Juan 3:22 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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I. Ahora se nos refiere la marcha de Jesús, con sus discípulos, «a la tierra de Judea» (v. Jua 3:22). El Señor Jesús, tan pronto como empezó su ministerio público, viajó mucho y se trasladaba con frecuencia de una parte a otra. Se tomó muchas fatigas para hacer el bien a las almas y a los cuerpos. El Sol de justicia recorrió su circuito para difundir su luz y su calor (v. Sal 19:6). No se detuvo por mucho tiempo en Jerusalén. «Pasado esto», es decir, una vez pasada la pascua y su entrevista con Nicodemo, Jesús, en compañía de sus discípulos, probablemente los seis mencionados o aludidos en Jua 1:35-51, abandonó Jerusalén y se encaminó a otra parte de la región de Judea, junto al Jordán, y quizá no lejos de Jericó. No se retiró para estar en privado, sino para ser de mayor utilidad. Su predicación y sus milagros harían, tal vez, más ruido en Jerusalén, la capital de la nación, pero menos bien. «Pasó allí algún tiempo con ellos» (sus discípulos). Quienes estén dispuestos a seguir a Jesús, le hallarán dispuesto a quedarse con ellos. «Y bautizaba». Juan había comenzado a bautizar en la región de Judea (v. Mat 3:1), por tanto Cristo comenzó también allí. Por Jua 4:2, vemos que Jesús mismo no bautizaba, sino sus discípulos; sin duda, bajo su autoridad y en su nombre. Este mismo hecho de bautizar mediante la agencia de sus discípulos confería al bautismo de Jesús un rango superior al del Bautista. En cuanto a la naturaleza de dicho rito bautismal, W. Hendriksen dice que «puede ser considerado como una transición entre el bautismo de Juan y el bautismo cristiano» (v. Mat 28:19) que es ahora una ordenanza perpetua del Señor para su Iglesia a partir de Pentecostés (v. Hch 2:38, Hch 2:41). No hay razón para suponer que los Apóstoles, de los cuales unos habrían sido ya bautizados por Juan, y otros por Jesús mismo, volviesen a ser bautizados el día de Pentecostés, sobre todo a la vista de Jua 13:10 y su contexto explícito e implícito, ya que la ordenanza de conmemorar la Pascua en la Cena del Señor supone ya cumplida (ésta es la opinión más general, y más segura, entre los evangélicos, así como entre los catolicorromanos y los ortodoxos orientales) la ordenanza del Bautismo. Nótese, cómo pone de relieve Agustín de Hipona, que las ordenanzas o sacramentos, aunque se administren por medio de hombres débiles y pecadores, son de Cristo.

II. Se nos refiere igualmente que Juan el Bautista continuaba ejerciendo su ministerio mientras tuvo oportunidad de hacerlo (vv. Jua 3:23-24). Vemos:

1. Que «Juan también bautizaba». Mientras Jesús instala durante algún tiempo su agencia de bautismos, Juan prosigue su ministerio algo más al norte, probablemente unas cuantas millas al sudoeste de la Betania situada al otro lado del Jordán, cerca de la conjunción de las provincias de Galilea, Samaria, Perea y Decápolis; es decir, un sitio muy apropiado para que las muchedumbres acudiesen a él, atraídas todavía por su prestigio. Aunque, poco a poco, las gentes acudirían en mayor abundancia a Jesús (v. Jua 3:26). Vemos, pues, que:

(A) Cristo comenzó su tarea de predicar y bautizar antes de que Juan tuviese que abandonarla por la fuerza; de este modo, las ruedas del molino del Evangelio no cesaban en su labor. Es un consuelo para los fieles siervos del Señor, cuando la edad, los achaques u otra fuerza mayor les obligan a retirarse, ver a otros fieles siervos que surgen para llenar el hueco.

(B) Juan continuó con su ministerio de predicar y bautizar, a pesar de que Jesús había comenzado su ministerio público. Todavía había trabajo para Juan, puesto que Jesús no era aún conocido en el mismo grado que el Bautista, ni estaban las mentes del pueblo en la disposición necesaria para cambiar de mentalidad y recibir al Salvador. Juan seguía en su tarea hasta que la providencia de Dios dispusiera otra cosa. Los dones más valiosos de unos siervos de Dios no tornan inútiles las labores de otros que no están tan dotados; hay, en la viña del Señor, trabajo suficiente para todas las manos. Sólo los remolones o los adustos se sientan ociosos cuando se ven a sí mismos oscurecidos por los éxitos de otros.

