Juan 6:60 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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Ahora se nos refieren los efectos que produjo el anterior discurso de Jesús.

I. Para algunos de ellos fue un olor de muerte para muerte, no sólo para los judíos, sino también para muchos de Sus discípulos.

1. Murmuraban de la doctrina que acababan de escuchar. No fueron unos pocos, sino bastantes, los que se ofendieron al oír estas cosas: «Al oírlas, muchos de sus discípulos dijeron: Dura es esta palabra; ¿quién la puede oír?» (v. Jua 6:60). Como si dijeran: «Resulta muy duro este modo de hablar, ¿quién es capaz de aceptarlo?» Ellos no se sienten capaces de aceptarlo. Ahora bien, si cuando hallaron esto difícil de entender, le hubiesen suplicado a Jesús humildemente que les declarase esta parábola, de seguro que lo habría hecho y les habría abierto el entendimiento; pero ellos se ofenden en su orgullo y piensan que es imposible que alguien lo acepte. Así pasa con todos los burladores de la verdadera religión: Suponen que toda persona inteligente ha de estar de acuerdo con ellos. Gracias sean dadas a Dios de que millares y millares de personas han oído estas enseñanzas de Jesús, y no sólo las han aceptado, sino que las han hallado deliciosas.

2. Lo que Cristo replicó a estos murmuradores (vv. Jua 6:61.).

(A) Conocía bien sus murmuraciones (v. Jua 6:61). Las conocía no por oírlas de otros, sino en sí mismo, en virtud de su omnisciencia divina. Nuestros pensamientos son para Cristo como palabras que llegan a sus oídos (comp. con Sal 139:4); por consiguiente, hemos de tener cuidado, no sólo de lo que decimos y hacemos, sino también de lo que pensamos.

(B) Conocía bien cómo responderles. «Les dijo: ¿Esto os ofende?» (v. Jua 6:61). Es asombroso que tal enseñanza de Cristo produzca tan gran escándalo. Jesús mismo se asombra de ello: «¿Esto os ofende?» Pues, ¿qué dirán cuando ascienda al cielo, lo cual ofrecerá una confirmación contundente de la verdad de su doctrina? «¿Pues qué, si vieseis al Hijo del Hombre subir a donde estaba primero?» (v. Jua 6:62). Como si dijese: «Si tan duro os resulta el oír que soy el pan vivo descendido del cielo, ¿cómo aceptaréis si os hablo de mi ascensión al cielo, de donde descendí?» A continuación, Jesús ofrece una clave general para entender metáforas como las que acaba de proponer, a fin de que sepan entenderlas espiritualmente: «El espíritu es el que da vida; la carne no aprovecha para nada» (v. Jua 6:63). La simple participación en las ordenanzas del bautismo y de la Cena del Señor no aprovecha para nada a menos que el Espíritu de Dios obre en ellas y avive, mediante ellas, nuestro espíritu. Sólo la percepción espiritual de las realidades significadas en tales ordenanzas sirve para la vida espiritual: «Las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida» (v. Jua 6:63). No son meras expresiones, palabras que se lleva el viento, sino divinas realidades provenientes del Verbo, en quien estaba la vida (Jua 1:1-4) cuando se las acepta por fe, se convierten en instrumentos de salvación eterna. Si comes a Cristo, es decir, si crees que Cristo murió por ti, tendrás vida eterna (Jua 3:16, Jua 3:36). El motivo por el cual los hombres no aprecian las palabras de Cristo es que no las entienden como es debido. El sentido literal de una parábola, de una alegoría, de un símil, de un símbolo, no hace ningún bien, si no se penetra en el significado real que en tales figuras se esconde. Hallaban ofensa en las palabras de Cristo, cuando la causa estaba dentro de ellos mismos. Para las mentes sensuales, las cosas espirituales carecen de sentido (v. 1Co 2:14-15). Por eso, Jesús les declara que no esperaba mejores cosas de ellos, pues, aun cuando se llamaban sus discípulos conocía bien el interior de ellos (vv. Jua 6:64-65).

