Juan 7:14 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

Estudio Bíblico | Explicación de Juan 7:14 | Comentario Bíblico Online

I. Ahora tenemos la predicación pública de Jesús en el templo (v. Jua 7:14). La fiesta, que duraba una semana (v. Lev 23:26), estaba ahora a la mitad: «Mas a la mitad de la fiesta, subió Jesús al templo y enseñaba». Juan no nos informa del mensaje que Jesús predicó en esta ocasión, pero lo que es de notar es que subió a la mitad de la fiesta. ¿Por qué no subió antes para enseñar en el templo? Podemos aventurar dos motivos: 1. Porque el pueblo se sentiría más satisfecho de oírle después de haber pasado varios días en las tiendas de campaña; 2. Porque Él consideró que era el momento oportuno, cuando tanto sus amigos como sus enemigos se preguntaban por Él. Pero, ¿por qué se manifestó en público precisamente ahora? De seguro que fue para avergonzar a sus perseguidores, pues así demostraba que no les tenía miedo y, por otra parte les arrebataba de las manos la obra que llevaban a cabo. Era oficio de ellos enseñar al pueblo en el templo, pero enseñaban como doctrina de Dios lo que era mandamientos de hombres; por eso, se va Él al templo para enseñar al pueblo lo que Dios requería que se enseñase.

II. A continuación, Juan nos refiere su conversación con los judíos:

1. Acerca de Su doctrina. Vemos:

(A) Cómo se asombraban de ella los judíos: «Y se maravillaban los judíos, diciendo: ¿Cómo sabe éste letras sin haber estudiado?» (v. Jua 7:15). El Señor Jesús no había asistido a ninguna escuela de los rabinos. «En el lenguaje de hoy observa Hendriksen , podríamos decir que no había conseguido graduarse en ninguna institución acreditada.» Pero, al haber recibido el Espíritu sin medida (v. Jua 3:34), no necesitaba recibir instrucción en ninguna escuela humana. Cristo conocía perfectamente las Sagradas Letras (2Ti 3:15, lit.), sin haberlas estudiado a los pies de ningún rabino. En cambio, es menester que los ministros de Jesucristo tengan su aprendizaje y, puesto que no han de esperar obtenerlo por inspiración, es necesario que se tomen la molestia de estudiar, ya por su cuenta, ya en una institución donde se ofrezca sana doctrina. La grandeza de Cristo y el asombro que provocaba su doctrina, se debía a la fuente en que la había bebido, sin haberla aprendido en ninguna escuela de hombres. Algunos se percataron de esto no cabe duda para honor de Él. Otros, con toda probabilidad, lo mencionaron para menospreciarle, como si dijesen: «Por mucho que parezca saber, no puede realmente poseer verdaderos conocimientos, porque no ha pasado por ninguna escuela rabínica ni ha obtenido la aprobación de sus estudios». Quizás algunos llegaron a sospechar, y aun a sugerir, que había obtenido sus conocimientos por medio de la magia, y dar por supuesto que, si no había sido escolar, por fuerza había de ser conjurador.

(B) Lo que Él dijo de su propia doctrina: Tres cosas:

(a) Que su doctrina era divina: «Mi doctrina no es mía, sino de aquel que me envió» (v. Jua 7:16). Como si dijera: «Lo que yo enseño no lo digo por mi propia cuenta, sino que enseño lo que el Padre me ordenó que enseñase». Se ofendían los judíos de que enseñase sin haber asistido a ninguna escuela rabínica, y Él les contesta que lo que Él enseñaba no era producto del aprendizaje propio, sino de la revelación divina. Jesús no hacía de Sí mismo el centro de sus enseñanzas, sino que llevaba a las almas al conocimiento del Padre (Jua 1:18; Jua 14:6, Jua 14:9).