2. Que Juan «bautizaba en Enón, cerca de Salim», lugares que no son mencionados en ningún otro lugar de la Biblia. Dondequiera que fuese, parece que Juan iba de un lugar a otro. Los ministros del Señor han de seguir el curso de las oportunidades que Dios les depare. Escogió, de todos modos, un lugar donde «había muchas aguas», esto es, muchas corrientes de agua, de forma que siempre que topase con alguno que estuviera dispuesto a ser bautizado por él, hubiese a mano agua con que bautizarle.

3. Que las personas «acudían y eran bautizadas». Hay quienes refieren esto tanto a Juan como a Jesús, pero lo más natural es que se refiera al sujeto más cercano, que en este caso es Juan.

4. El evangelista hace notar que «Juan no había sido aún puesto en prisión» (v. Jua 3:24). Este detalle informativo del cuarto evangelio tenía por objeto deshacer un equívoco que pudo surgir tras una lectura superficial de Mat 4:11-12, lugar que podría insinuar la idea de que Juan fue puesto en prisión inmediatamente después de las tentaciones de Jesús en el desierto. Así vemos que, entre Mat 4:11 y Mat 4:12 (así como entre Mar 1:13 y Mar 1:14, y Luc 4:13 y Luc 4:14), pasó un considerable lapso de tiempo en que Jesús y el Bautista simultanearon su ministerio de bautizar.

III. A continuación, el evangelista narra la «discusión de los discípulos de Juan con un judío acerca de la purificación» (v. Jua 3:25, lit.). Éste sería uno de los judíos que no se habían sometido al bautismo de Juan para arrepentimiento. La doble agencia de bautismos no podía por menos que dar ocasión a disputas y a preferencias por uno u otro de los bautizantes, o por supuesto, a oposición contra los dos grupos. El hombre carnal siempre está inclinado a formar partidos dentro de lo religioso (comp. con 1Co 1:11-13; 1Co 3:1-4). Por la composición de la frase, parece ser que fueron los discípulos de Juan los que comenzaron la discusión sobre la pretendida base de que el bautismo de su maestro tenía mayor fuerza purificadora que el de Jesús. Esta discusión estaría fomentada por el hecho, notorio a los mismos discípulos de Juan, de que las multitudes se sentían atraídas especialmente hacia Jesús, como se ve por el versículo siguiente. No hay duda de que, en principio, los judíos no convertidos daban mayor importancia a sus purificaciones legales que al bautismo de Juan o al de Jesús. Los discípulos de Juan estaban en lo correcto al dar la preferencia al bautismo de Juan sobre las purificaciones legales, pero es lo más probable que este judío, al no poder negar el valor y el objetivo más elevado del bautismo de Juan, echase mano del bautismo que Jesús administraba para hacer de menos el bautismo de Juan. Así se explica mejor la querella que sigue (v. Jua 3:26). De un modo semejante, los hombres levantan objeciones contra el Evangelio a base del mismo avance que el Evangelio ha experimentado a lo largo de los siglos, como si la madurez fuese contraria a la niñez anterior o como si la estructura de un edificio fuese contraria a su fundamento.

