Lucas 14:25 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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En la presente porción, Jesús se dirige a las multitudes que se agolpaban en torno de Él y les exhorta a que comprendan y consideren las condiciones que el discipulado cristiano impone. Vemos:

I. Con qué interés escuchaban a Cristo las multitudes: «Grandes multitudes iban con Él» (v. Luc 14:25). Unos iban por afecto al Señor, otros le seguían por interés, algunos le acompañarían por mera curiosidad; era una multitud tan abigarrada como la que acompañó a los hijos de Israel en su salida de Egipto (Éxo 12:38 «gran multitud de toda clase de gentes»).

II. Con qué sinceridad les expuso el Señor lo que demanda de los que deseen seguirle, para que no se llamen a engaño y se preparen a lo peor que pueda sucederles.

1. Les viene a decir que el camino del cristiano no es un camino de comodidad y de componendas. Algunos esperarían quizá que dijera: «Si alguno viene a mí para ser mi discípulo, tendrá riqueza y honores en abundancia». Pero Cristo les dice precisamente lo contrario:

(A) Han de estar dispuestos a desprenderse de lo que más quieran, antes que perder su interés por el Señor. No será sincero en su propósito, ni constante en su resolución, a no ser que ame a Cristo más que a nadie y más que a nada en este mundo. El padre, la madre, la mujer, los hijos, los hermanos y las hermanas, y aun su propia vida, han de ocupar en el corazón del creyente un lugar inferior al de Cristo. Jesús no menciona aquí casas ni tierras porque incluso la filosofía puede enseñar al hombre a mirar con desprecio todas estas cosas; mas el cristianismo va más lejos: todo ser humano ama a sus más íntimos familiares, no obstante si ha de ser un buen discípulo de Cristo, ha de menospreciarlos, si es necesario; en comparación con Él no es que haya de aborrecer literalmente a nadie, sino que el consuelo y el apoyo que en ellos hallamos han de subordinarse al amor que hemos de profesar al Señor. Así que, cuando nuestro deber hacia los padres entra en competición con nuestro deber evidente hacia el Señor, hemos de dar a Cristo la preferencia. Si nos vemos en la alternativa de negar a Cristo o ser negados y despedidos por nuestros familiares (como fue el caso de muchos primitivos cristianos, y siempre lo ha sido), debemos optar por perder el afecto y la compañía de éstos, antes que perder el favor de Dios y la comunión con Cristo. Del mismo modo, todo hombre ama su propia vida, no se odia a sí mismo; sin embargo, no podemos ser discípulos de Cristo a menos que le amemos a Él más que a nuestra propia vida. Esto puede sonar áspero y duro, pero quien haya experimentado los goces de la vida espiritual y haya avivado con fe su esperanza de la vida eterna, considerará fácil lo que parece tan difícil. La prueba de esta opción radical por Cristo suele presentarse en tiempos de tribulación o persecución, pero hasta en días de «paz» puede ser sometida a prueba dicha opción. Quienes se avergüenzan de confesar a Cristo por temor de ofender a un amigo o de perder un cliente, dan motivo para sospechar que aman al amigo o al cliente más que a Cristo.

(B) Han de estar dispuestos a sobrellevar lo que resulta muy pesado (v. Luc 14:27): «Y el que no lleva su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo». Aunque no sea corriente el caso de que un creyente sea literalmente crucificado, todo creyente, no obstante, tiene que llevar su cruz y estar contento, no sólo resignado, de que los mundanos le pongan nombres ignominiosos, pues no hay nombre tan ignominioso como el «llevador de su propio patíbulo», a quien los antiguos romanos llamaban Furcifer = llevador de la horca. Es menester que el discípulo de Cristo lleve su cruz y siga así a Cristo, es decir ha de llevarla en el camino de su deber cuandoquiera se presente la ocasión; y ha de llevarla cuando Cristo se lo ordene, con la esperanza viva de compartir después su gloria.

2. Les pide a continuación que se pongan a considerar el costo del discipulado. Es mejor no comenzar que no seguir adelante después de haber empezado; por consiguiente, antes de empezar hemos de reflexionar sobre lo que significa el perseverar. Esto es actuar razonablemente, como compete a seres humanos, racionales. La causa de Cristo exige pasar un examen. Satanás muestra el lado «rosa» de la vida, pero oculta lo peor. Esta reflexión es, pues, necesaria para la perseverancia. Nuestro Salvador ilustra esta enseñanza por medio de dos comparaciones:

(A) Estamos en la misma posición que un hombre que piensa edificar una torre y, para ello, es preciso que considere el costo (vv. Luc 14:28-30): «¿Quién de vosotros, queriendo edificar una torre, no se sienta primero y calcula los gastos?» Debe acomodar su proyecto a su bolsillo, no sea que se rían de él por haber puesto el cimiento de la torre, y no poder acabarla. Todos los que hacen profesión de su fe es como si comenzaran a edificar una torre: han de comenzar por abajo, profundizar en los cimientos, edificar sobre roca, asegurarse de que el trabajo marcha bien y, luego, aspirar a que la torre se eleve hasta el cielo. Quienes tratan de edificar esta torre deben sentarse a calcular el gasto; es decir, lo que ha de costarles el llevar una vida de abnegación, sacrificio y vigilancia. Es posible que les cueste el perder su reputación entre los hombres y todas las demás cosas de este mundo que les sean queridas, incluso la vida misma. Pero, aun cuando nos llegue a costar todo eso, ¿qué es ello, comparado con lo que le costó a Cristo? Muchos de los que comienzan a edificar esta torre, no acaban, no siguen adelante, con lo que muestran su necedad y locura. Es cierto que ninguno de nosotros tiene en sí mismo los recursos suficientes para acabar esta torre, pero Cristo ha dicho: «Bástate mi gracia» (2Co 12:9). Con lo cual, no tienen excusa quienes, al haber comenzado, se vuelven atrás (comp. con 2Pe 2:20-22).

(B) Cuando nos disponemos a ser discípulos de Cristo somos como un hombre que marcha a la guerra y, por tanto, ha de considerar los riesgos que eso comporta (vv. Luc 14:31-32). Un rey que declara la guerra a otro rey considera primero si dispone de los efectivos necesarios para derrotar a su adversario; de lo contrario, la prudencia más elemental le aconseja que desista de tal proyecto. Y, ¿no es el creyente un soldado enzarzado en una guerra? (v. Efe 6:11-17; 1Ti 6:12; 2Ti 2:3-4; 2Ti 4:7). Hemos de luchar en cada paso que damos, puesto que nuestros enemigos espirituales nunca cesan en su oposición. Por tanto, hemos de considerar si estamos dispuestos a aguantar las dificultades que un buen soldado de Cristo ha de esperar, antes de alistarnos bajo la bandera de Cristo. Puestos en la alternativa, es preferible quedarse con el mundo a tratar de aparentar que hemos renunciado a él, y volvernos después al mundo. Aquel joven rico que no tuvo valor para dejar sus posesiones y seguir a Cristo, hizo mejor en marcharse de Cristo con tristeza que en quedarse con Él con disimulo.

Esta parábola se puede aplicar de un modo distinto, como destinada a exhortarnos a que nos demos prisa a entregarnos al Señor antes de que sea demasiado tarde; en este caso, significaría algo semejante a lo que el Señor dice en Mat 5:25: «Ponte a buenas deprisa con el que te quiere llevar a los tribunales». Los que persisten en continuar en el pecado están haciéndole la guerra a Dios, pero el pecador más atrevido y orgulloso que pueda existir, es incapaz de entablar contienda con el Omnipotente (comp. con 1Co 1:25; 1Co 10:22). Si tenemos en cuenta esto, haremos bien, por nuestro propio interés, en estar en paz con Dios (Rom 5:1). No necesitamos para ello pedir condiciones de paz (v. Luc 14:32), pues éstas nos son ofrecidas gratis y en forma maravillosa (v. 2Co 5:19-21). ¡Acojámonos, pues, a ellas y estaremos en paz! ¡Hagámoslo «cuando el otro está todavía lejos»!

Pero la aplicación general que hallamos al final (v. Luc 14:33) es que debemos estar dispuestos a ser totales en nuestra opción por Cristo: «Así, pues, cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo».

3. Les pone en guardia contra la apostasía, porque eso les tornaría totalmente inútiles, inservibles (vv. Luc 14:34-35). Los buenos creyentes (especialmente, los buenos ministros del Señor) son la sal de la tierra (v. Mat 5:13). La sal es buena y de gran uso. Los cristianos degenerados, que desacreditan su profesión de fe antes que dejar las cosas del mundo que les apartan de Cristo, son como la sal que se ha vuelto insípida, la cual es la cosa más inútil del mundo pues no sirve para sazonar los alimentos y convierte en estériles los campos; sólo sirve para ser hollada; se ha quedado sin ninguna cualidad buena y, además, nunca puede recobrar su antiguo sabor: «¿con qué se sazonará?»; como si dijese: «Si el oficio de la sal es sazonar y no hay otro cuerpo que sazone, ¿cómo podrá una sal insípida recobrar aquello para lo cual sólo ella tenía la virtud necesaria? ¿Quién la salará?» Esto da a entender que es extremadamente difícil, y aun casi imposible, que un apóstata se recupere (v. Heb 6:4-6 según la interpretación más corriente aunque es un pasaje muy difícil . Nota del traductor). El fiemo o estiércol es útil para abonar la tierra; pero la sal, no. Así también, el más perdido criminal está más cerca del reino de Dios que el falso profesante. Un tal hipócrita, cuya mente y conducta son depravadas, es el más insípido animal que puede existir. Como no sirve ni para Cristo ni para el mundo, todos lo arrojan fuera, ya que no les sirve para nada; a un cristiano que es consecuente con su fe, hasta los que le odian llegan a respetarle; pero al que no se comporta conforme a lo que dice ser, ¿quién va a prestarle crédito? Tales individuos deben ser puestos fuera de la iglesia, porque hay peligro de que otros se contagien de ellos. El Señor concluye esta porción con la misma seria advertencia que suele hacer en asuntos de vital importancia: «El que tiene oídos para oír, oiga».

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