Juan 8:51 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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I. Vemos ahora afirmada, de labios de Cristo, la inmortalidad de los creyentes: «De cierto, de cierto os digo que el que guarda mi palabra, nunca verá la muerte» (v. Jua 8:51). Como en otras solemnes ocasiones, repite el «Amén, amén» del texto original. Por estas expresiones de Jesús, se echa de ver:

1. El carácter del creyente: Es alguien que guarda la palabra de Jesús; no sólo la recibe por fe, sino que la guarda con obediencia; no sólo la tiene, sino que la retiene (comp. con Sal 119:9). Hemos de guardar las palabras de Jesús en nuestra mente y en nuestra memoria; guardarlas en el corazón con amor y afecto profundo; tenerlas por guía de nuestro camino y norma de nuestra vida.

2. El privilegio del creyente: «Nunca jamás verá la muerte». Puesto que el verdadero creyente ha pasado de muerte a vida (Jua 5:24), la comunión con Dios le confiere vida eterna, y las propiedades de la muerte física han sido alteradas de tal manera que ya no está bajo el terror de la muerte (v. 1Ts 4:13.), sino que, más bien, es dueño incluso de la muerte (1Co 3:22), pues ésta le lleva a la presencia del Señor (2Co 5:8; Flp 1:21-23) y es estimada a los ojos de Dios (Sal 116:15). Tan consoladora resulta la muerte física a los genuinos creyentes, que bien puede decir Jesús que no la verán jamás, puesto que ha sido sorbida victoriosamente por la vida (v. 1Co 15:54), y son preservados para siempre de la muerte eterna.

II. Al oír estas palabras de Jesús, los judíos repiten el insulto que habían lanzado contra Él: «Ahora nos damos perfecta cuenta de que tienes demonio. Abraham murió y los profetas …» (v. Jua 8:52). Vemos:

1. El insulto que profieren: «Ahora nos damos perfecta cuenta de que tienes demonio». Si Jesús no hubiese demostrado abundantemente que era un maestro enviado de Dios (Jua 3:2), las promesas de vida inmortal que hacía, bien podían haber sido ridiculizadas, y sus discípulos tenidos por excesivamente crédulos; incluso habría sido un acto de caridad desengañarles de sus necias ilusiones; pero la doctrina de Cristo era evidentemente de origen divino, sus milagros la confirmaban, y las profecías mismas guiaban a los judíos a la expectación de un profeta semejante, y a la fe en él, tan pronto como apareciese.

2. El razonamiento que usan: Tienen a Jesús por culpable de una insoportable arrogancia, al hacerse implícitamente a Sí mismo mayor que Abraham y los profetas: «Abraham murió, y los profetas». Sí, es cierto que murieron físicamente, y la biografía de estos grandes hombres termina siempre con las palabras: «y murió». Se nota aquí el eco de Gén 5:1-32, como observa Hendriksen: «y murió … y murió … y murió». Aun así, hubo dos notables excepciones: Enoc y Elías (v. Gén 5:24; 1Re 2:11); pero Jesús no hablaba aquí de la muerte física. Por eso, había dicho al hablar de Abraham, Isaac y Jacob: «Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos» (Mat 22:32; Luc 20:38). Por otra parte, estos judíos daban a entender que no podía haber nadie mayor que Abraham y los profetas (comp. con Jua 4:12), sin percatarse de que el Mesías había de ser mayor que Abraham y que todos los profetas. De modo que, en lugar de haber inferido que Cristo tenía demonio por hacerse superior a Abraham y a los profetas, deberían haber inferido que era el Mesías; pero sus ojos estaban velados por los prejuicios. Así que le replican en son de befa: «¿Quién te haces a ti mismo?» (v. Jua 8:53).

III. La réplica que Cristo les da. Todavía condesciende a razonar con ellos, para mostrar así que todavía era el día de su paciencia.

1. En su respuesta, Jesús se refiere, por una parte a su Padre que es Dios; por otra, al padre de ellos según la carne, Abraham.

