Juan 14:1 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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I. El capítulo comienza con una exhortación general de Cristo a sus discípulos: «No se turbe vuestro corazón» (v. Jua 14:1). Hendriksen hace notar la cadencia de la frase en el original, al tener en cuenta que el verbo está en presente; y, para guardar una cadencia similar en la traducción al inglés, propone la siguiente versión, al acentuar las sílabas subrayadas:

«Let not your hearts any longer be troubled».

En castellano podemos mantener la misma cadencia y citar el famoso estribillo de nuestra Teresa de Ávila:

«Nada te turbe, nada te espante».

Como advierte Ryle, hemos de recordar que, en el original, no existe propiamente solución de continuidad entre los capítulos Jua 13:1-38 y Jua 14:1-31. Así notaremos mejor la secuencia, hábilmente comentada por el cardenal Gomá: «Jesús había anunciado su partida inminente; ellos debían aún quedar en el mundo (cf. Jua 13:33): el anuncio de la separación de un Maestro a quien querían tanto y habían seguido tan fielmente, que dejaba en su juicio sin consumar la obra prometida de la fundación del reino mesiánico, que les dejaba solos frente a sus enemigos terribles, les llenó de turbación y congoja: No se turbe vuestro corazón, les dice Jesús. La razón de la serenidad que deben guardar en aquellos momentos es la confianza en Dios y en Él: Creéis en Dios, creed también en mí: de la misma manera que tenéis fe en Dios, debéis tenerla en mí, que soy su legado y su Cristo, que soy Dios como Él; y, por lo mismo, aunque os deje en la apariencia, estaré con vosotros perpetuamente, con mi auxilio divino». Vemos, pues, que el Señor Jesucristo:

1. Se percató de la turbación que hacía presa en el corazón de sus discípulos. Quizá se transparentaba en el rostro de ellos. De todos modos, no podía pasar desapercibida a la mirada divina del Señor, quien conocía los más íntimos pensares e intuía las heridas que sangran en el interior. Es un gran consuelo para nosotros el saber que el Señor conoce los más graves problemas de los suyos en cualquier momento en que la tribulación parece presta a inundarnos. Aparte de lo apuntado anteriormente, muchas otras cosas contribuían ahora a incrementar la congoja de los discípulos:

(A) Cristo acababa de declararles la malevolencia con que algunos de ellos le habían de tratar, y esto les acongojaba a todos. Ahora el Señor les consuela; aunque un santo celo sobre nosotros mismos es de gran ayuda para mantenernos humildes y en vela, no debemos, sin embargo, permitir que nos acongoje hasta el punto de privarnos del santo gozo que es fruto del Espíritu Santo.

(B) También acababa de decirles, no sólo que se marchaba de ellos, sino que se iba por entre una densa nube de padecimientos. Cuando contemplamos al Señor crucificado, no podemos menos de lamentarnos amargamente, a pesar de que vemos el feliz resultado que su muerte ha de tener; mucho más amarga tenía que ser para ellos dicha contemplación, ya que no tenían como tenemos nosotros, el privilegio de ver más allá de los sufrimientos de Cristo. Si Cristo se va ahora de ellos, van a verse vergonzosamente decepcionados en cuanto a sus esperanzas de ver triunfante y glorioso a su Maestro, y se hallarán abandonados y expuestos a la burla y a la persecución de los enemigos de Cristo. Para contrarrestar esto, Jesús les dice: «No se turbe vuestro corazón». Hay aquí tres palabras en las que es preciso cargar el énfasis: (a) «turbe». El verbo griego indica, en Aristófanes, la agitación de un mar embravecido. Como en otro tiempo, Jesús quiere llevar la calma al corazón de los discípulos, como la llevó a la barca agitada por las olas en el mar de Galilea. Notemos que no les dice: «Tratad de que vuestro corazón se haga insensible a la pena y al pesar», sino: «No permitáis que vuestro corazón sea turbado y agitado por el pesar»; (b) «corazón». Al mencionar el centro de la actividad humana, el Señor quiere que mantengan el control de este centro; que guarden la serenidad de ánimo aun cuando la carne débil tiemble (comp. con Mat 26:41; Mar 14:38). El corazón es el principal baluarte, pase lo que pase, es menester defender este bastión; (c) «vuestro». Como si dijese: «Vosotros, que sois mis seguidores, mis discípulos, no habéis de turbaros, porque tenéis mayor conocimiento y estáis en mejores condiciones que los demás». Los creyentes hemos de aprender a conservarnos en paz interior cuando todo es inquietud y confusión en nuestro derredor.

