Juan 20:19 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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La prueba infalible de la resurrección de Cristo es que «se presentó vivo» (Hch 1:3). En la presente porción, tenemos un informe de la primera aparición de Jesús resucitado el mismo día en que resucitó, al grupo de los Apóstoles, estando ausente Tomás. A renglón seguido, Juan nos refiere la incredulidad de Tomás, cuando los otros diez le contaron la aparición de Jesús. Ya les había enviado Jesús, por medio de María Magdalena, las nuevas de su resurrección, pero quiso venir Él en persona, a fin de confirmar la fe de ellos y para que pudiesen ser testigos de vista, de primera mano, del fundamental hecho de su resurrección. Observemos:

I. Cuándo y dónde se llevó a cabo esta aparición de Jesús: «Al atardecer de aquel mismo día, el primero de la semana» (v. Jua 20:19). Hay, a mi modo de ver, tres ordenanzas secundarias, por llamarlas así instituidas por el Señor Jesús para que se observen en su Iglesia. El domingo, comúnmente llamado «Día del Señor» (sin base bíblica. Nota del traductor), la reunión en asamblea, y el ministerio específico. La mentalidad de Cristo acerca de cada una de estas tres ordenanzas nos es indicada claramente en estos versículos; de las dos primeras, aquí, en las circunstancias de su aparición; de la tercera, en el versículo Jua 20:21.

1. Tenemos primero el sábado cristiano, observado por los discípulos y reconocido por el Señor Jesús. La primera visita que Jesús hizo a sus discípulos fue en el primer día de la semana. Y este primer día de la semana es el único día, de la semana, del mes o del año, que es mencionado numéricamente en todo el Nuevo Testamento, según creo; y de él se habla varias veces como día que era observado religiosamente. En efecto, el mismo Señor bendijo y santificó este día con una «nueva creación» (v. 2Co 5:17), a semejanza de la primera creación, que también comenzó en domingo (v. Gén 1:5), ya que al siguiente día se le llama «segundo» (Gén 1:8), es decir, el lunes.

2. Tenemos igualmente una primera asamblea cristiana (aunque la Iglesia nació oficialmente el día de Pentecostés), solemnizada por los Apóstoles, y reconocida también por el Señor Jesús. Es probable que los discípulos estuviesen reunidos allí en grupo para orar juntos y, quizás, para algunas otras prácticas religiosas; en especial, para intercambiar ideas, fortalecerse mutuamente las manos y acordar las medidas oportunas que debían tomarse en la presente crítica situación. Esta reunión era privada, porque no se atrevían a presentarse en público. Estaban reunidos en una casa, pero con las puertas cerradas, para que no les viesen juntos y para que sólo los bien conocidos pudiesen entrar con ellos, pues tenían miedo a los judíos. Estas ovejas habían sido dispersadas, al ser herido el Pastor (v. Mat 26:31; Mar 14:27). Pero la oveja es un animal sociable y, pasada la tormenta, la «manada pequeña» (Luc 12:32) volverá a reunirse. No es cosa nueva el que las reuniones de los discípulos de Cristo sean llevadas a un rincón o tengan que celebrarse en el desierto. El pueblo de Dios se ha visto obligado con frecuencia a encerrarse en aposentos, como aquí, por miedo a las autoridades.

II. Lo que se llevó a cabo y se dijo en esta visita que Cristo hizo a sus discípulos. Cuando estaban reunidos, Cristo se presentó en medio de ellos, con lo que cumplió así físicamente lo que, en sentido espiritual, había anunciado en Mat 18:20. Aparte de las inadmisibles explicaciones que ofrecen los teólogos liberales, no podemos aceptar tampoco la opinión de Lutero y sus más inmediatos secuaces (p. ej., Lenski) de que la naturaleza humana de Cristo está en todas partes, y que sólo necesitaba hacerse visible, pues, como hace notar W. Hendriksen, el texto sagrado dice claramente que «vino Jesús y se puso en medio», lo cual indica que entró, a pesar de que estaban las puertas cerradas. Eso no ha de extrañarnos si consideramos que el cuerpo resucitado y glorioso no está sujeto a las leyes de la gravedad y de la impenetrabilidad (v. 1Co 15:42-44). Al conocer la estructura atómica de la materia, nos resulta hoy más fácil todavía entender la posibilidad sobrenatural de penetración a través de espacios cerrados. Es un gran consuelo para los discípulos de Cristo, cuando sus reuniones tienen que celebrarse en privado, que no hay cerraduras que puedan impedir la presencia del Señor Jesús en medio de ellos. En esta aparición del Señor, podemos considerar cinco cosas:

