinas, no sólo piensa, desea, siente, quiere y actúa a semejanza de Dios (nótese el contraste con Isa 55:8), sino que imita a las personas divinas en lo que éstas tienen de peculiar, pues llega a engendrar a Cristo como lo hace el Padre (v. Gál 4:19, y comp. con Mat 12:48; Mar 3:33: «¿Quién es mi madre …?»); llega a expresar incoerciblemente el mensaje del Padre como el Verbo (comp. Jua 1:18; Jua 3:34; Jua 7:17; Jua 8:38; Jua 12:50; Jua 14:10, Jua 14:24, con Jer 20:9; 1Co 9:16); y, como el Paráclito, ejerce el oficio de consolador (v. 2Co 1:3-7, donde se palpa esta imitación de Dios: en cinco versículos, salen nada menos que diez veces el verbo parakaleo = consolar, y el sustantivo paráklesis = consolación).

(c) Finalmente, da una razón muy buena, tanto para estimularnos a observar la condición como para animarnos a depender de la promesa que acaba de hacer: «Y la palabra que habéis oído no es mía, sino del Padre que me envió» (v. Jua 14:24). En el mismo sentido había hablado con frecuencia (v. Jua 7:16, además de los lugares citados en el párrafo anterior). El énfasis de nuestro deber se basa en el mandamiento de Cristo como nuestra norma; el énfasis de nuestro consuelo, en la promesa de Cristo como nuestra garantía; el énfasis de nuestra seguridad, en que las palabras de Cristo no las dice por su propia cuenta, sino que es palabra del Padre que le envió.

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