IV. La querella que los discípulos de Juan presentaron ante su maestro acerca de Cristo y del bautismo que el Señor administraba: «Y vinieron a Juan y le dijeron: Rabí, el que estaba contigo al otro lado del Jordán, de quien tú diste testimonio, mira, ése está bautizando, y todos vienen a Él» (v. Jua 3:26). Estos discípulos de Juan, llevados de su carnalidad, conciben celos y envidia del ministerio de Jesús y se van a su maestro, y espera de él la misma reacción. Vienen a sugerirle que el hecho de que Jesús se pusiera a bautizar era un acto de presunción, algo así como montar una sucursal de bautismos, siendo así que, según ellos, Juan tenía la «patente» de invención. Nótese que, en su desprecio, evitan mencionar el nombre de Jesús: «ése …». Como si dijesen: «fíjate qué atrevimiento y qué ingratitud ¡ponerse a bautizar, cuanto tú diste tan buen testimonio de Él! Debiste ser más avisado, y no haber ensalzado tanto a ese individuo que ahora intenta hacerte la competencia y robarte la clientela». El final ese de «y todos vienen a Él» encierra una gran exageración avivada por la envidia, que tiene la mala propiedad de agrandar la buena suerte de los que se antojan como competidores. Es como si le dijeran a su maestro: «Vas a tener que cerrar el negocio». Hablan como si Jesús debiera toda su reputación al testimonio que Juan había dado de Él. Pero lo cierto es que Jesús no necesitaba el testimonio de Juan (v. Jua 5:36). Fue precisamente Jesús quien otorgó a Juan mucho mayor honor que el que Él podía recibir del propio Juan. El Bautista hizo justicia a Cristo en el testimonio que de Él dio, pero, con la respuesta que Jesús dio a dicho testimonio, no empobreció, sino que, más bien enriqueció, el ministerio de Juan. El afán de monopolio del honor, del respeto y del éxito ha sido, en todas las épocas, el veneno de las iglesias y la vergüenza de sus miembros y de sus ministros. Nos equivocamos de medio a medio si pensamos que los dones, las gracias, las labores y la utilidad de un siervo del Señor suponen mengua o desdoro para otro siervo de Dios que ha recibido el don y la gracia de ser fiel. Debemos dejar en las manos de Dios el escoger, usar y honrar a Sus propios instrumentos según le plazca.

V. Veamos ahora la maravillosa respuesta de Juan (vv. Jua 3:27.). La querella de sus discípulos no le afectó, pues lo que ellos le decían era precisamente lo que él deseaba. Así que se opuso a la queja y aprovechó la ocasión para confirmar los testimonios que previamente había dado de Cristo como de alguien superior a él.

1. Juan se rebaja a sí mismo en comparación con Cristo (vv. Jua 3:27-30)

(A) El Bautista está totalmente de acuerdo con los planes divinos: «Un hombre no puede recibir nada, si no se le ha dado del cielo» (v. Jua 3:27). La respuesta de Juan es un modelo de humildad, de nobleza y de sinceridad. Se conoce bien a sí mismo (comp. con 2Co 10:12-13) y sabe mantenerse dentro de los límites del don que Dios le ha otorgado. «Dios viene a decir , le asigna a cada ser humano su don, su servicio, su puesto en este mundo y es una locura querer atribuirse más de lo que Dios le ha asignado.» El original griego usa el participio de pretérito perfecto para decir «dado» como indicando la permanencia del don asignado a cada uno. Precisamente porque la distribución de dones y servicios es cosa de la providencia de Dios, nadie tiene por qué envidiar a otros que tengan mayores dones o se muevan dentro de una más amplia esfera de servicio al Señor. Juan quiere que sus discípulos se percaten de que Jesús no sobresaldría sobre él si no se le hubiera otorgado por el Cielo, y si Dios le había dado el Espíritu sin medida (v. Jua 3:34), ¿por qué habían de tenerle ellos envidia? No estemos descontentos si nos consideramos inferiores a otros en dones y servicio pareciéndonos que las excelencias ajenas eclipsan nuestra propia posición; nadie es inferior a otro, si desempeña con fidelidad el papel que Dios le ha encomendado (v. 1Co 4:2). Juan estaba dispuesto a reconocer que era Dios quien le había otorgado el interés y el amor y la estima que su ministerio había despertado en el pueblo; si ahora este interés comenzaba a declinar, ¡ésa era la voluntad de Dios! Una vez cumplido su ministerio, de buen grado se dispone a desaparecer de la escena.

(B) Juan apela asimismo al testimonio que previamente había dado acerca de Cristo: «Vosotros mismos me sois testigos de que dije: Yo no soy el Cristo, sino que soy enviado delante de Él» (v. Jua 3:28). Ahora el testimonio de Juan se hace más directo y concreto. Es como si les dijese: «Vosotros estabais allí cuando yo di testimonio de Él, a la vez que aseguré que yo no era el Cristo, el Mesías esperado, sino el heraldo que anuncia su llegada» (v. Jua 1:8, Jua 1:15, Jua 1:20, Jua 1:23, Jua 1:27). Ni el enojo de los principales sacerdotes ni la adulación de sus propios discípulos tenían fuerza suficiente para cambiar la firme actitud del Bautista. Esta firmeza le sirve ahora:

(a) Para convencer a sus discípulos de lo insensato de la querella que le presentaban, como si dijese: «Pero, ¿es que no os acordáis …? ¿Por qué, pues, os parece extraño que yo me haga a un lado para darle paso a Él?»

