Juan 1:6 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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En los versículos Jua 1:19-36, el evangelista nos presenta el vibrante testimonio que de Cristo dio el Bautista; pero, aun antes de referirnos la encarnación del Verbo, introduce el nombre del Precursor y compendia la función que venía a desempeñar. Vemos, pues:

I. Un compendio del testimonio que el Bautista venía a dar de Jesús.

1. Su nombre era Juan, que significa «Jehová ha impartido gracia». Y venía «enviado de parte de Dios». Era un hombre, un mero hombre. Place a Dios hablarnos por medio de hombres como nosotros. Juan era un mensajero enviado por Dios, quien le había dado tanto la misión como el mensaje. Juan no obró milagros, pero la pureza de su vida y de su doctrina eran pruebas contundentes de que era un enviado de Dios.

2. A renglón seguido, se nos dice cuál era la misión que traía el Bautista: Éste vino para testimonio. Las instituciones legales de los judíos habían sido por muchos siglos testimonio de Dios. Pero ahora la revelación divina estaba en silencio, y se disponía a ser transmitida por otro canal. De esta nueva revelación, venía Juan a dar testimonio: (A) El objeto de su testimonio: Vino … para dar testimonio de la luz. La luz es algo que testifica por sí misma. La luz de Cristo no necesita el testimonio de ningún hombre, pero sí lo necesitan las tinieblas del mundo. Juan era como el vigilante de noche, que ronda las calles del lugar y proclama el despuntar del alba a los que tienen los ojos cerrados por el sueño. Dios le envió a proclamar la dispensación en que la vida y la inmortalidad serían sacadas a la luz; (B) el designio de su testimonio: A fin de que todos creyesen por él, es decir, por medio de su predicación. No habían de creer en él, sino, por medio de él, en Cristo. Después veremos cuán bien cumplió Juan con esa misión, pues dirigió a los hombres, no a que lo mirasen a él, sino a que pusiesen sus ojos en Cristo. Si no querían recibir el testimonio de un mero hombre, pronto verían que el testimonio de Dios era mucho más grande. Su testimonio abarcaba a todos los hombres sin excluir a ninguno, excepto a los que se excluyesen a sí mismos.

3. Inmediatamente se nos previene para que no confundamos a Juan con la luz de la que venía a dar testimonio: No era él la luz, sino para dar testimonio de la luz (v. Jua 1:8). Era una estrella, como la que había guiado a los magos a Cristo; era una estrella matutina, pero no el Sol. Siempre que el evangelista habla del Bautista en términos muy elogiosos, muestra su interés por poner a Cristo en un lugar mucho más elevado. Juan era grande como profeta del Altísimo, pero no era el Altísimo. Hemos de cuidarnos mucho, lo mismo de sobrevalorar a los ministros de Cristo que de infravalorarlos, no son nuestros señores, sino servidores por medio de los cuales hemos creído y somos edificados. Quienes usurpan el honor debido a Cristo, renuncian al honor de ser fieles siervos de Cristo. Juan era muy útil como testigo de la luz, aun cuando no era él la luz. Siempre son de gran provecho los ministros que saben brillar con la luz prestada del Señor.

II. Pero, antes de continuar con el testimonio del Bautista el evangelista vuelve a darnos un informe más amplio de la venida de Cristo al mundo por medio de la Encarnación del Verbo.

1. El Verbo era la luz verdadera (v. Jua 1:9). Cristo es la luz y brilla con luz propia, no prestada. Otras luces lo son en sentido derivado y secundario. ¿Y cómo alumbra el Verbo a todo hombre que viene a este mundo?: (A) En el ámbito de la creación, ilumina a todo hombre con la luz de la razón; de Cristo se derivan el orden y la hermosura que vemos en el Universo y en nosotros mismos; (B) En el ámbito de la redención, ilumina a todos con la publicación de Su Evangelio en todas las naciones. El Bautista era una luz pequeña, que iluminó sólo a Jerusalén y Judea como una lámpara que ilumina una sola habitación; pero Cristo es una luz grande, luz para todos pues lo había de ser también para los gentiles. La divina revelación no había de estar confinada, como lo había estado antes a un solo pueblo, sino que había de ser difundida por todo el mundo (Mat 5:15). Así que toda luz que el hombre posee, ya sea natural o sobrenatural, se la debe a Cristo.