1. Su amable y familiar saludo a los discípulos: «Les dijo: Paz a vosotros». La frase era común saludo entre los judíos, pero ahora adquiría un relieve peculiar; ahora significaba verdaderamente: «La paz, mi paz (Jua 14:27), sea con vosotros: Toda clase de bienes, siempre y en todo». Este es el legado que Cristo les había dejado en su gran despedida del Aposento Alto, y aquí comienza a pagarles el legado que había prometido: Paz con Dios, paz en vuestra conciencia, paz unos con otros; toda clase de paz verdadera; no la paz con el mundo o del mundo, sino la paz de Cristo y en Cristo. Su repentina presentación en medio de ellos, no pudo menos de causarles algún susto o, incluso, consternación; pero, como otrora a las olas del mar de Galilea, así también ahora calma pronto el miedo de ellos con esta sola frase: «Paz a vosotros».

2. La clara e innegable manifestación que de sí mismo les hizo: «Y, dicho esto, les mostró las manos y el costado» (v. Jua 20:20). Obsérvese:

(A) El método que empleó para convencerles de la realidad de su resurrección. Nadie podía desear una prueba más fuerte que las marcas o cicatrices abiertas de las heridas de su cuerpo. Estas marcas quedaron en su cuerpo después de su resurrección como pruebas irrefutables de ella y para ser garantía de su intercesión en el Cielo a nuestro favor (Heb 7:25). Los conquistadores se glorían en las heridas recibidas en el campo de batalla. Estas heridas mostraban que era el mismo que había derrotado al demonio, al pecado y a la muerte en la Cruz del Calvario, y por eso resucitaba con ellas, para que dieran en la tierra testimonio de su resurrección así como en el Cielo habían de ser garantía de intercesión luego que hubiese subido allá. Con la vista de estas marcas, los discípulos podían quedar plenamente convencidos, al tener la satisfacción de verle, no sólo con el mismo rostro, y de oírle con su misma voz, sino también con esta singular identificación debida a las heridas producidas por los clavos y la lanza del soldado; por eso les mostró las manos y el costado. El Redentor exaltado por encima de todo (Efe 4:10; Flp 2:9-11) quedó así, para siempre, con las manos y el corazón abiertos a todos sus fieles amigos y seguidores.

(B) La impresión que produjo en ellos. Quedaron convencidos de haber visto al Señor; su fe quedó robustecida. Así les pasa a muchos creyentes que, mientras eran débiles, temían que sus consuelos fuesen imaginarios, pero después se percatan, con la gracia que fortalece, de que eran reales y sustanciales: «Y los discípulos se regocijaron viendo al Señor». El evangelista, que estaba presente, parece escribirlo con cierto aire de triunfo y alegría. Como si dijese: «¡Entonces, entonces, se alegraron los discípulos, cuando vieron al Señor!» ¡Cómo revivirían los corazones al oír que Jesús estaba vivo de nuevo! Mucho más les alegraría el verle entre ellos. También para ellos era como «vida de entre los muertos» (comp. con Rom 11:15). Ahora se cumplía lo que les había dicho Jesús hacía escasamente tres días: «Os volveré a ver y se gozará vuestro corazón» (Jua 16:22). Esto bastó para enjugar toda lágrima de los ojos de ellos.

