Juan 20:11 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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I. Vemos en esta porción la constancia y el fervor del afecto que María Magdalena profesaba al Señor (v. Jua 20:11).

1. Se quedó en el sepulcro después que Pedro y Juan se habían marchado, porque allí habían puesto a su Maestro. Esta buena mujer, aunque pensaba que le había perdido, no quería retirarse del sepulcro y continuaba con el mismo amor, incluso cuando no disfrutaba del consuelo que ese amor le había proporcionado antes.

2. Se quedó allí «llorando junto al sepulcro» (v. Jua 20:11). Sus lágrimas hablaban muy alto del amor que tenía a su Señor y Maestro. Quienes han perdido a Cristo tienen graves motivos para llorar pero los que buscan a Cristo y no le hallan deben llorar, no por Él sino por sí mismos.

3. «Mientras lloraba, se inclinó para mirar dentro del sepulcro» (v. Jua 20:11). Cuando buscamos algo que creemos haber perdido y es para nosotros de gran valor, buscamos y rebuscamos una y otra vez en el lugar donde últimamente lo teníamos y esperábamos encontrarlo. El llorar no nos ha de impedir el buscar. Aunque María lloraba, se inclinó para mirar.

II. La visión que tuvo de los ángeles en el sepulcro (v. Jua 20:12).

1. Descripción de las personas que vio. Eran «dos ángeles con vestiduras blancas, que estaban sentados el uno a la cabecera, y el otro a los pies, donde el cuerpo de Jesús había sido colocado». Aquí se nos declara:

(A) Su naturaleza: Eran ángeles, mensajeros del Cielo, enviados con un propósito: Honrar al Hijo. Ahora que el Hijo de Dios iba a ser manifestado en el mundo (no a todos sino a los testigos escogidos por Él, v. Hch 10:40-41), los ángeles tenían el encargo de atenderle y servirle, como lo hicieron cuando nació. También eran enviados a consolar y confortar a los discípulos, y al darles la noticia de que el Señor había resucitado, los disponían y preparaban para verlo.

(B) Su número: Eran ahora dos, no una multitud del ejército celestial (v. Luc 2:13). La multitud apareció para publicar las alabanzas de Dios, pero estos dos eran suficientes para dar testimonio (comp. con Núm 35:30; Deu 17:6; Deu 19:15; Mat 18:16; Jua 8:17; 2Co 13:1; Heb 10:28).

(C) Su vestimenta: Iban vestidos de blanco, color que simboliza pureza y santidad, también paz, verdadera o falsa, y victoria (comp. Apo 6:2, con toda probabilidad el Anticristo, con Apo 19:11, con toda seguridad el Señor Jesucristo). También los creyentes cuando estén glorificados, serán como ángeles (v. Mat 22:30; Mar 12:25; Luc 20:36), e irán vestidos (lit. cubiertos) de ropas blancas (Apo 7:14).

(D) Su postura y ubicación: Estaban sentados dentro del sepulcro, para enseñarnos a no temerle, ya que, para el creyente, el sepulcro no está fuera del camino que lleva al Cielo. Estos seres angélicos, al tomar posesión del sepulcro del Señor, habían asustado y ahuyentado a los soldados de la guardia, y representaban la victoria de Cristo sobre el poder de las tinieblas. El estar sentados el uno frente al otro, uno a la cabecera, otro a los pies del sepulcro, puede recordarnos también a los querubines, situados a ambos lados del propiciatorio, el uno frente al otro para cubrirlo con sus alas. Cristo crucificado fue el gran propiciatorio, más aún, la propiciación en persona (v. 1Jn 2:2), y a ambos lados de Él vemos estos dos ángeles, no con espadas flameantes para impedirnos el acceso al árbol de la vida (v. Gén 3:24), sino como mensajeros acogedores que nos dirigen hacia el verdadero árbol de la vida.

2. La pregunta, llena de compasión, que dirigen a María Magdalena: «mujer, ¿por qué lloras?» (v. Jua 20:13). Como si dijesen: ¿Por qué lloras, precisamente cuando tienes tantos motivos para regocijarte? ¿Cuántos raudales de lágrimas podríamos evitarnos o hacer que se secaran en seguida, si investigáramos con serenidad cuál es la causa de nuestros pesares. Con esta pregunta, mostraban también los ángeles el interés que tienen en los problemas y las penas de los creyentes (v. Heb 1:14). Esto debería enseñarnos a compartir mutuamente las penas y las alegrías (Rom 12:15). Le preguntan los ángeles a María, únicamente para tomar de ahí ocasión de informarle de lo que había de trocar en alegría su pesar.