2. Les prescribió el remedio: «Creéis en Dios, creed también en mí» (v. Jua 14:1). Hay quienes piensan que los dos verbos están en modo indicativo; esta opinión tiene muy pocos fautores, ya que son pocas las probabilidades a su favor. Otros, como Henriksen, opinan que los dos verbos están en imperativo, de acuerdo con el tono dominante en toda la porción. Pero la opinión más probable (la del propio M. Henry, de Ryle, etc. y del que esto escribe. Nota del traductor) es que el primer verbo está en indicativo, como algo puesto fuera de duda, y el segundo está en imperativo, como exhortación a ver que la fe en Jesús, el Enviado del Padre, es consecuencia lógica de la fe en el Padre que le envió. Como diciéndoles: «Vosotros habéis creído y continuáis creyendo (los dos verbos están en presente) en Dios, en sus perfecciones y en su providencia; por tanto, creed y continuad creyendo también en mí que soy el Mediador entre Dios y los hombres». Al creer en Jesús como en el Mediador nuestra fe en Dios se torna sumamente consoladora. Quienes tienen un recto concepto de Dios, no sentirán dificultad en creer en Cristo, ya que en Él se muestra «la benignidad de Dios nuestro Salvador y su amor para con los hombres» (Tit 3:4). Creer en Dios mediante la fe en Jesucristo es un excelente medio para conservar en paz el corazón, porque el gozo de la fe es el mejor remedio contra los pesares del sentido.

II. A continuación, Cristo imparte una instrucción particular a fin de que la fe de los discípulos se haga efectiva sobre la base de la promesa de vida eterna (vv. Jua 14:2-3). ¿Para qué hemos de creer en Dios y en Cristo? Para descansar en la confianza segura de una feliz eternidad en las mansiones celestiales. Los fieles de todos los tiempos han cobrado ánimos al mirar hacia arriba (comp. con Col 3:1-3) en medio de las más terribles pruebas de esta vida. Veamos cómo se insinúa aquí este pensamiento.

1. Hemos de creer y considerar que existe esa felicidad: «En la casa de mi Padre hay muchas mansiones» (v. Jua 14:2). La palabra griega para «mansión» (moné) ocurre sólo dos veces en todo el Nuevo Testamento (precisamente en este capítulo, vv. Jua 14:2 y Jua 14:23) y significa una morada permanente (al contrario que la de Heb 13:14); el verbo griego meno = permanecer, de donde dicho sustantivo se deriva, sale 11 veces en 13 versículos del capítulo siguiente (Jua 15:4 [tres veces], Jua 15:5, Jua 15:6, Jua 15:7 [dos veces], Jua 15:9, Jua 15:10 [dos veces] y Jua 15:16). Los mejores palacios de este mundo pueden ser despojados y destruidos; en último término, hay que dejarlos al morir. Pero la «mansión» que nuestro Padre celestial tiene edificada y aparejada para cada uno de sus hijos, es digna de tal Arquitecto (v. Heb 11:16), eterna y destinada para los hijos inmortales de la resurrección (Luc 20:36). Notemos que dice «mansiones», no «tiendas de campaña», como en la peregrinación por esta vida (v. 2Pe 1:14. Lit.). Estas mansiones están «en la casa del Padre». Es una casa familiar, pero en la que cada miembro de la familia tendrá su apartamento individual, puesto que nuestra personalidad no se diluirá en la más íntima y estrecha comunión con el Señor y con todos los santos. No habrá que pagar renta ni tributo; es un regalo del Padre; un regalo a perpetuidad, pues «nuestra herencia es incorruptible, incontaminada, inmarcesible y reservada» (1Pe 1:14). Nuestros nombres están ya escritos allí (Luc 10:20). Como decía Teresa de Ávila, aquí estamos pasando «una mala noche en una mala posada», pero allí será eterno día (Apo 21:25) en una regia mansión. Las mansiones son muchas, porque son muchos los hijos que son llevados a la gloria (Heb 2:10).