(b) Para confortarse él mismo con la idea de que nunca había dado a sus discípulos ocasión alguna para que sospecharan que deseaba ponerse en competición con Jesús, sino que, por el contrario, les había prevenido particularmente contra esta equivocación; no sólo no les había dado ánimos para que le considerasen a él como Mesías, sino que les había declarado lisa y llanamente lo contrario. Es una excusa muy corriente entre quienes disfrutan de un honor y respeto indebidos decir: «Si a la gente le gusta que les engañen, ¡allá ellos!»; pero ésta es una máxima mundana y deshonesta e indigna de aparecer en los labios de quienes, por su ministerio, tienen la obligación de sacar a la gente de sus errores.

(C) A continuación, Juan expresa su gran satisfacción y regocijo por el auge que experimenta el prestigio de Cristo. Y lo hace por medio de un símil bello y elegante al comparar a Jesús al novio de unas bodas: «El que tiene a la novia es el novio; pero el amigo del novio, que está a su lado y le oye, se alegra mucho por la voz del novio; así pues, este gozo mío se ha completado» (v. Jua 3:29). El símil que usa el Bautista es precioso, pues ilustra magníficamente el papel de Juan y el modo fiel de desempeñarlo. Con la comparación de unas bodas, Juan confiesa que Jesús es el esposo y por tanto la esposa (la Iglesia v. 2Co 11:2; Efe 5:26.; Apo 19:7, etc.) le pertenece a Cristo, no a él. Él tiene bastante gozo con ser el padrino del esposo. Entre los judíos, el padrino no era meramente un phílos numphíou = amigo del esposo, sino un numphagógos = el encargado de conducir al esposo a la cámara nupcial, y quedarse a la puerta para escuchar el grito jubiloso del esposo al percatarse de que le habían presentado una novia virgen. Así pues, para Juan, el colmo de su gozo era ver que las gentes le dejaban a él y se iban tras de Jesús, pues eso demostraba que Juan ofrecía a Cristo una novia «virgen», en el sentido de que él (el Bautista) no se había atribuido a sí mismo el papel ni la gloria de «salvador» del pueblo de Dios, privilegio que competía exclusivamente al Mesías; por el contrario al señalar con su dedo al «Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jua 1:29), había puesto a los pecadores en contacto directo con el Salvador, retirándose él de la escena, para no arrebatarle a Jesús ni un miligramo de Su gloria. ¡Qué estupendo modelo para todo ministro del Señor! El novio divino tiene la novia cuando las almas le son dedicadas con fe y amor, y los ministros del Señor cumplen fielmente con este papel cuando recomiendan a Jesús ante los oyentes y presentan la gloria, la hermosura y la suficiencia del Salvador y les llevan íntegro sin quitar ni poner, el mensaje que, como a embajadores suyos, les ha confiado el Señor (v. 2Co 5:20). Si cada uno de nosotros imitásemos este ejemplo del Bautista y de Pablo, no se hallarían partidos ni facciones en las iglesias de Dios (v. 1Co 1:13-17; 1Co 3:5-8). Tengamos en cuenta que todo intento de arrogarnos a nosotros mismos la menor gloria en la salvación de nuestros semejantes equivale a «pisarle la novia» (como suele decirse) a Cristo y mancillar su virginidad. Este abuso puede cometerse de muchas maneras, y es la principal la presunción de ser los «representantes de Dios» o «vicarios de Cristo» en la tierra, que exigen ser oídos como si fueran el mismo Dios. A ello ha contribuido una falsa exégesis de lugares como Mat 16:18-19; Luc 10:16 y Jua 20:21-23. El gozo de todo fiel ministro del Señor es desposar a las almas con Cristo en sincera conversión, contento de ser un simple instrumento en las manos de Dios para la proclamación de las Buenas Noticias. De seguro que no cabe un gozo mayor que éste, puesto que no existe en el mundo un ministerio más alto ni una ocupación tan excelente como la predicación del Evangelio.