3. La melancólica respuesta de ella: «Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto» (v. Jua 20:13). Vemos:

(A) La debilidad de su fe. Muchas veces nos turbamos con dificultades imaginarias, cuando la fe nos debiera hacer verlas como verdaderas ventajas.

(B) La fortaleza de su amor. A María Magdalena no la distraen de su anhelante búsqueda ni la sorpresa de la visión de los ángeles ni el honor que esta visión supone para ella. Ella sigue con su tema favorito, como un arpa que da siempre la misma nota: «Se han llevado a mi Señor». Ni la visión ni la sonrisa de los ángeles le bastan a quien busca afanosamente la visión de Cristo y la sonrisa de Dios en Él. Al contrario, la visión de los ángeles no es para ella sino una oportunidad para proseguir su búsqueda del Señor. Los ángeles le habían preguntado: «¿Por qué lloras?» Ella viene a responder: «Tengo grande y grave motivo para llorar, porque se han llevado a mi Señor». Solamente la persona que ha disfrutado anteriormente de los consuelos del amor de Dios y los ha perdido después, ya sea por culpa propia, ya sea porque Dios la está purificando, y la hace pasar por la «noche oscura» de que habla Juan de la Cruz, sabe por experiencia lo que es la soledad y la amargura de un alma que se siente desolada sin el consuelo sensible de la presencia del Señor.

4. Conviene, antes de pasar adelante, hacerse aquí la pregunta: ¿Por qué se aparecieron estos ángeles a María Magdalena y a las otras mujeres, y no a Pedro y a Juan? Hay quienes opinan que la fe de las mujeres era más débil, y por eso necesitaba de esta especie de refuerzo. Pero, como hace notar Hendriksen, el texto sagrado apunta en dirección contraria, pues el mensaje que los ángeles llevaron a estas mujeres (comp. Jua 20:13 con Mat 28:5-7) parece más bien una recompensa al singular ministerio de amor y servicio al Señor al que estas mujeres se habían dedicado (v. Luc 8:2-3). En último término, no podemos dar una respuesta categórica a dicha pregunta. También se ha especulado sobre la ausencia, en el texto sagrado, de toda referencia a una aparición de Cristo a su madre después de su resurrección. La razón podría ser, según unos exegetas, que María no la necesitaba, porque su fe no requería esta evidencia (comp. con Luc 1:45, a la vista de Jua 20:29). Otros opinan que los evangelistas no mencionan esta visita del Señor a su madre, porque se da por supuesta, incluso antes que a cualquier otra persona.

III. Cristo se aparece a María Magdalena mientras ésta habla con los ángeles (vv. Jua 20:14-17). Antes de que los ángeles replicaran a la melancólica respuesta de María, el Señor mismo entra en escena. Pronto va a saber dónde está su Señor, pues no está lejos de ella. Quienes deseen contentarse con una mirada a Cristo no se verán defraudados en su deseo, porque cuando Cristo se manifiesta a los que le buscan, les remunera al superar la expectación de ellos. María suspira por ver el cadáver del Señor, y he aquí que lo tiene a su vera vivo. Así es como el Señor responde las oraciones de los suyos, pues es «poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o pensamos» (Efe 3:20). Analicemos en detalle esta porción.

1. Al principio, Jesús se mantuvo oculto a los ojos de María.

(A) Estaba allí como una persona corriente, y así es como ella lo vio (v. Jua 20:14): «Dicho esto, se volvió y vio a Jesús que estaba allí; mas no sabía que era Jesús». De nuevo se preguntan los exegetas: ¿Qué es lo que hizo a María volverse? Después de todo, sólo Dios conoce la respuesta. Pero Hendriksen menciona las siguientes opiniones: (a) Porque Jesús se apareció repentinamente y los ángeles, al verlo, se postraron en adoración, lo que hizo que María se volviera para ver cuál era la causa de este gesto. (b) Porque los ángeles, al ver a Jesús, apuntaron hacia Él, y dieron a entender a María que no debería seguir mirando al sepulcro, sino en dirección contraria. (c) Porque María sintió los pasos de alguien que se acercaba. (d) Porque los ángeles desaparecieron súbitamente de la vista. Como dice Hendriksen: «No plugo al Señor indicarnos la respuesta». Después de todo, es un detalle sin importancia. La aplicación práctica es que, como dice David: «Cercano está Jehová a los quebrantados de corazón» (Sal 34:18); más cerca de lo que ellos se imaginan. Quienes buscan a Cristo, aunque no le vean, pueden estar seguros de que no está lejos de ellos. Pero, si le buscan diligentemente pondrán todos los medios posibles para hallarle. María «se volvió», como si se espera nuevos descubrimientos; en último término, fue su ardiente deseo de encontrar a Jesús lo que la hizo volverse a todos los lados. «Mas no sabía que era Jesús». Cristo puede estar muchas veces cerca de los suyos sin que éstos se den cuenta. También está en los suyos (v. Mat 25:40, Mat 25:45; Hch 9:5), y en ellos quiere también que se le vea y se le atienda y asista.