(b) Que los jueces más competentes para juzgar del origen de su doctrina eran los que tuviesen un corazón recto y deseoso de conocer y hacer la voluntad de Dios: «El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios, o si yo hablo por mi propia cuenta» (v. Jua 7:17). Nótese que Cristo no prohíbe que su doctrina sea pasada por el tamiz del escrutinio público o privado, pero asegura que sólo quienes estén dispuestos a poner su voluntad de acuerdo con la de Dios tendrán éxito en dicho escrutinio. Cristo promete aquí solemnemente impartir un conocimiento seguro de su doctrina a quienes estén en dicha disposición de corazón. «El principio que es expuesto aquí dice Ryle es de inmensa importancia, pues se nos dice que el conocimiento claro depende de la honesta obediencia en gran medida, y que no se puede esperar una visión distinta y clara de las verdades divinas, a menos que estemos dispuestos a poner en práctica las cosas que conocemos. Al vivir de acuerdo con la luz que poseemos, obtendremos más y más luz.» En este sentido (nota del traductor) decía nuestro Unamuno que era menester volver del revés el famoso adagio escolástico: «Nada es querido sin ser antes conocido», para decir: «Nada es conocido sin ser antes querido». En efecto, es cierto que mediante el estudio de la historia, de la crítica y de la propia Biblia, se pueden obtener profundos conocimientos teóricos de las verdades divinas; en realidad, el núcleo fundamental del Evangelio de salvación es sumamente breve (v. 1Co 15:1-4), pero todos esos conocimientos no sirven, de suyo, para impartir el amor a Dios en Jesucristo y, sin amor, nada somos (1Co 13:1-3) y ninguna cosa espiritual podemos entender como se debe (v. 1Co 2:14.). En cambio, todo el que esté dispuesto a someterse a las reglas de la ley divina, quedará convenientemente expuesto a los rayos de la luz divina.

(c) Que así queda claro que Jesús como Maestro, no enseñaba por su propia cuenta ni para su propia gloria: «El que habla por su propia cuenta, busca su propia gloria; pero el que busca la gloria del que le envió, éste es verdadero (lit. verídico o veraz), y no hay en él injusticia» (v. Jua 7:18). Véase, de paso, el carácter del impostor: «busca su propia gloria», lo cual es señal de que «habla por su propia cuenta». Los engañadores hablan y enseñan sin comisión ni instrucción de parte de Dios, sino apoyados únicamente en su propia voluntad como única garantía de lo que enseñan; no hay en ellos inspiración divina, sino mera imaginación humana; los que se buscan a sí mismos, hablan de sí mismos. Así se conoce pronto al predicador jactancioso. En cambio, los que hablan enseñados por Dios, hablan para gloria de Dios, no de sí mismos. El que busca la gloria de Dios en lo que dice, bien merece que se le de crédito en lo que dice. Los que así nos enseñen, y sólo ellos, han de ser acogidos, y escuchados entre nosotros. Con esta rectitud de intención bien podía asegurar Jesús que «no hay en él injusticia». En cambio, los falsos maestros son injustos: injustos para con Dios, de cuyo nombre abusan; e injustos para con los hombres, a quienes tratan de imponerse. Jesús mostraba que era veraz y justo, puesto que era en realidad lo que decía que era.

2. Los judíos le recriminaban a Jesús por haber curado al paralítico y haberle hecho cargar con su camilla en sábado, pero el Señor les recrimina de no cumplir la ley: «¿No os dio Moisés la ley? Y ninguno de vosotros cumple la ley» (v. Jua 7:19). Estos líderes de Israel se jactaban de ser discípulos de Moisés (Jua 9:28) y se sentaban en la cátedra de Moisés (Mat 23:2), por mano del cual habían recibido la Ley. Pero Jesús pasa ahora a la ofensiva, y a quienes falsamente le acusaban de quebrantar el sábado, les da a entender que ninguno de ellos cumple la ley, puesto que toda la ley se resume y se cumple en el amor (Mat 7:12; Rom 13:8-10; Gál 5:14; y ya en Lev 19:18), y ellos, no sólo no amaban al prójimo, sino que aborrecían a Jesús hasta el punto de procurar matarle, como en efecto lo llevarían a cabo unos seis meses más tarde. De ordinario, los más inclinados a censurar a otros son ellos mismos los más dignos de censura. La frase «¿Por qué procuráis matarme?» que Jesús les dirige a continuación, va dirigida, con toda probabilidad, no sólo contra los líderes, sino contra muchos de los judíos de Jerusalén, pues aun prescindiendo del término general «judíos» (Jua 5:16, Jua 5:18; Jua 7:1), lo da a entender la alusión a la «multitud» en el versículo siguiente (v. también vv. Jua 7:30, Jua 7:44) y, finalmente, será esa turba la que gritará ante Pilato: «¡Crucifícale, crucifícale!»