3. La comisión que les encargó para ser sus agentes en la plantación de la Iglesia (v. Jua 20:21), donde vemos:

(A) El prólogo a tal comisión, el cual consistió en la repetición del saludo anterior: «Entonces Jesús les dijo otra vez: Paz a vosotros». La primera vez, dicho saludo tenía por objeto acallar el tumulto de los temores de ellos, a fin de que con toda calma, pudieran comprobar la realidad de su resurrección; esta segunda vez, tenía por objeto reducir los transportes de júbilo de ellos a fin de que, también con toda calma, pudiesen escuchar la comisión que les iba a dar. Y, para animarles a aceptar el encargo que les encomendaba, les imparte de nuevo su paz. Cristo estaba ahora para enviar a sus discípulos a proclamar paz por todo el mundo y, por eso, no sólo la imparte a ellos, sino que los hace depositarios de ella, a fin de que la confieran también a otros.

(B) La comisión misma: «Como me envió el Padre, así también yo os envío». Es fácil de entender cómo los envió Cristo a ellos: les encargó que continuaran en el mundo la obra de Él, autorizándoles con una garantía divina, armados de un poder divino (comp. con Hch 1:5, Hch 1:8). Por eso fueron llamados Apóstoles, que quiere decir enviados. Pero cómo les envió Cristo de la misma manera que el Padre le había enviado a Él, ya no se entiende tan fácilmente, pues ciertamente la comisión y los poderes que ellos recibían eran infinitamente inferiores a los de Él. Sin embargo:

(a) La obra que ellos iban a llevar a cabo era del mismo género que la de Él, y ellos habían de tomar el relevo donde Él lo había dejado (comp. con Col 1:24). Así como Él había sido enviado «para dar testimonio de la verdad» (Jua 18:37), también ellos; no para ser mediadores de la reconciliación, sino sólo proclamadores del mensaje de la reconciliación (v. 2Co 5:18-20). Así como el Padre le había enviado a Él «a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mat 15:24), así Él los enviaba a todo el mundo.

(b) Él tenía poder para enviarles a ellos, un poder igual al del Padre al enviarle a Él. Con la misma autoridad con que el Padre le había enviado, los enviaba Él a ellos. Así como Él tenía autoridad incontrovertible y capacidad irresistible para su obra, así ellos la tenían, siempre en sumisión a la Palabra y bajo la guía del Espíritu Santo, para llevar adelante la misma obra. «Como me envió el Padre»; en virtud de la autoridad que le había sido conferida como a Mediador, les confería Él la misma autoridad para obrar en nombre de Él y por su causa, de forma que quienes recibiesen o rechazasen el mensaje de ellos, recibían o rechazaban el mensaje de Jesús (Jua 13:20, comp. con Mat 10:40; Luc 10:16), y al recibir o rechazar a Jesús, recibían o rechazaban también al Padre.

4. La forma en que los capacitó para cumplir con su comisión: «Y habiendo dicho esto, sopló y les dijo: Recibid el Espíritu Santo» (v. Jua 20:22). Notemos:

(A) La señal que usó: «Sopló» sobre ellos; no sólo para mostrarles, mediante este soplo de vida, que Él mismo estaba vivo (comp. con Gén 2:7), sino también para darles a entender la vida y el poder espirituales que habían de recibir de Él. Así como el aliento del Altísimo dio vida al primer hombre y comenzó el antiguo mundo, así también el aliento del poderoso Salvador dio vida a sus ministros y comenzó un nuevo mundo. El Espíritu es aliento de Cristo (v. Rom 8:9 «el Espíritu de Cristo»), pues procede de Él, así como del Padre (v. Jua 15:26). El aliento de Dios simboliza el poder de su ira (v. p. ej., Isa 11:4; Isa 30:28, comp. con 2Ts 2:8), pero el aliento de Cristo simboliza el poder de su gracia; así que el respirar amenazas (comp. con Hch 9:1) se cambia en respirar amor en virtud de la mediación de Cristo. El Espíritu es el don de Cristo (Jua 4:10). Los Apóstoles comunicaban el don del Espíritu Santo mediante la imposición de manos (v. p. ej., Hch 8:17-18), porque sólo lo podían dar como mensajeros transmisores, pero Cristo confería el Espíritu Santo mediante el aliento de su boca, porque era el autor del don. (B) La solemne donación que les hizo: «Recibid el Espíritu Santo». Donde vemos que:

(a) Cristo les ofrece aquí seguridad de la ayuda que el Espíritu Santo les ha de prestar en su futura obra; como diciéndoles: «Yo os envío, y tendréis el Espíritu para que os acompañe en todo el camino». A quienes Cristo usa, también los reviste de su Espíritu y los equipa con todos los poderes necesarios.