(D) Juan reconoce que es apropiado y aun necesario que el prestigio de Cristo aumente y que el suyo disminuya: «Es necesario que Él crezca, y que yo mengüe» (v. Jua 3:30). Es decir, «es menester que Él ahora sobresalga, y que yo pierda importancia» (versión LAS GRANDES NUEVAS). El «es necesario» indica que así debe ser según el plan mismo de Dios. Una vez que él ha cumplido su papel de precursor, ¿de qué le sirve atraer la atención de la gente, cuando ya ha llegado el Mesías? ¡Que sigan a Cristo! Es natural que Jesús vaya sobresaliendo como quien es (el esposo de la Iglesia) y que él (el Bautista) pierda importancia y desaparezca de la escena, como así sucedió. Se cumplía de esta manera el destino de ambos a partir de entonces: Jesús iba a comenzar su predicación en público, mientras que Juan iba a ser puesto en prisión, lo cual era providencial, para que la gente no se confundiera más. Agustín de Hipona comenta, por acomodación, pero con su peculiar ingenio, que lo de crecer Jesús y menguar Juan se cumplió incluso en el aspecto físico de la muerte de cada uno: Jesús creció al ser levantado en la Cruz; Juan menguó al ser decapitado. Al usar otra comparación, podemos decir que Juan era como el lucero de la mañana, Jesús, como el sol. De la misma manera que el lucero matutino deja de brillar tan pronto como el sol sale, así también desapareció el brillo y el prestigio popular del Bautista, tan pronto como Jesús comenzó su ministerio público. El brillo de la gloria de Cristo debe eclipsar el brillo de toda otra gloria, y hemos de contentarnos con ser poca cosa, con ser nada, para que Él lo sea todo

2. Ahora viene un razonamiento para mostrar por qué es menester que Cristo sobresalga sobre todos:

(A) Primero, por la peculiar dignidad de la persona de Cristo: «El que viene de arriba está por encima de todos» (v. Jua 3:31). Hay quienes piensan (nota del traductor) como el propio M. Henry y W. Hendriksen, que, desde este versículo hasta el final del capítulo, sigue hablando el Bautista. Opinamos, con la mayoría de los modernos exegetas, que el resto del capítulo desde el versículo Jua 3:31 inclusive contiene reflexiones del propio evangelista (lo mismo que en los versículos Jua 3:16-21, según indicamos anteriormente). Tengamos en cuenta que Juan el Apóstol y autor humano del cuarto Evangelio no perdía de vista, en la época en que estaba escribiendo su Evangelio, los restos de fanáticos seguidores del Bautista. Por eso, comienza ahora contraponiendo a Jesús, que viene del Cielo (v. Jua 3:13) y, por su origen divino, es superior a todos (v. Mat 28:18-20; Efe 1:20-23), al Bautista, quien, a pesar de ser el precursor del Mesías y el mayor de los profetas hasta entonces surgidos, tenía un origen terreno (v. Mat 11:11). Jesús es el Verbo de Dios y habla «desde arriba», porque nos declara lo que ha visto «en el seno del Padre» (Jua 1:18; Jua 5:19); Juan es el «eco», «la voz que habla en el desierto», desde abajo. Está incluso sujeto a defectos como las dudas y perplejidades acerca de la identidad del Mesías (Mat 11:2-3, comp. con Stg 5:17); en cambio, Jesús nunca fue vencido por la duda ni por la tentación. Nótese que el evangelista pone en contraste «el que viene del Cielo» y «el que es de la tierra» no lo espiritual y lo carnal o natural (comp. con Jua 3:6), puesto que también Juan había nacido de arriba y hablaba de cosas espirituales, que deben tener lugar ya aquí en la tierra, pero no hablaba con la misma autoridad con que hablaba el que había venido de arriba. En efecto, sólo el que venía de arriba estaba cualificado para mostrarnos la voluntad del Cielo y el camino del Cielo. De ahí la autoridad, sin par, de Cristo. Siempre que hablemos del Señor Jesús, hemos de decir: «Él está por encima de todos». Todos los demás somos, no sólo «vasos de barro», sino también, «vasos frágiles». Los mismos profetas y apóstoles, sobre los que está cimentada la Iglesia (Efe 2:20) eran del mismo «barro» que nosotros, aunque llevaban consigo un riquísimo tesoro (2Co 4:7).