Al llegar a este punto, vemos que la gente le interrumpió muy descortésmente, al decir: «Demonio tienes; ¿quién procura matarte?» (v. Jua 7:20). Esto demuestra, por una parte, la buena opinión que tenían de sus líderes, de quienes pensaban que nunca se atreverían a intentar algo tan atroz como dar muerte a Jesús; por otra parte, demuestra la mala opinión que tenían del Señor, al decirle que tenía demonio, es decir, un espíritu inmundo de mentira, o quizá de depresión y melancolía, como si se sintiera acosado de temores infundados, pues no sólo el frenesí demencial, sino también la melancolía depresiva, silenciosa, eran comúnmente atribuidos al poder de Satanás. En cualquiera de los dos casos, Jesús no podía ser en opinión de ellos, una persona buena y equilibrada. ¡No nos resulte extraño el que los mejores hombres sean considerados por los incrédulos como personas abominables o desequilibradas! Pero los que quieran ser semejantes al Salvador han de imitarle en la forma como responde a estos insultos con toda mansedumbre, sin resentimiento ni espíritu de venganza (v. Rom 12:19). Cristo responde vindicando sin ira su modo de proceder:

(A) Apela a los sentimientos de ellos acerca del milagro con el que le acusaban: «Una obra hice, y todos os maravilláis» (v. Jua 7:21). Es decir: «Por una sola obra que he realizado, todos estáis asombrados». Es cierto que Jesús había hecho ya otros milagros (v. Jua 2:23; Jua 4:45) en Jerusalén, pero esta sola, la curación del paralítico en la piscina de Betesda o Betzata, llevada a cabo en sábado, era la ocasión del complot que tramaban para matarle. No podían menos de maravillarse, puesto que era un gran milagro.

(B) Apela a la costumbre que ellos mismos tenían de circuncidar en sábado, si en él caía el octavo día después del nacimiento del niño (vv. Jua 7:22-23), como diciéndoles: «Por una sola obra que he llevado a cabo en sábado, todos os asombráis, os parece extraño en gran manera el que una persona religiosa se atreva a hacer tal cosa; sin embargo, si para vosotros es legal y es vuestro deber circuncidar en sábado a un niño, mucho más legítimo y provechoso es que yo haya curado a un inválido en día de reposo».

(a) Comienzo y origen de la circuncisión: «Moisés os dio la circuncisión» (v. Jua 7:22). Se dice aquí que la circuncisión es dada y (v. Jua 7:23) recibida, para dar a entender que las ordenanzas que Dios había instituido como señales del pacto con Su pueblo, eran dones de Dios a los hombres, y como tales habían de ser recibidas. ¡Cuánto mejores son los dones de Dios en las ordenanzas del Nuevo Pacto, y cómo habríamos de recibirlas con mayor gratitud! Jesús les pone las cosas en claro, al añadir en paréntesis que, en realidad, la circuncisión no se originó con Moisés, sino que ya había sido practicada anteriormente por los patriarcas (v. Gén 17:10.). Había sido ordenada anteriormente, como señal del pacto de Dios con Abraham y sus descendientes.

(b) El respeto que los judíos tenían para esta ordenanza, al poner la circuncisión por encima de la ley sobre el día de reposo. Si un niño nacía en sábado, era circuncidado sin falta al sábado siguiente.

(c) La inferencia que de aquí saca Jesús para vindicar su modo de proceder en el caso del milagro que había realizado en sábado: «Si recibe el hombre la circuncisión en sábado, para que la ley de Moisés no sea quebrantada, si esto os parece legítimo y obligatorio, ¿os enojáis conmigo porque sané completamente a un hombre en sábado?» (v. Jua 7:23). El enojo de los judíos ante el milagro de Jesús era absurdo, sin razón alguna, al condenar a otros por aquello mismo con que se justificaban a sí mismos. Obsérvese la comparación que Cristo hace aquí entre circuncidar a un niño y sanar enteramente a un hombre en sábado. La circuncisión era meramente una institución ceremonial, mientras que la curación era un beneficio altamente provechoso por ley de naturaleza. La circuncisión hacía daño, pero Cristo había hecho un gran beneficio al sanar completamente. Mientras que al circuncidar a un niño, había de tenerse el cuidado necesario de sanar sólo aquella parte del cuerpo en la que se había practicado la circuncisión, pero no se inmunizaba por eso al niño contra otras enfermedades que pudiese contraer o que, quizás, había ya contraído, el milagro de Jesús había sanado enteramente al hombre. Más aún, no sólo le había sanado enteramente el cuerpo, sino también el alma, al advertirle: «No peques más, para que no te suceda alguna cosa peor» (Jua 5:14).

