Juan 15:18 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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En esta porción, Cristo habla del odio, que es la característica y espíritu del reino del diablo, así como el amor lo es del reino de Jesucristo. Vemos

I. En quiénes se encuentra este odio: En los que son del mundo, como contrapuestos a los que son de Dios. Al llamarles «mundo» (en sentido peyorativo, como se ve por el contexto), Cristo da a entender:

1. Su número; hay un «mundo» de gentes que se oponen a Cristo y al cristianismo. Es de temer que, si se pusiera a votación en nuestra sociedad escoger entre el partido de Satanás y el de Jesucristo, Satanás se llevaría la mayoría absoluta de los votos.

2. Su confederación; aun cuando los mundanos se aborrecen unos a otros (Tit 3:3), sin embargo, cuando se trata de odiar a los creyentes y de perseguirlos, se juntan, se coligan y se hacen amigos (v. Sal 2:2; Luc 23:12; Hch 4:27) entre sí.

3. Su espíritu y disposición; son hombres «del mundo». Los hijos de Dios son instruidos y exhortados a odiar el pecado, pero no a odiar al pecador, sino a amar y hacer el bien a todos los hombres (Gál 6:10). La envidia, el odio, el desprecio, no son plantas del jardín de Cristo, sino del mundo «que yace en el Maligno» (1Jn 5:19).

II. Contra quiénes se desata este odio de los mundanos: Contra los discípulos de Cristo, contra Cristo mismo y, en último término, contra Dios el Padre. En efecto:

1. El mundo odia a los discípulos de Cristo: «El mundo os aborrece» (v. Jua 15:19).

(A) Obsérvese cómo se introduce aquí esta frase del Señor. Cristo había expresado el gran amor que les tenía como a amigos suyos; pero ahora les predice «una espina en la carne» (comp. con 2Co 12:7), que, en este caso, será el odio y la persecución que habrán de arrostrar por causa de Cristo. Él les había encomendado una tarea, pero ahora les dice las dificultades que encontrarán en el desempeño de tal encargo. Les había encargado también, con toda insistencia, que se amaran los unos a los otros, y bien que lo necesitarían, ya que el mundo les iba a aborrecer conjuntamente a ellos. Quienes se encuentran en medio de enemigos, como entre dos fuegos, necesitan amarse y ayudarse mutuamente, pues luchan contra un adversario común.

(B) Obsérvese la clase de actitud que el mundo adoptará hacia ellos. No se contentarán con el desprecio o la burla, sino que les tendrán verdadero odio. El mundo maldice a los que Dios bendice. Los favoritos y herederos del reino de los cielos nunca han sido los predilectos del mundo. Los frutos de este odio de los mundanos se echan de ver en el versículo Jua 15:20:

(a) «Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán». Esta es la suerte que comparten todos los que viven piadosamente en Cristo Jesús: «padecer persecución» (2Ti 3:12). Por eso dijo que les enviaba como a ovejas en medio de lobos (Mat 10:16; Luc 10:3).

(b) Otro fruto de esta enemistad se insinúa en la frase siguiente: «Si han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra»; da con esto a entender que, así como la mayoría de los oyentes de Cristo no habían guardado la palabra de Cristo (v., p. ej., Jua 5:38; Jua 8:37), así también la mayoría de los oyentes del mensaje de los apóstoles se opondrían a su predicación, siendo así ellos, como Cristo mismo, «signo de contradicción» (comp. Luc 2:34 «señal que es objeto de disputa» con Hch 28:22 «porque de esta secta [el cristianismo] nos es bien conocido que en todas partes se la contradice»). Sin embargo, la frase de Jesús aquí, como la anterior, tiene dos vertientes: Los que persiguieron a Cristo y no guardaron su palabra, también van a perseguir a sus enviados y tampoco guardarán la palabra de éstos; pero habrá quienes no les perseguirán, sino que guardarán la palabra de ellos, así como hubo también quienes no persiguieron a Jesús, sino que se hicieron discípulos suyos y guardaron su palabra.