(b) También les confiere una experiencia del influjo del Espíritu Santo en el presente caso. Les había mostrado las manos y el costado para convencerles de la verdad de la resurrección. Ahora es como si les dijera: «Recibid el Espíritu Santo, para que obre en vosotros la fe». Estarían expuestos ahora a la furia de los judíos; necesitaban, pues, el poder del Espíritu Santo para darles el «hablar con denuedo la palabra de Dios» (Hch 4:31). Y lo que Cristo dijo a los Apóstoles, lo dice a todos los creyentes: «Recibid el Espíritu Santo» (v. p. ej., Hch 19:2; Gál 3:2).

5. Cristo les concede explícitamente autoridad para readmitir en la comunión eclesial y para excluir de tal comunión, en las palabras siguientes: «A quienes remitiereis los pecados, les son remitidos; y a quienes se los retuviereis, les quedan retenidos» (v. Jua 20:23). Como es sabido, en este versículo apoya la Iglesia de Roma su doctrina sobre la absolución de los pecados en el llamado «sacramento de la Penitencia». Cuando se compara este lugar con Mat 16:19 y Mat 18:18, se advierte que ésta viene a ser, en Juan, la misma concesión que aparece en Mateo, y puede darse como seguro que aquí se trata del ejercicio de la disciplina en la iglesia local; mediante esa disciplina (comp. con 1Co 5:4-5) la congregación, por boca de sus líderes, excluye de la comunión eclesial (no de la comunión interior con Dios mismo) a quienes son notoriamente indignos de ella (v. 1Co 5:11-13; 2Jn 1:10); del mismo modo, tiene autoridad para readmitir en dicha comunión a quienes han dado suficientes pruebas de verdadero arrepentimiento. Gran número de comentaristas evangélicos, por no saber discernir este aspecto en las palabras de Jesús, sacan conclusiones absurdas y tuercen el texto para que no diga lo que ellos temen que diga, ya sea al referir esas palabras a la predicación del mensaje, la cual siempre produce una división en los oyentes, ya sea al traducir «les han sido ya remitidos … les han sido ya retenidos», para dar a entender que el ministro de Dios sólo puede refrendar lo que ha sido hecho en el Cielo. En cuanto a lo primero (nota del traductor), es de advertir que no es el predicador el que retiene los pecados con su mensaje, sino el oyente por no recibir el mensaje. En cuanto a lo segundo, tal traducción no tiene ningún sentido; primero, porque el ministro de Dios no es quién para declarar si los pecados de una persona han sido remitidos o no en el Cielo; segundo, porque una declaración de tal índole resultaría ridícula. El texto, lo mismo que en Mat 16:19; Mat 18:18, habla del ejercicio de una autoridad concedida a la Iglesia, y refrendada por el mismo Dios siempre que la exclusión y readmisión, respectivamente, se lleven a cabo de acuerdo con las normas de la Palabra de Dios y bajo la guía del Espíritu Santo. «Esta autoridad hace notar Hendriksen ha de ejercerse en el espíritu de amor pues tiene por objeto perfeccionar a los santos para la obra del ministerio para la edificación del cuerpo de Cristo (Efe 4:12)». Antes de excluir a un creyente de la comunión eclesial, la iglesia con sus pastores debe agotar todos los recursos; en especial, orar por y con la persona y hasta llorar por y con ella, de forma que prevalezca el amor y no cobre ventaja el diablo. De ahí que se necesite un influjo especial del Espíritu Santo, porque si Él no les concede el don de discernimiento, no estarán equipados para poder ejercer con garantías tal autoridad disciplinaria. Pero, sin embargo, queda encomendada por Cristo con su propia garantía, a fin de que la iglesia y, en especial, los fieles administradores de los misterios de Dios (v. 1Co 4:1-2) se sientan animados, no sólo para proclamar el mensaje que deben predicar sin temor a los hombres y sin acepción de personas, sino también para ejercer debidamente la disciplina, a fin de que el cuerpo de Cristo brille por su pureza tanto como por su fe y su amor, y saber que, si obran como es debido, tendrán el refrendo del Señor, se sentirán alentados y honrados con tal elevado ministerio.