2. Esta luz, que es el Verbo, estaba en el mundo (v. Jua 1:10), y a pesar de que el mundo fue hecho por medio de Él, ese mundo no le conoció. Al hacerse hombre, dejó Cristo un mundo de bendición y de gloria, y entró en este nuestro mundo de miseria y melancolía. Habitó en este mundo, pero no era de este mundo. El mayor honor que pudo caber a nuestro planeta es que el Hijo de Dios se hizo hombre y habitó aquí. Y el hecho de que el Hijo de Dios se aviniese a morar en este mundo, debería hacernos menos incómoda esta pasajera morada. Sin duda, Cristo podía esperar de este mundo la más respetuosa y afectuosa acogida, pues era un mundo hecho por Él; y por eso mismo vino a salvarlo, porque era suyo. Pero este mundo no le conoció. El buey conoce a su amo, pero el mundo es más bruto que los más brutos animales, y no reconoció a su Hacedor. Pero, cuando vuelva a juzgar al mundo todos le reconocerán.

3. Vino a lo que era suyo (v. Jua 1:11); no sólo al mundo, que era suyo, sino al pueblo de Israel, que era suyo de una manera peculiar. A los israelitas fue primero enviado. Vino a buscarles y a salvarles, por ser suyos de una manera especial, pero la generalidad del pueblo lo rechazó: Los suyos no le recibieron. Tenían mayor motivo para esperar que le recibiesen con todos los honores los que eran paisanos suyos. Vino en persona a vivir entre ellos, y multiplicó prodigios y favores, de forma que no tuvieran excusa. Por eso, se dice del mundo que no le conoció, pero de los Suyos no se dice que no le conocieron, sino que no le recibieron. Es posible que algunos profesen ser del partido de Cristo, sin haber recibido al Señor, por no haber dejado el pecado y permitido que Cristo reinase sobre ellos.

4. Pero hubo un remanente que le recibió (v. Jua 1:12): «Pero a todos los que le recibieron». Hubo, pues, algunos que fueron atraídos a someterse a Cristo, y muchos más que no eran de aquel redil (Jua 10:16).

(A) Vemos primero la descripción del verdadero cristiano: Es alguien que recibe a Cristo creyendo en Su nombre, pues creer en Él es recibirle como el inefable don de Dios. Hemos de recibir Su doctrina como verdadera y buena; y hemos de recibir el favor de Su gracia y el impacto de Su amor, como norma que gobierne nuestros actos y nuestros afectos.

(B) Vemos después la verdadera dignidad y el excelso privilegio del cristiano. Este privilegio es doble:

(a) El privilegio de la adopción: Les dio potestad de ser hechos hijos de Dios (v. Jua 1:12). Hasta entonces, la adopción había pertenecido exclusivamente a los judíos pero ahora, mediante la fe en Cristo, también los gentiles son hijos de Dios. Este privilegio comporta un derecho, una potestad o autoridad a ser adoptados por hijos de Dios. Todos los creyentes disfrutan de este derecho. Por eso leemos en 1Jn 3:1: «Mirad qué amor tan sublime nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios». Dios les llama hijos; y ellos le llaman Padre. Este privilegio de adopción se debe enteramente a Jesucristo, pues Él les dio esta potestad a todos cuantos creen en Su nombre. El hijo de Dios vino a ser Hijo del Hombre, a fin de que los hijos y las hijas de los hombres viniesen a ser hijos e hijas de Dios Altísimo.

(b) El privilegio de la regeneración: Engendrados … de Dios (v. Jua 1:13). Todos los hijos de Dios son nacidos de nuevo. Todos los que son adoptados es porque han sido regenerados. El texto sagrado pasa a decirnos cómo llega una persona a tal dignidad. Lo dice, primero, por negaciones: «Los cuales no han sido engendrados de sangre (lit. de sangres), lo que indica que el ser hijo de Dios no se hereda ni por parte de padre ni por parte de madre (¡Dios no tiene nietos!), ya que los hijos de «los hijos de Dios» necesitan ser salvos personalmente. Tampoco nuestro esfuerzo personal ni nuestro mérito ni nuestra decisión puramente humana («voluntad de carne» comp. con Jua 3:6) puede hacer que nazcamos de arriba. Finalmente la «voluntad de varón», esto es, el afán procreador del marido es igualmente incapaz de producir un «hijo de Dios». Por supuesto tampoco el lugar, la nación, ni el rito bautismal pueden hacer de un ser humano un «cristiano». Todo esto tenía especial relevancia contra la pretensión de los judíos, quienes se creían «hijos de Dios» por el solo hecho de pertenecer racialmente al pueblo escogido y ser descendientes de Abraham, el padre de los creyentes. Segundo, se nos dice positivamente que sólo el que nace de Dios es hijo de Dios. Este nuevo nacimiento se debe a la Palabra de Dios como agencia exterior, y al Espíritu Santo de Dios como a la única iniciativa amorosa que obra internamente en nosotros este nuevo nacimiento. Los creyentes genuinos son así hijos de Dios (comp. 1Jn 3:9; 1Jn 5:1).