(C) Jesús concluye su argumentación con este consejo que debía servirles de norma para el futuro: «No juzguéis según las apariencias, sino juzgad con justo juicio» (v. Jua 7:24). Esto es de aplicación particular al caso presente, pero tiene aplicación general a todas las demás obras, así como a las enseñanzas y a la persona misma de Cristo. «Las apariencias engañan» dice el refrán ; quienes, a primera vista, parecen los mayores santos, pueden resultar, a la larga, los peores criminales. Estas apariencias eran precisamente las que tan alto prestigio habían deparado a los fariseos, quienes, por fuera (v. Mat 23:27-28) parecían tan piadosos, y los hombres los juzgaban y tenían en alta estima por esas apariencias. Pero Cristo les advierte que «no todo lo que reluce es oro»; en cambio, puede hallarse oro puro de santidad bajo apariencias modestas. Sólo Dios (y Jesús, por ser Dios) puede ver el interior del corazón (comp. con 1Sa 16:7). Los que se empeñaban en juzgar a Jesús por su modesta apariencia, no era fácil que juzgaran con justo juicio, pero si se atendía al poder de Dios que se manifestaba y daba testimonio en las obras que llevaba a cabo, y a las profecías que en Él tenían cabal cumplimiento, era justo y puesto en razón recibirle y juzgarle con los ojos de la fe, no con la vista exterior. También nosotros hemos de aprender a no juzgar a nadie por las apariencias pomposas, por los títulos o por la posición que ocupa en la sociedad, sino por su valer intrínseco y por los dones y gracias del Espíritu Santo que en él se manifiesten.

3. Cristo pasa después a conversar con ellos acerca de Sí mismo; de dónde había venido y adónde se dirigía (vv. Jua 7:25-36).

(A) De dónde venía (vv. Jua 7:25-31).

(a) La objeción contra el verdadero origen de Cristo fue presentada por unos habitantes de Jerusalén que parecían ser los que mayores prejuicios abrigaban acerca de Él (v. Jua 7:25). Nuestro Señor Jesús halló con frecuencia las peores acogidas entre aquellos de quienes había motivo para esperar que mejor le acogieran. Pero no fue sin ninguna razón por lo que llegó a surgir el siguiente proverbio: «Cuanto más cerca de la iglesia, tanto más lejos de Dios». Veamos:

Primero, cómo reaccionan los propios habitantes de Jerusalén, quienes conocían a los líderes religiosos del país mejor que los venidos de fuera de la ciudad. La reacción del Sanedrín queda registrada en el versículo Jua 7:15, la de la multitud (compuesta especialmente de peregrinos), en el versículo Jua 7:20. Ahora, estos jerosolimitanos, que a un mayor conocimiento de los líderes añadían un mayor odio a Jesús, se sorprenden de que nadie le haya parado los pies a este atrevido (v. Jua 7:19) y preguntan: «¿No es éste a quien buscan para matarle? Pues mirad, habla públicamente (lit. atrevidamente) y no le dicen nada» (vv. Jua 7:25-26). Y añaden, más bien con ironía maliciosa que con sospecha de posibilidad: «¿Habrán reconocido en verdad los gobernantes que éste es el Cristo?» (v. Jua 7:26). Con esta insinuación, trataban de exasperar a los propios gobernantes, como si la pasividad que mostraban en este asunto redundara en menosprecio de la misma autoridad que ostentaban. Como si dijesen: «Si nuestros gobernantes soportan con toda calma el que de tal modo se les insulte, están incitando a la gente a que les pierda el respeto» (W. Hendriksen opina, sin embargo, que la frase pronunciada al final del versículo Jua 7:26 no contiene ninguna malicia, sino que expresa una sincera duda. Nota del traductor). Las peores persecuciones se han llevado a cabo bajo pretexto de la necesidad de apoyar al régimen y mantener el «orden constituido». Si las frases de estos judíos se toman irónicamente, ese «habrán reconocido …» equivale a decir: «¿Cómo es que han cambiado de opinión acerca de este sujeto?» Cuando la profesión de la fe cristiana no goza de la reputación popular, son muchos los que se sienten tentados a ridiculizar y perseguir a los creyentes, aun cuando sólo sea por no parecer que se ponen de parte de ellos. Es extraño que los líderes, irritados por estas observaciones, no trataran inmediatamente de arrestar al Señor; pero su hora no había llegado todavía. Dios puede atar con admiración las manos de los hombres, aun cuando éstos no experimenten contrición en el corazón.