(c) Las causas de esta enemistad están claras en los versículos Jua 15:19 y Jua 15:21:

Primera, porque ellos no pertenecen al mundo: «Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo» (v. Jua 15:19). No ha de extrañarnos que los que están entregados al mundo sean prosperados en las cosas del mundo, como amigos y favoritos del mundo. Ni ha de extrañarnos que quienes han sido libertados de las garras del mundo sean objeto del odio del mundo, ya que son considerados como enemigos del mundo. Lo que sí es motivo de duda y perplejidad es que quienes se precian con el nombre de cristianos y son «carnales», sean prosperados en las cosas del mundo y considerados como amigos por parte de los mundanos, puesto que no puede haber «armonía de Cristo con Belial, ni del creyente con el incrédulo» (2Co 6:15).

La razón por la que los discípulos de Cristo no son del mundo es porque Cristo los ha escogido de entre el mundo y, precisamente por haber sido sacados del mundo, el mundo los aborrece (v. Jua 15:19) y les insulta (1Pe 4:4). En realidad, la gloria a la que han sido destinados, y que ha de resplandecer en su carácter y en su vida, les pone en alto, en un lugar muy superior al de los mundanos, con lo que llegan a ser espectáculo al mundo (v. 1Co 4:9; Heb 10:33), como en las elevadas tablas de un teatro bien iluminado, y quedan así expuestos a la envidia de los mundanos espectadores. La gracia de que el Señor les ha revestido contrasta con la desgracia en que se debaten, dentro de sus múltiples vicios, los amigos del mundo. Su conducta es un testimonio vivo y perenne contra el mundo, lo cual es algo que los malvados no pueden soportar. Pero el hecho de ser odiados precisamente por ser los escogidos del Señor ha de darles fuerzas, ánimo y consuelo en medio de todas las calamidades que el odio del mundo pueda tramar contra ellos. Si el mundo nos odia sin motivo (v. Jua 15:25), por el hecho de ser cristianos, tenemos justo motivo para regocijarnos y tenernos por dichosos, y no debemos avergonzarnos, sino glorificar a Dios por ello (1Pe 4:12-16).

Segunda, porque ellos pertenecen a Cristo: «Mas todo esto os harán por causa de mi nombre» (v. Jua 15:21). Cualquiera sea la excusa que el mundo ponga para perseguir a los cristianos, lo cierto es que la verdadera causa de esta enemistad es que los creyentes llevan el nombre de Cristo en medio del mundo, pues el carácter genuino del creyente se muestra en llevar bien en alto el nombre del Señor y estar dispuestos a dar testimonio de Él y a sufrir cualquier cosa por causa y honor de este nombre, dulcísimo nombre, de Jesús. No puede haber mayor suerte que la de ser encontrados dignos, por la gracia de Dios, «no sólo de creer en Cristo, sino también de padecer por Él» (Flp 1:29), «si es que padecemos juntamente con Él, para que juntamente con Él seamos glorificados» (Rom 8:17, comp. con Flp 3:10-11), «porque de la manera que abundan en nosotros los padecimientos de Cristo, así abunda también por medio de Cristo nuestra consolación» (2Co 1:5).

Tercera, porque el mundo no conoce a Dios, que es quien ha enviado a Su Hijo a este mundo: «porque no conocen al que me ha enviado» (v. Jua 15:21). El fundamento más profundo de este odio que los mundanos tienen a los discípulos de Cristo, es la ignorancia que el mundo tiene de las cosas de Dios. Al no conocer al verdadero Dios, o al no conocer a Dios verdaderamente, no le conocen como al que ha enviado a Su Hijo al mundo, ni para qué le ha enviado (Jua 3:16-21). No se puede conocer correctamente a Dios si no se le conoce en Jesucristo.