(B) Jesús le hizo una pregunta corriente, a la que ella contestó de una forma que mostraba su gran amor, a la vez que su falta de conocimiento (v. Jua 20:15).

(a) La pregunta que Jesús le hizo fue la que cualquiera otra persona le habría hecho: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?» Por lo que se ve, éstas fueron las primeras palabras que habló Jesús después de su resurrección. Por aquí se echa de ver que el Señor toma nota: 1) Del dolor, la pena y la tristeza de los suyos: «¿Por qué lloras?» 2) De los problemas y preocupaciones de los suyos: «¿A quién buscas?» Aunque sepa de antemano que le buscan a Él, quiere saberlo de labios de ellos.

(b) La respuesta que María le dio «Ella, pensando que era el hortelano, le dijo: Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo lo llevaré». Aquí vemos: Primero, su incapacidad para reconocer al Señor. Supuso que era el hortelano, pues no le cabía en la cabeza que Jesús hubiese resucitado y, al hallar a un hombre en un huerto, creyó que era el hortelano. Quizá, como vemos en Mar 16:12; Luc 24:16, su figura era distinta (comp. con Mar 9:3) de la que tenía antes de morir (v. también 1Co 15:35-44). Además, los espíritus turbados por la oscuridad de la tristeza y de la preocupación son propensos a no reconocer la presencia del Señor. Segundo, la grandeza de su afecto al Señor. Su ánimo está tan embebido en la búsqueda de Cristo como su única preocupación, que supone que los demás saben a quién se refiere cuando dice: «Señor, si tú lo has llevado», como si un jardinero corriente estuviese pensando en la misma persona por la que ella preguntaba. Este mismo gran afecto que profesaba a Jesús hace que no se percate del esfuerzo y del peligro que para ella habría de suponer cargar con el cadáver de Jesús y llevárselo luego un largo trecho. Una mujer no habría tenido fuerza suficiente para ello. Pero el amor verdadero no cede ante las dificultades ni se percata de la falta de fuerzas físicas, pues está siempre presto a sacar fuerzas de flaqueza cuando se trata de conseguir el objeto de su afán. Cristo no necesita quedarse donde se le mira como a una carga (v. Luc 8:37).

2. Al llegar a este punto, Jesús se manifiesta a María Magdalena, dándole pruebas infalibles de su resurrección (vv. Jua 20:16-17). Veamos:

(A) En qué forma descubrió Jesús su identidad a María: «Jesús le dijo: ¡María!» Sólo una palabra, pero no en la forma ordinaria de un hortelano, como antes, sino con el tono especial con que Jesús solía llamarla por su nombre, en la forma familiar que sólo una persona, Cristo, podía llamarla. «Sus ovejas conocen su voz» (Jua 10:4). Como ya hemos notado en otro lugar, así como la masculinidad se muestra en el ver (comp. Jua 5:19), al ser para un hombre un documento escrito más fehaciente que cien mil palabras, la femineidad, en cambio, se muestra mejor en el oír (comp. con Jua 16:13, ya que el Espíritu Santo representa, en cierto modo, el lado femenino de la Deidad); por eso, una palabra de afecto al oído de una mujer es más apreciada que cien mil documentos. Con esta sola palabra, la oscuridad en el ánimo de María se convirtió en luz meridiana como cuando los terrores de los discípulos se serenaban inmediatamente que el Señor decía: «Yo soy» (Mat 14:27; Mar 6:50; Jua 6:20).