(B) Segundo, por la singular excelencia y seguridad de Su doctrina. Juan, por ser «de la tierra», hablaba «cosas terrenales». Los profetas eran meros hombres; de sí mismos no podían hablar sino de la tierra. El mensaje de los profetas y de Juan mismo era «de abajo», comparado con el de Jesús. Los pensamientos y las palabras de Cristo superaban a los de los profetas tanto como sobrepasa el Cielo a la tierra. En esta porción se nos recomienda la doctrina de Cristo:

(a) Como infaliblemente segura y cierta, y así hay que recibirla: «y lo que ha visto y oído, de eso testifica» (v. Jua 3:32). Este versículo viene a repetir en tercera persona lo que Jesús dice a Nicodemo en primera persona en el versículo Jua 3:11. Por aquí vemos: Primero, la ciencia divina de Cristo, pues no testifica sino lo que ha visto y oído en el seno del Padre. Nos descubre de Dios lo que ha visto (comp. con Jua 5:19), y nos revela de la mente del Padre lo que de Él ha oído directamente (Jua 15:15); mientras que los profetas testificaban de lo que habían visto en sueños y visiones, no directamente en la naturaleza misma de Dios. El mensaje de Cristo, conforme lo tenemos en el Evangelio, no es una opinión como las hipótesis de filósofos y científicos, sino una revelación de la mente divina, que es la misma verdad eterna y sustancial; segundo, su gracia y bondad divinas. Al predicar de Cristo se le llama aquí «testificar», para dar a entender (i) Su evidencia contundente; no era un informe de oídas, sino como testimonio de primera mano, dado ante un tribunal, (ii) el afán amoroso que tenía de darlo a conocer.

(b) De la certeza evidente de la doctrina de Cristo, toma Juan (el evangelista, como más probable) ocasión para lamentarse de la obstinada incredulidad de la mayoría de los hombres. Con hipérbole típicamente semita, añade: «y nadie recibe su testimonio». No lo reciben, no lo escuchan, no quieren darle crédito. Esto lo dice, no sólo en tono de asombro, sino también de pena. Los discípulos de Juan se apenaban de que «todos vienen a Él» (a Jesús, v. Jua 3:26); pensaban que los seguidores de Jesús eran demasiados. Pero Juan se apena de que nadie recibe su testimonio; piensa que son demasiado pocos. La incredulidad de los malvados es el tormento de los santos. Pero, sin desesperar por eso, Juan pasa a ensalzar la actitud de los pocos que creen: «El que recibe su testimonio, ése certifica (lit. selló) que Dios es veraz» (v. Jua 3:33). Los documentos de Dios son verdaderos aun cuando nosotros no los firmemos ni les pongamos el sello, pues Su verdad no necesita de nuestro apoyo, pero por medio de la fe, nos hacemos a nosotros mismos el honor y el beneficio de suscribir lo que Dios dice. Este versículo es, pues, muy expresivo y de mucha fuerza en la predicación del Evangelio pues viene a decirnos que Dios, al aprobar el justo proceder de Cristo y la enseñanza que nos suministra (v. Luc 3:22; Jua 1:34), exhibe ante nosotros Su testimonio en una especie de documento notarial documento que implícitamente contiene el pacto de la redención por medio de la obra de Cristo en la Cruz (v. 2Co 5:19-20; Efe 2:1-10; Heb 10:29; 1Jn 5:10) ; el que acepta este testimonio y cree en Jesús es como si pusiera su propio sello personal al pie del documento testificando que Dios dice la verdad, que aquel documento es válido y, por tanto, que está dispuesto a recibir gozosamente en Cristo los beneficios de la salvación: la herencia concertada en el pacto de gracia (v. Rom 8:16-17; 1Pe 1:3-5). En cambio, el que no cree, tiene a Dios por mentiroso (1Jn 5:10). Las promesas de Dios son todas en Cristo y Amén (2Co 1:20); y, por fe, les ponemos nosotros también nuestro amén. Una vez contentos y satisfechos de que son verdaderas todas las promesas que Dios ha hecho acerca de Cristo en la Biblia, y nosotros en Cristo, podemos ya descansar seguros en Su Palabra, y vivir enteramente confiados en ella.