Segundo, cómo expresan su prejuicio acerca del origen de Cristo con base igualmente en las apariencias: «Pero éste, sabemos de dónde es; mas cuando venga el Cristo (es decir, el Mesías), nadie sabrá de dónde es» (v. Jua 7:27). ¿Acaso no sabían todos que Jesús procedía de la despreciada Galilea, y que era hijo de José y María? (v. Jua 6:42; Jua 7:41). A pesar de la ignorancia que estos jerosolimitanos expresaban acerca del lugar de origen del Mesías, el mismo evangelista nos dice que había quienes recordaban bien la profecía (v. Miq 5:2), según la cual el Mesías había de proceder de Belén (v. Jua 7:42). Es probable que hubiese entre ellos quienes, según ciertas leyendas, pensaban que el Mesías aparecería de repente, sin saber de dónde venía, como llovido del Cielo. Hendriksen expone la total falsedad de los que se atrevían a formar el siguiente silogismo, conforme a la fraseología del versículo Jua 7:27: «Nadie sabe de dónde vendrá el Mesías. Es así que nosotros sabemos de dónde procede este Jesús. Luego este Jesús no puede ser el Mesías». Si las premisas fueran verdaderas, la conclusión sería totalmente lógica y, por tanto, también verdadera. Pero resulta que las dos premisas eran falsas; así que la conclusión no podía ser más falsa. La familiaridad engendra menosprecio e inclina a desdeñar el hacer uso del talento y de los dones de muchas personas cuyo humilde origen parece oscurecer la real valía de sus personas. «Vino a lo que era suyo, y los suyos no le recibieron» (Jua 1:11). ¡Qué tristeza causa este versículo! ¡Qué consuelo y ánimo ofrecen los dos versículos que le siguen! (v. Jua 1:12-13).

(b) Jesús contesta a esta objeción (vv. Jua 7:28-29), no sólo públicamente (o atrevidamente v. Jua 7:26 ) sino en voz más alta: «Entonces Jesús, enseñando en el templo, alzó la voz» (v. Jua 7:28), con lo que dio a entender así su vehemente pesar por la dureza que observaba en el corazón de sus interlocutores. Aunque hemos de dar testimonio de nuestra esperanza con mansedumbre y reverencia (o respeto personal) ante el que nos demande razón (1Pe 3:15), también debemos contender con vehemencia por la fe dada una vez a los santos (Jud 1:3) contra toda sinrazón. Esta vehemencia, aunque sin perder el control de sí mismo, se observa en el tono y en la frase de Cristo: «Alzó la voz y dijo: A mí me conocéis y sabéis de dónde soy». Hay comentaristas que interpretan esta última frase en forma de interrogación, lo cual es muy improbable a la vista del texto original. Otros (entre ellos, el propio Matthew Henry. Nota del traductor), piensan que contiene una concesión parcial, como si dijese: «En parte tenéis razón, pues, aun cuando no nací en Galilea, allí me crié y allí están mis parientes más cercanos». Esta interpretación tiene contra sí el contexto posterior, en el que Jesús, lejos de deshacer el error que sus interlocutores manifestaban por desconocer que había nacido en Belén, se remonta a su origen divino, no humano. Por eso, la única interpretación correcta es la que sostiene W. Hendriksen, con muchos otros insignes autores, entre los que descuellan Calvino, Beza, Toledo, Stier, Godet y Lenski; Cristo se expresó aquí irónicamente, en forma de exclamación, como si dijese: «¡Así que me conocéis y sabéis de dónde soy!» Esto está en perfecta concordancia con lo que el mismo Jesús expresa una y otra vez en este mismo Evangelio de Juan acerca de la ignorancia del pueblo sobre su persona y su origen (v. Jua 3:11; Jua 5:18, Jua 5:37, Jua 5:38; Jua 6:42, Jua 6:60-62; Jua 8:19, Jua 8:55-59; Jua 14:9). El verdadero origen de Cristo es divino, y así lo expresa a continuación Él mismo al decir: «Y no he venido de mí mismo, pero el que me envió es verdadero (aquí, genuino, como en Jua 15:1; 1Jn 5:20), a quien vosotros no conocéis». Esta gente venía a decir que Jesús se arrogaba la personalidad y la misión del verdadero Mesías sin serlo. Jesús les replica de nuevo que Él no ha venido por su propia cuenta, sino enviado y comisionado por el Dios verdadero, real (según expresa el griego), no por algún ser imaginario, de pura leyenda. Pero es a este único Dios verdadero (Jua 17:3) al que ellos no conocen (v. Jua 8:19, Jua 8:55). La ignorancia del verdadero carácter de Dios, según aparece en las páginas de la Biblia, es la verdadera causa de que tanta gente se niegue a creer y rechace a Cristo y al cristianismo. Jesús sí que conoce al Dios verdadero y real: «Pero yo le conozco, porque de Él procedo (lit. de junto a Él soy), y Él me envió» (v. Jua 7:29). Él conocía perfectamente al Padre, por estar recostado en su seno (Jua 1:18) y no tenía dudas acerca de la misión que del Padre había recibido ni estaba en la oscuridad sobre la obra que el Padre le había encomendado que llevara a cabo (Jua 4:34; Jua 17:4).