(a) Algunos no creían (v. Jua 6:64): «Pero hay algunos de vosotros que no creen». Entre los cristianos nominales hay muchos que son incrédulos reales. La incredulidad de los hipócritas está desnuda y abierta ante los ojos del Señor: «Porque Jesús sabía desde el principio quiénes eran los que no creían, y quién le había de entregar» (v. Jua 6:64). Sabía quiénes eran sinceros, sin dolo, como Natanael, y quiénes no lo eran. Es prerrogativa de Cristo conocer lo íntimo del corazón; Él sabe quiénes no creen, por mucho que aparenten creer. Si nosotros nos arrogamos el derecho a juzgar el interior del corazón humano, estamos subiéndonos al trono de Cristo. Muy a menudo nos engañamos en cuanto a los hombres, y también nos damos cuenta de que nos hemos equivocado al juzgarlos, ya sea para bien o para mal.

(b) La razón por la cual no creían lo que Jesús decía es porque el brazo del Señor no les había sido revelado: «Y siguió diciendo: Por eso os he dicho que nadie puede venir a mí, si no le ha sido dado por el Padre» (v. Jua 6:65, refiriéndose al v. Jua 6:44). Había dicho con anterioridad que nadie podía venir a Él, si el Padre no le atraía; aquí dice: «si no le ha sido dado del Padre», lo cual muestra que Dios atrae las almas dándoles gracia y fuerza y un corazón dispuesto a venir.

3. A continuación tenemos la apostasía definitiva de estos discípulos, a causa de las palabras de Jesús: «Desde entonces, muchos de sus discípulos volvieron atrás (lit. a las cosas de atrás), y ya no andaban con Él» (v. Jua 6:66). Estos discípulos se habían alistado en la escuela de Jesús, pero se marcharon (comp. con 1Jn 2:19); no es que le negasen por una vez, sino que le dejaron de una vez. Con frecuencia sucede lo mismo: cuando algunos se marchan, arrastran a otros a marcharse, porque la apostasía es contagiosa; lo mismo pasó con Satanás y los ángeles que le siguieron en su rebeldía. Claramente se nos expone el motivo de tal retirada: «Desde entonces»; es decir, a partir del momento en que Cristo predicó esta consoladora doctrina de que Él es el pan vivo y que quienes se alimenten de Él tendrán vida por Él. El corazón perverso y corrompido del hombre toma muchas veces ofensa de lo que habría de ser motivo del mayor consuelo. Con todo, lo que es palabra y verdad de Cristo ha de predicarse y enseñarse fielmente, aun cuando sean muchos o pocos quienes se ofendan de ello. Los pensamientos de los hombres han de rendirse cautivos a la Palabra de Dios, en lugar de que la Palabra de Dios haya de acomodarse a los pensamientos de los hombres (v. 2Co 10:5).

II. Este discurso de Jesús fue para otros olor de vida para vida. Muchos se marcharon, pero, gracias sean dadas a Dios de que no todos se fueron. Vemos:

1. La tierna pregunta que Jesús hizo a los Doce: «¿Queréis acaso iros también vosotros?» (v. Jua 6:67). No dijo nada a los que se marcharon, porque nada perdía con los que nunca habían sido suyos; con la misma ligereza con que le siguieron, se marcharon; pero, de esta retirada, toma ocasión para preguntar al círculo más íntimo de los Doce: «¿Queréis acaso iros también vosotros?» Como si dijese: (A) «Está a vuestra elección el quedaros o marcharos; si os habéis de ir, ahora es la oportunidad, cuando tantos se van». Cristo no retiene a nadie contra su voluntad; sus soldados son voluntarios, no alistados a la fuerza. Los Doce habían tenido ya tiempo suficiente para ver si les agradaba o no la compañía y la doctrina de Jesús; por eso, les concede la oportunidad de escoger libremente, confirmar o revocar su decisión de seguirle; (B) «es con gran peligro vuestro, si decidís marcharos también. Esos que se han marchado no han tenido conmigo la misma intimidad que vosotros, ni han recibido de mí tantos favores como vosotros; se han marchado, pero ¿os iréis también vosotros?» Cuanto más cerca hayamos estado de Cristo, cuanto más tiempo hayamos estado con Él y cuanto mayores sean las mercedes que de Él hemos recibido tanto más grave será nuestro pecado si le dejamos; (C) «tengo mis razones para pensar que vosotros no os marcharéis. Espero mejores cosas de vosotros, porque vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en mis pruebas» (Luc 22:28). Cristo y sus ovejas se conocen lo suficiente recíprocamente como para separarse por un desagrado cualquiera (Jua 10:14, Jua 10:27).

2. La ferviente respuesta de Pedro, en nombre de los demás, a la pregunta del Maestro (vv. Jua 6:68-69). Como en muchas otras ocasiones, Pedro era también ahora como la boca o portavoz de los demás, no tanto por tener un oído más agudo que los demás para escuchar a Jesús, cuanto por tener una lengua más larga que los demás; y lo que dijo, unas veces mereció la aprobación, y otras veces el reproche, de Jesús (v. Mat 16:17, Mat 16:23), como suele pasarles a los que son prontos para hablar (comp. con Stg 1:19). Pero aquí tenemos su buena y firme resolución de seguir adheridos a Jesucristo: «Señor, ¿a quién iremos?» (v. Jua 6:68. Lit. ¿junto a quién nos marcharemos?) Como si dijera: «No, Señor, hemos ponderado nuestra decisión demasiado bien como para cambiar ahora de opción». Quienes vayan a marcharse de Cristo deben considerar bien a quién van a seguir. «¿Adónde iremos? ¿Volveremos a cortejar al mundo? De seguro que nos engañará. ¿Retornaremos al pecado? De seguro que nos destruirá. ¿Vamos a dejar la fuente de agua viva, para cavarnos cisternas rotas? (Jer 2:13). Los discípulos (excepto Judas) resuelven continuar en busca de la vida y de la felicidad eternas (v. Rom 2:7), y quieren adherirse a Cristo como a su Maestro y Guía. Como diciéndole: «Si hemos de hallar el camino de la felicidad, es menester que te sigamos». Los que quieran desertar de Cristo, han de considerar si pueden hallar un camino mejor para la felicidad. Esta resolución de los Apóstoles no se debía a un afecto ciego, irreflexivo, sino que era el resultado de una deliberación bien madurada: No estaban dispuestos a abandonar a Cristo, porque no había otro en quien pudiesen hallar la satisfacción que su corazón les exigía: «Tú tienes palabras de vida eterna» (v. Jua 6:68). La doctrina que Cristo enseñaba mostraba el camino hacia la vida eterna y les conducía hasta ella, a fin de heredarla. «Tener palabras de vida eterna» es sinónimo de «tener poder para dar vida eterna». En su discurso anterior, Jesús había asegurado la vida eterna a quienes le siguieran; estos discípulos habían aceptado esta enseñanza clara y llana y, por consiguiente, habían resuelto seguir adheridos a Él, mientras los otros la habían tenido por palabra dura (v. Jua 6:60) y, por eso, le habían dejado. Aun cuando, en las enseñanzas del Evangelio, podemos encontrar cosas misteriosas y profundas, incluso oscuras, sabemos que son palabras de vida eterna y a ellas nos hemos de adherir, dispuestos a vivir y morir por ellas, puesto que tenemos una seguridad absoluta acerca de la persona de nuestro amado Salvador: «Y nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente» (v. Jua 6:69). Vemos:

(A) La doctrina que habían creído: Que este Jesús era el Mesías prometido a sus antepasados, y que no era un mero hombre, sino el Hijo del Dios viviente.