5. Y el Verbo se hizo carne (v. Jua 1:14). Estas palabras declaran la encarnación del Hijo de Dios mejor que con todo lo dicho hasta ahora. Ahora que había venido la plenitud de los tiempos, Dios envió a Su Hijo hecho de una mujer (Gál 4:4). Vemos:

(A) La naturaleza humana con que el Verbo se cubrió: El Verbo se hizo carne; es decir, hombre mortal con toda la humillación que la carne débil comporta: «Por cuanto los hijos han llegado a tener en común una carne y una sangre, Él también participó igualmente de lo mismo» (Heb 2:14). Así que Juan nos asegura que el mismo Verbo que era Dios (v. Jua 1:1), ahora se hizo carne; se sometió voluntariamente a las miserias y necesidades de la naturaleza humana. Carne connota también al hombre pecador y, aunque Cristo no cometió jamás nada impropio, fue hecho pecado por nosotros (2Co 5:21). Así entendemos lo de Rom 8:3: «… Dios, enviando a su propio Hijo en semejanza de carne de pecado y en lo concerniente al pecado condenó al pecado en la carne». El Hijo de Dios se hizo hombre sin dejar de ser Dios, de la misma manera que un hombre puede hacerse ingeniero sin dejar de ser hombre. Y así como la Palabra de Dios vive y permanece para siempre (1Pe 1:23), así también el Verbo de Dios, una vez hecho hombre, permanecerá para siempre Dios-Hombre.

(B) La morada que esa carne proporcionó al Verbo: «Y acampó (lit.) entre nosotros». De la misma manera que el Arca de la Alianza, sobre la que reposaba la presencia de Dios (La shekinah, cuyo parecido con el eskénosen de Jua 1:14 es notable) velaba dicha presencia al mismo tiempo que la revelaba, así también el Immanuel o «Dios con nosotros», plantó también su tienda de campaña en medio de nosotros, haciéndose compañero nuestro de peregrinación por el desierto de esta vida, para nacer, trabajar, sufrir y morir con nosotros y por nosotros. Habitó entre nosotros, gusanos miserables que nos habíamos rebelado contra Dios. Y así como los judíos debían ir a la puerta del tabernáculo para implorar desde allí la bendición y la propiciación de Dios, así nosotros podemos acercarnos con toda confianza al trono de la gracia (Heb 4:16), una vez que nuestro gran sumo sacerdote hizo propiciación por nosotros en la Cruz.

(C) Los rayos de gloria que se filtraron a través del velo de esa carne: «Y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad». El Sol es fuente de luz, incluso cuando está cubierto por las nubes o eclipsado. Así tambien Cristo, aun velado por la carne humana, era el resplandor de la gloria del Padre (Heb 1:3). Y hubo algunos que, en este mundo, vieron a través de ese velo:

(a) ¿Quiénes fueron los testigos de esta gloria? Vimos, nosotros, Su gloria. Otros hombres descubren sus debilidades a los más íntimos, pero Cristo descubrió Su gloria precisamente a los más íntimos. Ellos vieron Su gloria, mientras que otros sólo veían el velo de Su carne.

(b) ¿Qué evidencia tuvieron de ello? Vimos; no nos lo contaron, sino que fuimos testigos de primera mano, testigos oculares. El verbo griego (el mismo de 1Jn 1:1) indica una visión fija y atenta. No cabe duda de que Juan hace aquí particular referencia a la gloria de la Transfiguración del Señor (de la que fue testigo privilegiado, con su hermano Jacobo y con Pedro comp. con 2Pe 1:17-18 ).

(c) ¿Qué calidad tuvo esa gloria? «… como del unigénito del Padre». La gloria del Verbo hecho carne era la que competía únicamente al Hijo Unigénito del Padre y no podía ser otra. Los creyentes son hijos de Dios por el favor especial de adopción y la gracia especial de la regeneración; son, de algún modo, copartícipes de la naturaleza divina (v. 2Pe 1:4), pero Cristo es de la misma naturaleza que el Padre, consustancial al Padre. Ésa era la gloria que manifestó cuando habitó entre nosotros.

(d) ¿Qué beneficio obtuvieron aquellos entre quienes el Verbo hecho carne acampó? En el tabernáculo del Antiguo Pacto, estaba la Ley; en éste, está la gracia; en el tabernáculo, todo era tipo y figura; en Cristo está la verdadera realidad, pues Él estuvo entre nosotros «lleno de gracia y de verdad», las dos grandes cosas de las que más necesita el hombre caído. Él estaba lleno de gracia y por tanto, cualificado para interceder por nosotros; lleno de verdad y, por tanto, cualificado para enseñarnos. Tenía la plenitud del conocimiento y la plenitud de la compasión.

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