2. El mundo odia a Jesucristo mismo. De esto habla aquí Jesús con dos objetivos:

(A) Para mitigar el desconsuelo de sus seguidores, nacido del conocimiento que ahora tienen acerca del odio que el mundo va a mostrar contra ellos: «Si el mundo os aborrece, sabed que a mí me ha aborrecido antes que a vosotros» (v. Jua 15:18). Este «antes» ha de entenderse en sentido de prioridad de tiempo, pero también admite el sentido de «más que», ya que Cristo, como jefe y capitán de los cristianos, por fuerza ha de ser el blanco directo de los tiros del mundo. Si Cristo, paradigma de santidad, fue odiado, ¿podemos esperar que haya en nosotros virtud o cualidad buena que sea grata a la perversidad del mundo? Si nuestro Maestro, el fundador del cristianismo, encontró tanta oposición al poner los fundamentos de su Iglesia, ¿podemos esperar del mundo mejor acogida en nuestra tarea de seguir edificando la Iglesia (v. 1Co 3:9-17; Efe 2:20-22; Efe 4:12-16; 1Pe 2:5.) mediante la profesión del cristianismo y la propagación del mensaje de salvación? Por eso, los remite Jesús a lo que antes les había dicho (Jua 13:16), para confirmar lo que ahora les declara: «Acordaos de la palabra que yo os he dicho: El siervo no es mayor que su señor» (v. Jua 15:20). Ésta es una verdad lisa y llana: El criado es inferior al amo. Las verdades más claras son los argumentos más fuertes para los más duros deberes. De donde infiere con toda lógica Jesús: «Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán» (v. Jua 15:20). Como si dijese: «Eso es lo que debéis esperar, por cuanto:

(a) «Vosotros vais a hacer lo mismo que yo he hecho, con el resultado de que se han sentido provocados; vais a tener que echarles en cara sus pecados, y prescribirles normas estrictas de una vida santa, lo cual ellos no van a soportar.»

(b) «Vosotros no podéis hacer más de lo que yo he hecho para persuadirles. Que a nadie le extrañe tener que soportar el mal por hacer el bien. Si han guardado mi palabra también guardarán la vuestra; así como ha habido unos pocos que han sido atraídos por medio de mi predicación, así también habrá algunos pocos que serán atraídos por la vuestra.»

(B) Para agravar la perversidad de este mundo incrédulo y sacar a la luz pública su extrema pecaminosidad. El mundo suele tener un sentido peyorativo en las Escrituras, pero no le faltaba otra cosa, para tener todavía peor nombre, que esto de haber aborrecido a Jesucristo. Dos son las circunstancias que agravan esta perversidad de los que le han aborrecido:

(a) Que había las mayores razones imaginables para que le amaran:

Primera, que sus palabras bien merecían que se le amara: «Si yo no hubiera venido ni les hubiera hablado, no tendrían pecado» (v. Jua 15:22). Es decir, no tendrían el pecado que lleva a la condenación (v. Jua 3:17-21; Jua 8:24; Jua 9:41). Efectivamente, si no hubiesen oído el mensaje del Evangelio, no serían juzgados por ese mensaje (v. Jua 12:48); «pero ahora no tienen excusa de su pecado». Por aquí vemos: (i) el beneficio de que disfrutan los que reciben el mensaje de Cristo: Cristo viene a ellos y les habla; les habló directa y personalmente a los hombres de su generación, y todavía nos habla a nosotros por medio de los escritos inspirados de los que convivieron con Él. Cada una de sus palabras comporta una compasión, un amor y una ternura capaces, habría de pensarse, de encantar a la más sorda víbora; (ii) la excusa que tienen los que no han oído el mensaje del Evangelio: «Si yo no … les hubiera hablado no tendrían pecado»; este pecado específico de incredulidad al que nos hemos referido antes; no les habría sido imputado el pecado de haber despreciado a Cristo; pues así como «el pecado no se imputa donde no hay ley» (Rom 5:13), así tampoco se imputa la incredulidad donde no hay predicación del Evangelio; (iii) la culpabilidad gravísima que contraen aquellos a quienes Cristo ha hablado en vano: «no tienen excusa de su pecado». Son del todo inexcusables. La palabra de Cristo despoja al pecado del manto que lo cubre, a fin de que aparezca el pecado en «el extremo de la pecaminosidad» (Rom 7:13).