(A) A su Padre: «Si yo me glorifico a mí mismo, mi gloria nada es; mi Padre es el que me glorifica, el que vosotros decís que es vuestro Dios» (v. Jua 8:54). Jesús hace derivar del Padre todo el honor que ahora reclamaba para Sí, pues dependía únicamente del Padre con respecto al honor que le había de ser conferido tras sus padecimientos y su muerte. Y los que son de Cristo han de depender igualmente de Dios en cuanto a su honor; pues todo el que está seguro de tener honor donde éste tiene su verdadera estima, no le importará tener deshonor donde el verdadero honor no se estima. Por eso, les dice Cristo: «… decís que es vuestro Dios; pero vosotros no lo conocéis» (vv. Jua 8:54-55). Decían que era el Dios de ellos (comp. con Stg 2:14), pero sin razón alguna. Muchos pretenden tener interés en las cosas de Dios y hasta se tienen por Suyos, sin que en su corazón alberguen una correcta relación con Dios. ¿De qué les servirá decir: «Dios mío»? (comp. con Mat 7:21-23). ¿A qué se deben estas falsas pretensiones? A ignorancia del verdadero Dios: «Pero vosotros no le conocéis». Es posible que hombres eruditos y expertos en la Biblia hablen profundamente de las cosas de Dios sin conocerle, pues sólo han aprendido los nombres de Dios, sin tener comunión personal con Él. Al no conocer a Dios, estos judíos no podían percibir correctamente el carácter de Dios ni la voz de Dios en Cristo. La razón por la cual los hombres no reciben el Evangelio de Cristo es porque no poseen el conocimiento de Dios. Y continúa Jesús: «Mas yo le conozco, y si dijese que no le conozco, sería mentiroso como vosotros; pero le conozco y guardo su palabra» (v. Jua 8:55). Ésta es la razón por la que Cristo está seguro de que el Padre le honrará y le reconocerá por Hijo Amado: «Le conozco» dice con toda seguridad . No puede negarlo, porque entonces sería tan mentiroso como ellos cuando decían que el Padre era el Dios de ellos, y así sería hallado falso testigo contra Dios y contra Sí mismo. ¿Cómo demuestra Jesús que conoce a Dios? «Le conozco, y guardo su palabra». Por eso había asegurado que el que guardase sus palabras no vería la muerte (v. Jua 8:51). Juan habla en términos similares (v. 1Jn 2:3-5). Sólo el que esté dispuesto a obedecer a Dios, puede conocer la verdad de Dios en Cristo (Jua 7:17). Hendriksen hace notar el contraste entre los dos verbos que vertimos por «conocer» al comienzo del versículo Jua 8:55: el primero indica un reconocimiento personal basado en información ajena (aun cuando esto no sea obstáculo para una comunión íntima con Dios), mientras que el segundo implica un conocimiento intuitivo y directo de Dios, exclusivo del Hijo (Jua 1:18) y del Espíritu Santo (1Co 2:10).

(B) Al padre de ellos, Abraham:

(a) De él dice Jesús: «Abraham vuestro padre se regocijó de que había de ver mi día; lo vio y se regocijó» (v. Jua 8:56). Dos cosas menciona aquí Cristo como ejemplos del respeto que Abraham tenía hacia el Mesías venidero: Primera, que Abraham exultó de gozo al saber que había de ver el día del Mesías. Es notable que, en el Targum aramaico de Gén 17:17, el verbo hebreo «se rió» es traducido «se regocijó». Cuando Dios le dijo a Abraham que en él serían benditas todas las familias de la tierra (Gén 12:3), le revelaría interiormente que la fuente de bendición universal iba a estar centrada en el Mesías que había de descender de él. Con esta interior revelación Abraham exultaría de gozo, al mismo tiempo que concebiría un enorme deseo de conocer, de algún modo, al Mesías. Quienes han adquirido un verdadero, aunque imperfecto, conocimiento de Cristo desean saber más y más de Él, del mismo modo que quienes han visto el amanecer (Luc 1:78), están deseosos de ver el Sol de justicia. Lo cierto es que Abraham deseó ver el día de Jesús, a pesar de hallarse a muchos siglos de distancia con relación al Mesías que había de venir, mientras que estos judíos, descendencia bastarda de Abraham, no acertaron a discernir ese día ni le dieron la bienvenida cuando llegó.

(b) Jesús agrega que Abraham «lo vio (el día de Jesús) y se alegró». Donde vemos:

Primero, que Dios satisfizo los deseos del patriarca: deseó ver el día de Jesús, y lo vio. Nótese que Jesús no dice que Abraham le vio a Él, sino «su día». ¿Cuándo y cómo vio Abraham el día de Cristo? Hay quienes piensan que Jesús se refiere aquí al conocimiento que de Jesús tendría Abraham en el otro mundo, pero esta explicación no satisface, pues el tiempo del verbo está en pasado, no en presente. Sólo que a la conjetura, ya apuntada, de una revelación interior de Dios a él, y confirmada por Heb 11:13, donde leemos: «Conforme a la fe murieron todos éstos sin haber recibido lo prometido (comp. con Heb 11:39-40), sino MIRÁNDOLO DE LEJOS». Hendriksen hace notar que la posibilidad de la expectación del Mesías Redentor pudo deberse a la promesa de Gén 3:15, cuya tradición se conservaría a través de las generaciones. La aplicación para nosotros es que todos los deseos de los hijos de Dios de conocer mejor a Jesucristo no se cumplirán perfectamente mientras no hayamos llegado al Cielo (comp. con 1Co 13:12; Flp 3:10-14; 1Jn 3:2).