(c) También se nos recomienda la doctrina de Cristo como divina: «Porque Aquel a quien Dios ha enviado, habla las palabras de Dios; pues Dios no (le) da el Espíritu por medida»; es decir con límites (v. Jua 3:34). Aunque es cierto que también Juan fue enviado por Dios (Jua 1:6), no cabe duda, por el texto y el contexto posterior, de que aquí el evangelista se refiere a Cristo, ya que Él, y sólo Él, al estar en el seno del Padre, reproduce, cual perfecto Embajador, el mensaje que el Padre le ha encomendado (v. Jua 7:17, entre otros lugares). Es Jesús quien preferentemente es señalado como «el Enviado de Dios» en el Cuarto Evangelio (v. Jua 3:17; Jua 5:36, Jua 5:38; Jua 6:29, Jua 6:57; Jua 7:29; Jua 8:42; Jua 9:7; Jua 10:36; Jua 11:42; Jua 17:3, Jua 17:8, Jua 17:18, Jua 17:21, Jua 17:23, Jua 17:25; Jua 20:21). Por eso, Él, mejor y más que ningún otro, «habla las palabras de Dios»; sólo las palabras de Dios y todas las palabras de Dios (Jua 15:15). De ahí que, tras habernos hablado por medio del Verbo, su Palabra personal, el Padre ha agotado su revelación a la humanidad (v. Heb 1:1-3. V. un delicioso comentario de Juan de la Cruz a esta porción, en mi libro Espiritualidad Trinitaria, p. 105. Nota del traductor). El Espíritu Santo ha venido después, no a revelar algo nuevo, sino a enseñar y recordar («recordar» = volver a pasar por el corazón como decía Ortega y Gasset) todo lo que Jesús nos reveló ya (Jua 14:26 comp. con 1Jn 2:20, 1Jn 2:27). Esto es de suma importancia para conservar el correcto equilibrio entre la Palabra y el Espíritu, que son como el cuerpo y el alma de la revelación escrita; es cierto que la Palabra sólo puede ser correctamente entendida mediante la operación del Espíritu, pero también es cierto que toda pretendida revelación del Espíritu Santo debe ser contrastada con la Palabra de Dios, a la cual ni el Espíritu Santo puede contradecir. Si esto se tuviera en cuenta siempre, huiríamos a un mismo tiempo de dos extremos igualmente peligrosos: la frialdad de la mera ortodoxia, y el entusiasmo desatinado del sensacionalismo «espiritual».

Aunque el original griego sólo dice: «porque no da el Espíritu con medida» (ek metrou), el contexto remoto (v. Jua 1:14, Jua 1:16), así como el próximo posterior (Jua 3:35), nos aclaran que es a Jesús al que Dios el Padre no le da el Espíritu con medida (comp. con Efe 4:7) sino con la «plenitud» (Jua 1:14, Jua 1:16) que corresponde a quien había de ser la Cabeza de la Iglesia y la fuente de la que habíamos de recibir toda clase de bendiciones celestiales (Efe 1:3; Efe 1:6-11). El Espíritu estaba en Cristo, no como en un vaso o un depósito, ni siquiera como en un canal o en una fuente, sino como en un océano sin fondo.