III. La incredulidad de Tomás, que dio ocasión a la segunda aparición del Señor resucitado al grupo de los Apóstoles. Veamos:

1. La ausencia de Tomás en la primera aparición: «Pero Tomás uno de los doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús» (v. Jua 20:24). Aun cuando ahora eran once, se dice que era uno de los doce, como para dar a entender que el colegio apostólico formaba un número cerrado: doce Apóstoles, en representación de las doce tribus de Israel. Faltaba Tomás a la reunión y, con su ausencia, se había privado a sí mismo de la satisfacción y de la alegría de ver en esta ocasión vivo y resucitado al Maestro. Con esto se nos da a entender de alguna manera simbólica que los discípulos de Cristo nunca se hallarán todos juntos hasta que no llegue la asamblea general de que se nos habla en 1Ts 4:17.

2. El informe que los demás discípulos le dieron: «Le dijeron, pues, los otros discípulos: Hemos visto al Señor» (v. Jua 20:25). Parece ser que, aun cuando Tomás no había estado con ellos en esa ocasión, no se había marchado lejos de ellos. Los que se ausentan por algún tiempo de nuestras reuniones, no deben ser considerados «apóstatas». Tomás no es Judas. Puede adivinarse en el texto mismo la exultación de los otros diez discípulos al decir a Tomás: «Hemos visto al Señor». Como si dijeran: «Hemos visto al Señor. ¡Qué lástima que no estuvieses con nosotros cuando Él vino!» Los discípulos de Cristo deben hacer todo lo posible para edificarse mutuamente en la fe cristiana y en el amor que Cristo les dejó como distintivo (Jua 13:34-35), ya sea al repetir a los ausentes lo que han oído ya sea al comunicaro las experiencias espirituales que han tenido. Quienes por fe han visto al Señor y han gustado su benignidad (Sal 34:8; 1Pe 2:3), deberían comunicar a otros lo que Dios ha hecho por ellos, con tal que quede excluida toda jactancia: «El que se gloría, gloríese en el Señor» (1Co 1:31; 2Co 10:17, comp. con Jer 9:23-24).

3. Las objeciones que Tomás puso contra la evidencia: «Él les dijo: Si no veo en sus manos la señal de los clavos, y meto mi dedo en el lugar de los clavos, y meto mi mano en su costado, no creeré en absoluto» (v. Jua 20:25). Tomás expresa aquí una terquedad sin medida. Ya se había caracterizado por su talante pesimista (v. Jua 11:16; Jua 14:5), pero ahora lleva su desconfianza a tal grado, que no sólo no se atiene a lo que el propio Jesús había dicho más de una vez que había de resucitar al tercer día, sino que se negaba a dar crédito al testimonio imparcial, fehaciente, de todos los demás condiscípulos; todos diez daban el mismo testimonio con toda seguridad; sin embargo, él, uno solo, quería ser el único sensato y no se dejaba convencer de que el informe de los demás era verdadero. No es que impugnase la veracidad de sus compañeros, sino su prudencia; temía que fuesen demasiado crédulos. Además, en la forma de hablar, estaba tentando a Jesús, exigiéndole someterse a las pruebas que él estableciese, no las que el Señor se dignase ofrecer; a tal evidencia, la propuesta por él mismo, condicionaba Tomás su fe; no piensa creer en absoluto, a no ser que el Señor se someta a sus caprichos. Hablar de este modo en presencia de los otros diez discípulos era una ofensa desanimadora para ellos. Así como un soldado cobarde contagia a muchos otros con su cobardía, así también un incrédulo o un escéptico contagian a otros. La incredulidad de Tomás, expresada de una manera tan brutal, pudo haber hecho mucho daño a los demás. Sin embargo, como hacen notar ya los escritores eclesiásticos de los primeros siglos, la incredulidad de Tomás sirve para confirmar nuestra fe mucho más que la fe de los otros diez, pues demuestra, una vez más, que los discípulos no estaban inclinados a creer fácilmente en la resurrección del Señor, sino que fueron obligados a ello por la evidencia contundente de los hechos.

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