(B) Al oír la voz del Maestro que, con aquel tono peculiar, la llamaba por su nombre, María se volvió rápidamente y le dijo: «¡Rabuní! (que quiere decir, Maestro)». Juan traduce, en el paréntesis del propio texto sagrado, para sus lectores no judíos, el sentido del arameo «Rabuní»; y lo hace escuetamente, pues, en realidad significa «Maestro mío». Además, el término no es Rabí, aplicable a cualquier maestro judío, sino al Rabón o Rabán: «Gran Maestro» o «Gran Rabí», título que sólo a muy pocos rabinos se daba (entre ellos, a Gamaliel I y Gamaliel II). Como hace notar Hendriksen, dicho título se usaba con frecuencia en referencia al mismo Dios. Este respeto que María muestra al Señor al llamarle de este modo nos enseña que, a pesar de la íntima comunión que tengamos con Cristo, y del libre acceso al trono de la gracia (Heb 4:16), no hemos de olvidar que Él es nuestro Gran Maestro y Señor Soberano; nuestro amor a Él ha de ir de la mano con el máximo respeto. Notemos también con qué rapidez se volvió María al oír la voz de Jesús, sin preocuparse más de los ángeles. Del mismo modo hemos de retirar nosotros la vista de toda criatura, aun de la mejor y más brillante, para poner nuestros ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe (Heb 12:2). Cuando pensó que era el hortelano, María tenía la vista retirada de Él, como lo denota el texto; pero, en cuanto Jesús la llamó por su nombre, volvió los ojos, «volviéndose ella», hacia Jesús.

(C) Las ulteriores instrucciones que Cristo le dio: «Jesús le dijo: Suéltame (lit. no continúes asiéndome), porque aún no he subido a mi Padre» (v. Jua 20:17). Estas frases de Jesús han causado muchos quebraderos de cabeza a los comentaristas (quien desee ver la mayoría de las interpretaciones, consulte el comentario de Ryle. Nota del traductor). Gran parte de la confusión es originada por una mala traducción del primer verbo en el sentido de: «No me toques», lo cual está en abierta contradicción con Mat 28:9 y Jua 20:27. El verbo significa más bien «asir» que «tocar», y éste es su sentido también en lugares como Col 2:21Col 2:21; 1Jn 5:18 (también el del derivado aphé en Efe 4:16; Col 2:19). Además, y esto es lo más importante para huir de tal confusión, es que el verbo está en presente de imperativo, el cual indica una acción continuada, lo que supone que María estaba ya asida a los pies de Jesús. La frase siguiente: «porque aún no he subido al Padre» sólo admite dos interpretaciones realmente congruentes: (a) «porque todavía quedan cuarenta días hasta mi ascensión a los cielos y, por tanto, tendrás tiempo de verme y tocarme; ahora, ve a mis hermanos …»; (b) «porque todavía no es el tiempo de conceder especiales favores, mientras no haya ascendido al cielo y os envíe el Espíritu Santo, o vuelva yo mismo a llevaros conmigo». De estas dos interpretaciones (nota del traductor), tengo por más probable la primera. En vez de seguir asida a los pies de Jesús, María debe ir a comunicar el mensaje de la resurrección: «mas ve a mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios» (v. Jua 20:17). Nótese cómo, en Juan, el mensaje de la resurrección va ligado al de la ascensión, e incluso (v. Jua 20:22) al del descenso del Espíritu en Pentecostés, ya que todo ello forma parte del llamado «misterio pascual». Esto es lo más importante; y, por eso, María debe ahora dar de lado a su devoción personal y comprometerse en la obra de testificar del Señor (Hch 1:8). Nótense algunos detalles dignos de particular consideración:

(a) La forma en que Jesús alude a sus discípulos: «ve a mis hermanos». Cuando estaba a punto de entrar en la gloria del Padre llama «hermanos» a sus discípulos; antes les había llamado «siervos» (Luc 17:10); después les llamó «amigos» (Jua 15:15); ahora les llama «hermanos» por primera vez. Cristo es alto, pero no es altivo; a pesar de su altísima elevación, no desdeña en abajarse a la condición de sus pobres discípulos. No los había visto juntos desde que «todos le abandonaron y huyeron» (Mar 14:50) cuando fue arrestado en el huerto de Getsemaní. Pero Él perdona, olvida y no les echa en cara esto.

(b) Quién era la persona que llevaba el mensaje, como primer testigo de la resurrección de Cristo: «María Magdalena, de la que habían salido siete demonios» (Luc 8:2). Ésta era su recompensa por la gran constancia y el sincero afecto con que se adhirió al Maestro, pues se convirtió así en apóstol de los Apóstoles. Podrá extrañar a muchos el que Pablo no la mencione (ni a las otras mujeres) en 1Co 15:5-8, pero ha de tenerse en cuenta que, en aquel tiempo, las mujeres no eran consideradas como testigos válidos ante un tribunal; por ello, sin duda, Pablo se abstiene de nombrarlas.