(C) Tercero, por el poder y la autoridad singulares de que fue investido: «El Padre ama al Hijo, y todas las cosas las ha entregado (lit. dado) en su mano» (v. Jua 3:35). Los profetas eran siervos fieles de Dios pero Jesús es el Hijo (v. Heb 3:5-6). Este amor del Padre al Hijo, no sólo no se disminuyó en el estado de humillación del Hijo de Dios, sino que podemos decir que, de alguna manera, se aumentó, si no en calidad sí en extensión por cobijar en el mismo amor a la naturaleza humana del Hijo de Dios (v. Jua 15:10); le amó todavía más: por su entera obediencia (Jua 4:34), su pobreza voluntaria (2Co 8:9) y sus terribles sufrimientos (Heb 5:7-10). Por lo cual, Dios le exaltó y le constituyó Señor de todo y de todos (Hch 2:36; Flp 2:9-11); «le ha entregado todas las cosas en sus manos» (comp. con Jua 20:21; Mat 28:18-20). Y, como el amor es generoso, el infinito amor del Padre al Hijo se hace también generosidad infinita: todo poder, toda autoridad, sobre todas las cosas. Tanto el cetro de oro como la vara de hierro están en sus manos. La gracia está en su mano, como en el canal de conducción el juicio de Dios está en su mano como en la presa de la ira de Dios (v. Apo 6:16, comp. con Jua 5:22, Jua 5:27). Nosotros somos indignos de que Dios ponga todas las cosas en nuestras manos; sin embargo, todas las cosas que Dios ha puesto en las manos del Hijo, las pone también en las manos de los que creen en el Hijo, porque, al ser adoptados por hijos de Dios, pasamos a ser herederos de Dios y coherederos de Cristo (Rom 8:17). «Todo lo que tiene el Padre es mío», dice también Jesús en Jua 16:15 (v. también Mat 11:27; Mat 28:18; Jua 5:19-30; Jua 6:37; Jua 12:49; Jua 13:3; Jua 17:2, Jua 17:4, Jua 17:11; Col 1:15). Y, como Cristo es el único Hijo que Dios tiene, toda la hacienda del Padre le pasa a Él, sin tener que compartirla con otros hijos; de forma que nosotros somos coherederos en la misma única herencia, indivisa, del Unigénito (v. también 1Co 3:22). Discuten los exegetas si el término «Hijo», en Jua 3:35, ha de tomarse o no en sentido trinitario, pero, según observa Hendriksen, el texto es demasiado majestuoso como para tomarlo en sentido meramente mesiánico; más bien connota la filiación intratrinitaria de Jesucristo.

(D) Cuarto, por ser objeto directo de aquella fe que nos es demandada como condición indispensable para alcanzar la salvación, es decir, la felicidad eterna: «El que cree en el Hijo tiene vida eterna; mas el que rehúsa creer (lit. no obedece, no se deja persuadir) en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios permanece sobre él» (v. Jua 3:36). En 1Jn 5:12, hallamos las mismas expresiones, casi al pie de la letra; lo cual nos confirma en la opinión de que esta porción refleja las consideraciones de Juan el evangelista, no del Bautista. En este versículo se halla como el resumen y compendio de todo el asunto del presente capítulo y, por tanto, del Evangelio que debe ser predicado a toda criatura (Mar 16:15-16). Así como Dios nos ofrece y otorga todas las cosas buenas por medio del testimonio de Jesucristo, así también nosotros las recibimos y compartimos mediante la fe en dicho testimonio. Así, el método del recibir se ajusta perfectamente al método del dar. Una vez más, al parodiar a Hamlet, podemos repetir: CREER O NO CREER: ESA ES LA CUESTIÓN. El evangelista llega así al clímax de todas sus consideraciones en esta porción, como diciendo: «Entre todas las cosas que el Padre ha puesto en manos del Hijo, está también la vida eterna a disposición de todo aquel que reciba por fe viva en la obra del Calvario, al único Salvador del mundo». Es de notar que todos los verbos griegos que entran en este versículo están en presente (excepto «verá»), ya de indicativo, ya de participio; de ello podemos deducir dos importantes consecuencias doctrinales y, al mismo tiempo, muy prácticas; (a) la fe, como el arrepentimiento, no son actos pasajeros, sino actitudes permanentes; una persona no es creyente porque creyó un día, sino porque sigue creyendo todos los días (recuérdese la observación de Hendriksen sobre la diferencia entre los pasajes en que el verbo está en aoristo y los otros en que está en presente); (b) la ira de Dios está continuamente pendiente, como la famosa espada de Damocles, sobre los que rechazan persistentemente el mensaje del Evangelio. El término griego orgé = ira, que ocurre muchas veces en el Nuevo Testamento significa como observa Hendriksen , una indignación fija, en contraste con el término thumos = furor, que indica una conmoción turbulenta. En términos psicológicos, podemos decir que la ira es un sentimiento, mientras que el furor es una emoción. Añadamos, para terminar este capítulo, que el fuerte contraste entre la suerte del creyente y la del incrédulo se echa de ver cuando consideramos que la vida eterna no es una vida futura, sino algo que se posee ya y ha de durar por toda la eternidad; la gracia es la gloria ya comenzada, aunque velada (v. Col 3:1-3), en cambio, la condición del incrédulo no puede ser más miserable: la ira del Dios omnipotente pende continuamente sobre él; y, si persiste en su incredulidad, penderá para siempre sobre él en el Infierno.

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