(c) La provocación que esta abierta declaración ocasionó a sus enemigos: «Entonces procuraban prenderle, pero nadie puso sobre Él la mano, porque aún no había llegado su hora» (v. Jua 7:30). Dios tiene a los malvados fuertemente sujetos como con una cadena. La malicia de los perseguidores resulta impotente, incluso cuando es más impetuosa, y, aun en los casos en que Satanás llena el corazón de ellos, Dios les ata las manos. Los siervos de Dios son, a veces, protegidos de un modo maravilloso por medios que no podemos vislumbrar. Cristo tenía su hora fija; así también la tienen sus ministros y todos los creyentes. Ningún poder de la tierra ni del infierno puede prevalecer contra ellos, mientras no hayan acabado su testimonio.

(d) El buen efecto que el mensaje de Cristo tuvo en algunos de sus oyentes: «Y muchos de la multitud creyeron en Él» (v. Jua 7:31). Como hace notar Hendriksen, aquí, como en otros lugares (Jua 2:23; Jua 4:45, Jua 4:48), no se puede hablar de fe salvífica; probablemente estaban dispuestos a aceptar a Jesús como a Mesías político, al ver los milagros que hacía y al tener por buenas las referencias que de Él se hacían (comp. con Isa 35:5-6; Mat 11:2-5). Vemos que los que así creían no eran de los líderes, sino del pueblo, «de la multitud». No se debe medir el éxito del Evangelio por el número de los magnates y sabios que lo aceptan, y los ministros de Dios no deben desanimarse por el hecho de que sólo los pobres reciban su mensaje. Pero la fe de éstos era mucho más débil que la de los samaritanos que afirmaban: «Éste es el Salvador del mundo, el Cristo» (Jua 4:42), puesto que, en forma de duda, añaden: «El Cristo, cuando venga, ¿acaso hará más señales que las que éste hace?»

(B) Adónde iba (vv. Jua 7:32-36).

(a) El propósito de los fariseos y de los principales sacerdotes contra Él (v. Jua 7:32). Por la información que les proporcionaron sus espías, supieron que «la gente comentaba de Él (Jesús) estas cosas». La cosa se ponía seria. Muchos mostraban su respeto, si no su fe, a Jesús. El murmullo entre el pueblo bastó para enfurecer a los líderes al pensar que, cuanto más creciese Jesús, más menguarían ellos. Así que, fariseos y saduceos, aun siendo enemigos entre sí unieron sus fuerzas contra Jesús y «enviaron alguaciles para que le prendiesen». Su siniestro objetivo, ya expresado en Jua 5:18, debe ponerse por obra sin dilación. El modo más efectivo de dispersar el rebaño es herir al pastor. Quienes, por su oficio y sus conocimientos de la Escritura, debieran ser los más solícitos en defender el reino de Dios y a Cristo que venía a inaugurarlo, son precisamente los que envían a arrestar al Mesías. Parece que estamos viendo al Gran Inquisidor de Dostoievski, a quien, como dice Cabodevilla, «le molestaba cualquier motivo de remota perturbación; por el bien de los propios fieles, apresó a Jesús y le prohibió toda clase de actividad, pues, cualquiera que ésta fuese, acabaría soliviantándolos».