(B) el grado de su fe: «Hemos conocido». Como si dijesen: «Estamos seguros de lo que hemos creído». En 1Jn 4:16, tenemos: «Y nosotros hemos conocido y creído …». Por donde vemos que no se trata de un conocimiento intelectual que se alcanza después de haber creído, sino de un conocimiento experimental (comp. con Jua 17:3), de una experiencia viva y cordial, simultánea y equivalente al creer. Cuando nuestra fe en el Señor es tan fuerte como para aventurar la suerte de nuestras almas en el seguimiento de Él, entonces, y sólo entonces, estaremos dispuestos a seguirle con plena convicción y seguros de que hemos tomado el único camino que conduce al Padre (Jua 14:6); no nos importará entonces el que tengamos que renunciar a cualquier otra cosa que Él nos pida a fin de seguirle.

3. El capítulo se cierra con una melancólica observación de Jesús, con base en la respuesta de Pedro (vv. Jua 6:70-71): «¿No os he escogido yo a vosotros los doce, y uno de vosotros es diablo?» (v. Jua 6:70). Y el evangelista nos declara a continuación a quién se refería Cristo con estas palabras «Se refería a Judas Iscariote, hijo de Simón; porque éste era el que le iba a entregar siendo uno de los doce» (v. Jua 6:71). Pedro había dado por supuesto que todos ellos, los Doce, estaban resueltos a seguir adheridos a Él. Cristo no condena la confianza de Pedro (pues siempre hemos de estar dispuestos a esperar de los demás lo mejor v. 1Co 13:7 ), pero corrige tácitamente el exceso de confianza de Pedro, a fin de que no nos vayamos al otro extremo, al confiar demasiado en todos. El Señor sabe quiénes son Suyos nosotros, no. También vemos aquí que los hipócritas y traidores son como el diablo. Judas, en cuyo corazón había entrado el diablo es llamado por Cristo diablo (v. Jua 6:70). Hay quienes parecen santos pero son diablos. Es algo extraño, pero real; por eso, Jesús muestra cierto asombro al decir: «¿No os he escogido yo a los doce …?» ¡Qué cosa tan triste y de lamentar! ¡Llamado por el propio Jesús para el más alto ministerio, y resultar un diablo! ¡Cómo debería esto hacer temblar a quienes, sin haber tenido una experiencia personal con el Salvador, se atreven a ejercer el ministerio designado por Dios para la salvación de las almas! Si no fuese por la extraordinaria paciencia de Dios que no quiere que nadie perezca, sino que todos vengan al arrepentimiento (2Pe 3:9), merecerían que les ocurriese lo que les sucedió a los hijos de Esceva, que pretendían expulsar los demonios en nombre de Jesús sin estar convertidos a Él, por lo que el propio demonio les dijo: «A Jesús conozco (comp. con Stg 2:19), y sé quién es Pablo; pero vosotros, ¿quiénes sois?» (Hch 19:15). Lo malo no es ser desconocidos para el diablo, sino ser desconocidos para Dios (v. Mat 7:23; Mat 25:12). A los hombres se les puede engañar pero los ojos de Jesús penetran hasta el corazón. Juan, el historiador, recalca que Judas era «uno de los doce» (v. Jua 6:71). Entre los más cercanos al Dios encarnado, había uno que era como el diablo encarnado. Sin embargo, vemos que ni Jesús ni los demás discípulos echaron a Judas de su compañía. Con esto nos enseñaban una lección relevante para los creyentes genuinos: Mientras vamos por este mundo, no es posible hallar una iglesia «perfecta»: no rechacemos la compañía de once por el hecho de que un duodécimo sea diablo. Hay una asamblea tras el velo (v. Heb 12:22-24), en la que nada impuro puede entrar (Heb 12:14; Apo 21:27).

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