2. Véase la seguridad que tenemos de la realidad de esa felicidad eterna: «Si no (hubiera muchas mansiones), ya os lo hubiera dicho» (v. Jua 14:2). La seguridad está basada en la veracidad de su palabra y en la sinceridad de su afecto a los discípulos. No sólo es veraz, de modo que no puede engañarse en lo que dice, sino también amoroso, de modo y manera que no puede sufrir el que nosotros nos llamemos a engaño. El afecto que nos tiene es demasiado grande como para que nuestra esperanza pueda verse frustrada (v. Rom 5:5.).

3. Hemos de creer igualmente y considerar que, por consiguiente, vendrá de cierto otra vez para recogernos: «Voy, pues, a preparar lugar para vosotros» (v. Jua 14:2). Ese es su designio al marcharse al Cielo: prepararnos un lugar; tomar posesión de él en nuestro lugar (comp. con Efe 2:6); ser allí nuestro abogado para asegurarnos la posesión del título de propiedad; hacer todas Ias provisiones necesarias y convenientes para que nuestra futura mansión sea del todo cómoda y estupenda. La habitación feliz en los cielos será proporcional a la condición feliz de los inmortales hijos de Dios. Puesto que el elemento principal de la bienaventuranza eterna es la presencia de Cristo y la comunión íntima, sin velos ni estorbos, con Él, menester es que Él marche primero allá, pues donde Él esté, estará el paraíso (comp. con Luc 23:43). El Cielo no sería mansión conveniente para el cristiano, si no estuviese ya Cristo allí. Ése es también nuestro gran consuelo: Saber que el Señor vendrá pronto (el tiempo pasa rápido) a recogernos: «Y si me voy y os preparo lugar, vendré otra vez, y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis» (v. Jua 14:3). Verdaderamente, estas palabras están llenas de consuelo para nosotros, puesto que por ellas sabemos:

(A) Que el Señor Jesucristo vendrá otra vez. Él lo asegura. Cuando nosotros estamos dispuestos a ir a algún lugar al que se nos llama, solemos decir: «Ya voy», a pesar de que todavía no nos hemos puesto en marcha. También Cristo es «el que viene» (Apo 1:7), porque «viene pronto», «viene en breve» (Apo 22:12, Apo 22:20).

(B) Que vendrá pronto a recoger consigo a sus fieles seguidores. La Segunda Venida de Cristo tiene por objeto «nuestro arrebatamiento juntamente con ellos (los que hayan muerto y resucitado primero ) en las nubes para salir al encuentro del Señor en el aire» (1Ts 4:17).

(C) Que donde Él está, allí estaremos nosotros también. Esto nos da a conocer que la quintaesencia de la felicidad celestial es estar con Cristo allí. Cristo dice «donde yo estoy». Es cierto que, en cuanto Dios, Jesús está, y siempre lo estuvo, en el Cielo (v. Jua 3:13), pero aquí habla como hombre, y habla en presente porque de tal manera está ya para salir de este mundo, que ya se considera fuera de él (comp. con Jua 17:11). Equivale a decir: «Donde yo estaré en breve y para siempre, allí estaréis también en breve vosotros y para siempre; no sólo como espectadores de la gloria celestial, sino como partícipes de ella».

(D) Que esto puede colegirse fácilmente por sus propias palabras de que «va a preparar lugar para nosotros» (v. Jua 14:2), porque las preparaciones de Cristo siempre son seguras, nunca son en vano, ya que nadie ni nada las puede frustrar. Si Él nos prepara y decora las mansiones, no van a quedar vacías; también nos preparará a nosotros para que, a su debido tiempo, tomemos posesión de ellas (v. 1Pe 1:4-5, y comp. el «reservada» del v. Jua 14:4 con el «guardados» del v. Jua 14:5).

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