Segundo, que Abraham se alegró de ello. Se alegró al ver la merced que Dios le hacía a él, y la misericordia de Dios para todas las familias de la tierra. Una mirada de fe hacia Cristo nos ha de llenar continuamente de alegría. No hay gozo como el gozo de la fe, pues éste es fruto del Espíritu Santo (v. Gál 5:22), nunca se conoce lo que es el verdadero deleite hasta que no le hayamos encontrado en Cristo.

(c) Los judíos, al oír que Abraham había visto el día de Jesús, entendieron que Cristo había sido contemporáneo de Abraham: «Entonces le dijeron los judíos: Aún no tienes cincuenta años ¿y has visto a Abraham?» (v. Jua 8:57). La idea de que Abraham pudiera haber visto el día de Jesús, por medio de la fe, a tantos siglos de distancia, era inconcebible para estos judíos. Lo de «cincuenta años» es entendido por algunos como si los sufrimientos físicos y morales que, para este tiempo, había soportado ya Jesús le hiciesen aparecer como de mayor edad que la que tenía; pero es más probable la opinión de que estos judíos, para no exponerse a error de cálculo, pusieron la edad límite en que los sacerdotes eran relevados de sus funciones en los servicios del templo. Lo cierto, según ellos, era que ni Abraham había podido ver a Jesús, ni Jesús a Abraham, con tantos siglos de distancia entre ambos.

(d) A esto replica el Salvador con una de sus solemnes declaraciones: «De cierto, de cierto os digo». Como si dijese: «Ante vuestra cara os voy a lanzar una afirmación solemne, la toméis como la toméis». Y, a continuación, pasa a declarar su propia antigüedad, superior infinitamente a la de Abraham: Frente a la larga, pero temporal y transitoria, vida de Abraham (v. Gén 25:7), Jesús expresa Su propia eternidad, al ser Dios como el Padre: «Antes que Abraham llegase a ser (lit.), YO SOY» (v. Jua 8:58). Dos cosas son de notar aquí: Primera, el cambio de verbo, en Abraham, muestra que era un ser creado que llegó a ser (el mismo verbo de Jua 1:14 «se hizo carne»); en Abraham, se habla en pasado, por lo que había de esperarse que Jesús dijera: «Antes de que Abraham llegase a ser, yo era»; pero no dice eso, sino que, al hablar en presente, asegura: «YO SOY» (comp. con Éxo 3:14). Ambos detalles, el tiempo y la referencia implícita al «YO SOY» de Éxo 3:14, no pudieron pasar desapercibidos a los judíos que le escuchaban. Así que:

(e) Como acusándole de blasfemia, por hacerse igual a Dios (Jua 5:18; Jua 10:33; Jua 19:7), «tomaron entonces piedras para arrojárselas» furiosos al oír tal declaración que, según ellos, le hacía reo de muerte (v. Lev 24:16). Las piedras abundarían en un lugar en que todavía se llevaba a cabo la edificación del templo (v. Jua 2:20), y se las iban a arrojar sin previo juicio ante los tribunales de la nación. Así es como los prejuicios hacen reaccionar a los hombres contra la fe de Jesús en todas las épocas: el arrojar piedras contra Él y perseguir a sus seguidores, al detener con injusticia la verdad (Rom 1:18). Pero Cristo escapó de ellos, ya que no había llegado su hora, quizás escabulléndose por entre la muchedumbre, quizás al usar su poder sobrenatural, pero no por cobardía ni miedo a ellos. Cristo se alejó de ellos, ya que ellos no merecían disfrutar de su compañía por más tiempo. Dios a nadie abandona, sino a quien primero le abandona a Él. Cristo salió escondido y silencioso, y pasó desapercibido. A veces, el alejamiento de Cristo de una persona, o de una iglesia, es secreto pasa desapercibido (comp. con Apo 3:20. ¡Cristo, fuera de las puertas de una iglesia!), como el reino de Dios entre la multitud (Luc 17:20-21). Triste cosa es que Cristo se aleje de una persona, pero más triste todavía es que no se le eche en falta.

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