(c) Cuál es el mensaje que llevó a los Apóstoles: «Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios». Aquí es de notar:

Primero, el consuelo inefable que nos proporciona esta relación íntima con Dios, como resultado de nuestra unión con Jesús: Por ser Él «el primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8:29, comp. con Heb 2:11-18), tenemos un Padre común: el Padre de Jesús es nuestro Padre, y el Dios de Jesús es nuestro Dios. Aunque Jesucristo es Dios como el Padre, es también hombre como nosotros; por eso, Pablo puede hablar del Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo (2Co 1:3; Efe 1:3). Dios es Dios y Padre del Redentor, para sostenerle, a fin de ser también el Dios y Padre de los redimidos. Fue gran condescendencia de parte de Jesús el reconocer como Dios y Padre de los creyentes al que es su propio Padre.

Segundo, que, aunque es cierto que el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo es también nuestro Dios y Padre y, por eso, podemos acudir a Él diciéndole: «¡Abbá, Padre!», y éste es el sentido primordial de las expresiones de Jesús en el versículo que comentamos, no se puede olvidar que nuestra relación con el Padre no es la misma que la de Jesús, puesto que Él es el Hijo Unigénito por naturaleza, el Hijo propio (Rom 8:32, comp. con Gál 4:4), mientras que nosotros lo somos por adopción (Rom 8:15), aun cuando esta adopción no es como la adopción legal de los hombres, la cual se establece meramente por medio de un documento, sino que de una manera real, misteriosa, somos nacidos de Dios (Jua 1:13, comp. con Jua 3:3-8; 1Pe 1:23). Esta diferencia entre la filiación natural de Jesús y la adoptiva nuestra se echa de ver, no sólo en el presente versículo, sino también por el hecho de que Jesús, al aludir a Dios, siempre dice «vuestro Padre», sin incluirse Él en el adjetivo posesivo. Únicamente, al enseñar a sus discípulos a orar, les dice: «Vosotros, pues, oraréis así: Padre nuestro …» (Mat 6:9). «Cuando oréis, decid: Padre nuestro …» (Luc 11:2). Él no se incluye, pues dice: «Vosotros …».

Tercero, que también nos es de gran consuelo la ascensión de Jesús a los cielos, como lo fue para los discípulos cuando María les llevó el mensaje de Jesús: «Subo a mi Padre». En Luc 24:52 leemos, en efecto que, inmediatamente después de la ascensión de Jesús a los cielos «ellos, después de haberle adorado, se volvieron a Jerusalén con gran gozo». Este mensaje de la ascensión comportaba: (i) Una advertencia para estos discípulos, de que no habían de esperar que la presencia corporal de Jesús continuase en la tierra. Así también, los que son resucitados a la vida espiritual, han de percatarse de que son resucitados para ascender, no deben pensar que este mundo ha de ser su residencia y su reposo, sino que, al haber nacido de arriba, tienen arriba su patria, por eso, hemos de poner nuestra mira en las cosas de arriba (Col 3:1-3), por cuanto hemos sido resucitados y ascendidos legalmente, posicionalmente, juntamente con Cristo (Efe 2:6). (ii) Un consuelo para estos mismos discípulos, y para todos los que hemos creído en Él por la palabra de ellos (Jua 17:20). Cuando dice que sube al Padre, que es su Padre y nuestro Padre, lo dice con aire de triunfo, para que se regocijen los que le aman, pues sube allá como nuestro Precursor (comp. con Jua 14:2-3). Nos va a preparar un lugar y estará presto para darnos la bienvenida cuando lleguemos allá.

IV. María Magdalena comunicó fielmente a los discípulos el mensaje que le dio el Señor: «Fue entonces María Magdalena para dar a los discípulos las nuevas de que había visto al Señor y que Él le había dicho estas cosas» (v. Jua 20:18). Pedro y Juan la habían dejado junto al sepulcro (o se habían ya marchado cuando ella llegó, como es más probable), mientras ella se quedaba allí llorando (v. Jua 20:11); no se quedaron allí aguardando como lo hizo ella. Así que ella, al buscar un cadáver, se encontró con un cuerpo vivo y glorificado; halló, pues, mucho más de lo que buscaba, y tuvo el gozo de ver al Maestro y conversar con Él. Cuando Dios nos consuela es con objeto de que nosotros, por nuestra parte, consolemos a otros (comp. con 2Co 1:3-7). María comunicó a los discípulos lo que había visto y lo que había oído: «que Él le había dicho estas cosas» para que las comunicase a ellos.

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