Segunda, que sus obras eran tales que bien merecían que por ellas se le amara: «Si yo no hubiese hecho entre ellos las obras que ningún otro ha hecho, no tendrían pecado» (v. Jua 15:24); es decir, su incredulidad y su enemistad contra mí tendrían excusa». Pero Él había presentado pruebas satisfactorias de su misión divina: obras que ningún otro había hecho. Sus milagros, sus mercedes, obras de asombro y obras de gracia, demostraban que Él había sido enviado por Dios, y que había sido enviado con designios de misericordia. Cristo llevó a cabo obras que ningún otro hizo ni podía hacer pues sólo alguien que había venido de Dios como Maestro, y con quien Dios estaba, podía hacer las señales que Él hacía (Jua 3:2). Todas las obras de Cristo eran buenas obras, no sólo por ser santas, sino también por ser útiles, obras de beneficencia. Una persona que era tan universalmente útil, debería haber sido universalmente amada y, sin embargo, era casi universalmente aborrecida. Las obras de Cristo agravan la culpabilidad de sus enemigos; si sólo hubiesen oído sus palabras pero no hubiesen visto sus obras, su incredulidad podía haber apelado contra la falta de pruebas; pero no sólo habían oído sus palabras, sino que le habían visto siempre dispuesto a llevar a cabo milagros de beneficencia. Con todo, le aborrecían. También nosotros vemos en su palabra el gran amor con que Dios nos amó (Efe 2:4) y el amor de Cristo que sobrepasa a todo conocimiento (Efe 3:19), ¿y no corresponderemos agradecidos a tal amor?

(b) Que no había ninguna razón en absoluto para que le aborrecieran: «Pero esto es para que se cumpla la palabra que está escrita en su ley: Me aborrecieron sin motivo» (v. Jua 15:25, comp. con Sal 35:19). Los que aborrecen a Cristo no tienen ningún motivo para ello; la enemistad contra Cristo es totalmente sin razón, ya que Cristo ha sido, y es, la mayor bendición imaginable para su propio país y para el mundo entero. Es cierto que dio testimonio de que las obras de los incrédulos eran malas (Jua 3:19), pero ese testimonio tenía por objeto hacerles el bien; por lo que odiarle por este motivo era aborrecerle sin motivo; y en esto se cumplía la Escritura. No es que los que aborrecían a Jesús intentasen que se cumpliese la Escritura, sino que Dios, al preverlo y permitirlo, confirma nuestra fe en Cristo como Mesías al haber predicho esto con respecto a Él y al haberse cumplido lo que de Él estaba predicho. Incluso no habría de parecernos extraño si todavía tuviese un ulterior cumplimiento entre nosotros.

3. En último término, en Jesucristo el mundo odia a Dios mismo; lo cual aparece en el versículo Jua 15:23: «El que me aborrece a mí, aborrece también al Padre». Y se repite al final del versículo Jua 15:24: «y me han aborrecido a mí y también a mi Padre». Así que hay quienes aborrecen a Dios, puesto que al no poder negar que Dios existe y, al mismo tiempo, desear que no existiese, le odian. El odio a Jesucristo comporta siempre el odio a Dios. El trato que se da al Hijo, se le da igualmente al Padre, ya que ambos dan el mismo testimonio (Jua 8:16), ambos son uno en naturaleza (Jua 10:30), están ambos el uno en el otro (Jua 14:10, Jua 14:20) todo lo que tiene el Padre lo tiene también el Hijo (Jua 16:15), el que niega al Hijo, tampoco tiene al Padre; en cambio, el que confiesa al Hijo, tiene también al Padre (1Jn 2:23); y el que no permanece en la doctrina de Cristo, no tiene a Dios (el Padre); pero el que persevera en la doctrina de Cristo, ése tiene tanto al Padre como al Hijo (2Jn 1:9). Según el propio Juan, esta verdad es tan importante, que añade a continuación: «Si alguno viene a vosotros y no trae esta doctrina, no lo recibáis en casa ni le saludéis. Porque el que le saluda, participa en sus malas obras» (2Jn 1:10).

¡Que sepa el mundo incrédulo que su enemistad contra el Evangelio de Cristo es enemistad contra Dios mismo! ¡Y que todo el que sufre por causa del reino de Dios y de su justicia se consuele con esto: Si Dios mismo es odiado en Él, no tiene que avergonzarse de su causa ni atemorizarse por el resultado!

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