(b) El mensaje cifrado que, con esta ocasión, pronunció el Señor: «Todavía estaré con vosotros un poco de tiempo, y me iré al que me envió. Me buscaréis y no me hallaréis; y a donde yo esté, vosotros no podéis venir» (vv. Jua 7:33-34). Estas palabras, como la columna de nube y fuego, tienen su lado oscuro y su lado brillante:

Primero, tienen un lado brillante con relación a Jesús. Hallamos aquí tres cosas que le animan y confortan: (i) Que le quedaba poco tiempo en este mundo de penas y miserias; pronto se acabaría la obra que había venido a llevar a cabo. Debe consolarnos la idea de que, sean amigos o enemigos los que nos rodean, estaremos con ellos sólo «un poco de tiempo». Mientras tanto, no tenemos más remedio que convivir con muchos que son como zarzas y espinos; pero ¡bendito sea Dios! que sólo por poco tiempo pueden dañarnos, y pronto estaremos lejos de su alcance. (ii) Que pronto estaría con el que le había enviado; como si dijese: «Cuando haya acabado entre vosotros la obra que vine a realizar, entonces, y no hasta entonces, «me iré al que me envió». Quienes sufran por Cristo consuélense con esto: que tienen un Dios a quien ir, y que están yendo cada día hacia Él, para estar con Él por toda la eternidad. (iii) Que ninguno de sus perseguidores podía acompañarle hasta el Cielo, a no ser que se volviese discípulo suyo: «Me buscaréis y no me hallaréis». Uno de los aspectos que añaden felicidad a los santos glorificados es que ya están fuera del alcance del diablo y de los perversos instrumentos de Satanás.

Segundo, estas palabras tienen un lado oscuro, negro, para los que odiaban y perseguían a Jesús. Querían deshacerse de Él, y según su deseo sería su destino. Él no les va a molestar por mucho tiempo, sino que, dentro de poco, se marchará de ellos. Día llegará en que la nación judía, en su desesperación buscará la liberación pero será demasiado tarde. Al no haber creído en Él, morirán en sus pecados (Jua 8:24, comp. con Gén 27:30-38, a la luz de Heb 12:17; Pro 1:24-28; Amó 8:11-12). No hay mayor miseria para los que rechazan a Cristo y no quieren oír de Él, que ser dejados a su deseo. Ahora es el día en que se puede hallar a Jesús; «he aquí ahora el tiempo favorable; he aquí ahora el día de salvación» (2Co 6:2). Los que no quieran aceptar a Cristo, en vano tratarán de hallar un lugar en el Cielo: «Todo aquel que niega al Hijo, tampoco tiene al Padre» (1Jn 2:23).

(c) La errónea interpretación que ellos dieron a estas palabras de Jesús (vv. Jua 7:35-36): «Entonces los judíos dijeron entre sí: ¿Adónde se va a ir éste, que no le hallemos?» Con esto muestran: Primero, su ignorancia y ceguera, pues Él acababa de decir adónde iba: al que le envió, al Padre en los cielos y, aun así, todavía se preguntan: «¿Adónde se va a ir éste?», y: «¿Qué significa esto que dijo …?»; segundo, el atrevimiento con el que despreciaban las amenazas de Jesús. En lugar de temblar ante la terrible sentencia del: «Me buscaréis y no me hallaréis» parecen tomarlo a risa y se burlan de Él: «¿Acaso va a ir a los dispersos entre los griegos, y a enseñar a los griegos?» Nótense los dos grupos implicados en la frase: Los judíos de la diáspora (palabra griega que se halla en el original de este versículo y significa «dispersión»), y los griegos, los gentiles mismos. Como hace notar Hendriksen, cuando Juan menciona «griegos», no quiere decir (al revés que en Hch 6:1; Hch 9:29) los judíos que hablaban griego, sino los griegos de nacionalidad y raza. Así que los oponentes de Jesús, con el mayor desprecio hacia los gentiles, se preguntaban: «¿Acaso irá a enseñar a los gentiles?» No se percataban de que, como Caifás más tarde (v. Jua 11:51-52), lo que decían en son de burla, contenía una gloriosa profecía pues pronto serían «ciertos griegos» los que se interesarían por Jesús (v. Jua 12:10.). Es muy corriente entre los que se muestran muy celosos en mantener el monopolio de la religión, el que hayan perdido la eficacia de la religión.

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